“La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas por otros medios”, reza la sentencia del militar y filósofo prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), devenida en el apotegma simplificado: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”.
Y la política, en su amplio sentido, es una de las expresiones y prácticas más complejas de la existencia humana, así como quizás la más definitoria de las relaciones macro y microsociales entre los individuos y sus comunidades. Pero al transmutar en enfrentamiento armado directo, en asesinato autorizado del prójimo, o sea, en guerra, la conducta política experimenta una simplificación prosaica, un estrechamiento significativo de su cauce que, a la vez, provoca el aumento de las presiones en el flujo de la historia de las sociedades.
La guerra es una terrible navaja de Ockham que siega con agudo filo toda mies sembrada con preciosismo y concienzuda paciencia por los políticos durante años o hasta durante siglos. Es un último recurso que prácticamente deroga todos los diálogos y conflictos simultáneos, reduciéndolos a una colisión entre facciones que solo están de acuerdo en que no están de acuerdo en más ningún otro asunto. El hacha de la guerra se levanta para solventar lo insoluble; para sajar el nudo gordiano entretejido con los hilos largos y enrevesados de la diplomacia y las conspiraciones.
La guerra es una gran allanadora que resume todo a dos polos irreconciliables, a dos materias inflamables cuyo mero contacto provoca la ignición incontrolable. Fomenta un pensamiento y una perspectiva igualmente binarios en las personas, tanto las involucradas de modo directo, como las espectadoras de los sucesos. Las apremia a escoger un bando y posicionarse. Las posturas intermedias, templadas o neutrales se diluyen en medio del clamor beligerante de los bandos y sus partidarios.
En cuestiones de perceptiva, la guerra es cómoda, simple, ahorra neuronas, lo presenta todo en efectivos blanco y negro. El maniqueísmo, afín a la navaja de Ockham, se presenta como la mejor atalaya desde donde presenciar el conflicto armado, como si de dos oncenas de fútbol se tratara. Al final solo importa quién gane y todos esperan que triunfe su equipo, al que se le debe lealtad por encima de todo. Y la lealtad intransigente genera odio. Hasta José Martí, en su adolescente poema Abdala, de esencia agitprop, equipara el amor a la patria con el odio a quien la mancilla.
La guerra incluso llega a disolver hasta los conceptos ideológicos más simples, asimilables y recordables por las masas que transmite la propaganda. La guerra incluso deja de ser extensión de la política y se convierte, para muchos, en dimensión horrorosa de la mera supervivencia. Cuando se lucha por la vida, todo lo demás se olvida. Un escenario bélico termina convirtiéndose en un juego de depredaciones, abyecciones, aberraciones, atrocidades y estupideces sin bandera.
Maidan o la plaza sitiada que sitió al Gobierno
Por eso, en las películas Maidan (2014), de corte documental, y Donbass (2018), de ficción, el realizador ucraniano Sergei Loznitsa (El juicio, Funeral de Estado) reduce el contexto sociopolítico e histórico a sus mínimas expresiones. Esto, sobre todo, se le ha criticado a la primera, que recoge numerosos momentos de las multitudinarias protestas suscitadas en la Plaza de la Independencia de Kiev —más conocida como Maidán luego de la independencia de Ucraniaen 1991 de la escorada Unión Soviética— entre diciembre de 2013 y febrero de 2014, siendo bautizadas como Euromaidán, que finalizaron básicamente con la fuga del presidente pro ruso Víktor Yanukóvich.
Las protestas —que mientras avanza el relato fílmico se van radicalizando y encarnizando hasta dimensiones violentas y guerreras— ocurrieron ante la negativa del entonces mandatario Yanukóvich para firmar un Acuerdo de Asociación y un Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea. Las mayorías prefirieron acercarse al campo europeo occidental y romper de una vez con los nexos con Rusia y la política de la identidad paneslavista esgrimida por Vladímir Putin. (Recuérdese que uno de los argumentos de la invasión presente es que Rusia y Ucrania son de un pájaro las dos alas.)
Pero no voy a explicar con detalle algo que ahora mismo está siendo repasado por todos los que se interesan por los destinos de Ucrania, Rusia y el mundo. Loznitsa tampoco los explica mucho en Maidan. No creo sea su interés; aunque su actitud nacionalista y antirrusa siempre ha sido muy clara: a inicios de marzo renunció en una carta abierta a la Academia de Cine Europeo (EFA, por sus siglas en inglés) por la postura no radical de esta organización respecto a la guerra.
El documental apenas explica la situación y se concentra en registrar los largos días en la plaza de Kiev, rebosante de ucranianos. En ningún momento busca contrastar fuentes ni ofrecer las visiones del Gobierno de entonces contra el que protestaron con tanta intensidad y constancia durante tres meses. Maidan se dedica a observar las evoluciones de las masas que, a la vez, se revelan como una suma de individualidades. La película invita a irlas adivinando, a ir descubriendo en cada uno de los rostros que pasan ante la cámara o se forman en multitudes que entonan el himno nacional ucraniano.
El primer plano secuencia de la cinta es una muchedumbre encuadrada lo bastante lejos para advertir su naturaleza de colectivo orgánico, comprometido; pero lo suficientemente cerca como para que cada rostro sea identificado si se detiene la imagen y el espectador pueda aprehender cada faz, expresión, y elucubre historias de vida. Incluso para que comience a pensar cuántos de estos pudieran haber muerto o migrado durante estas semanas de invasión y sitio ruso a Ucrania. Bajo qué escombro yacerán o en qué refugio estarán a resguardo ahora mismo. Si están en el país o forman parte de los millones que han escapado. O si sobrevivirán al día siguiente.
El documental abunda en estos planos medios y generales donde se disciernen identidades personales y se refrenda el rol de la responsabilidad individual en los movimientos colectivos. Contrario a las imágenes de homogeneidad anónima que manejan los discursos propagandísticos totalitarios a la hora de representar la inexpugnabilidad indivisible e indiscutible de estos sistemas, que, desde una actitud monárquica o imperial, buscan subordinar todo a una figura axial, única, imprescindible, deífica, absoluta. Ya sea Hitler o Putin, ya sea Pinochet o Stalin, ya sea Fidel Castro o Kim Jong-un. En El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1935) se escucha: “Hitler es Alemania”. Muchos conservadores nacionalistas rusos alegan que “Putin es Rusia”, colocando la corona de zar sobre sus sienes.
Loznitsa se empeña igualmente en desconocer líderes. En muchas secuencias se escuchan voces agitadoras que claman consignas o, ya en los momentos más álgidos, solicitan con desespero médicos, llaman al joven perdido cuyo hermano lo espera en la cabina —como si de un parque de diversiones, feria o carnaval se tratara, donde los niños extraviados aguardan por sus padres.
Nunca se identifican estas voces propagandísticas, libelistas, radicales, que califican al Gobierno de mafioso y ladrón. No son jefes, no son cabecillas, no son conspiradores que urdieron durante meses o años esta manifestación de origen espontáneo, pagados por potencias extranjeras e injerencistas. No son agentes de la CIA. El Euromaidán fue básicamente espontáneo, como la Primavera de Praga en la antigua Checoslovaquia, el Mayo Francés en París, las protestas de la Plaza de Tiananmén en China, el 11J en Cuba. Y esa naturaleza colectiva, a la vez que responsable y consciente, es captada por el realizador y su equipo.
El registro de estos procesos psicosociales es también el registro de las angustias, expectaciones, emociones, ansiedades, pasiones y tristezas. Un ucraniano con guitarra al hombro interpela a los cineastas y les pide cantar el himno nacional, más rápido, sencillo y menos solemne que la multitud que aparece al inicio. De inmediato se le unen varios paisanos y corean. Poco antes se ve un grupo de mujeres jóvenes cantando un tema pop, amatorio, entre risas. Los ánimos se cultivan y respaldan de diferentes maneras.
Simples intertítulos con fondo negro dividen la película en varios actos, acorde la escalada de la violencia policial del gobierno sordo y tozudo de Yanukóvich contra los miles de atrincherados en la Plaza de Kiev, que va convirtiéndose en una posición militar, en un Álamo, en un bastión de resistencia y supervivencia, donde la tribuna con audios y pantallas —aquí se han leído poemas patrióticos, los niños cantaron villancicos, han hablado representantes de la Iglesia ortodoxa ucraniana del Patriarcado de Kiev contra el gobierno— alterna con cocinas de leña improvisadas, que suministran alimentos a los manifestantes.
Los grupos más estáticos e inquietos de personas abrigadas hasta la deformación de sus anatomías reales son flanqueados por corrientes de suministros de alimento y de lucha. Se improvisan escudos, se arrancan adoquines y se quiebran contra el piso para convertirlos en guijarros y lanzarlos contra la policía que se acerca en formación en testudo o “tortuga”, al más puro estilo de las legiones romanas imperiales.
El clímax de Maidan es violento, sangriento, ardiente. Su epílogo es triste, con sabor a muerte. No se busca señalar la filiación ideológica de los fallecidos. Son vidas cobradas, sacrificios, amputaciones que se le hacen al gran cuerpo colectivo. Voluntades apagadas. Responsabilidades llevadas hasta sus últimas consecuencias. No han muerto “malos” ni “buenos”; han muerto personas. Ha muerto o la vida.
El documental registra un punto vital de la Historia, pero también resguarda para la posteridad los múltiples instantes neurálgicos de las microhistorias de muchas personas que fueron filmadas, que pueden ser vislumbradas en los planos. Así, pudiera asumirse como un ensayo contemplativo sobre la estrecha codependencia —comúnmente obliterada— entre la macrohistoria de sucesos y personalidades, y la historia fractal, plural, inconmensurable, compuesta por los millones de vidas que deciden unirse o rechazar causas, protestar o callar, salvarse o sacrificarse, participar o escapar. Ucrania, o cualquier nación, incluso Cuba, no es nadie, no se reduce a un sujeto o a una élite, sino a muchos, a todos, con todos y por el bien de todos.
Ver ‘Maidan’
Donbass (¿Dumbass?) o la ridiculez envenenada de la guerra
Los rojos y los blancos (Csillagosok, katonák, 1967), del húngaro Miklós Jancsó, aunque se realizara entonces como parte de las celebraciones por los cincuenta años de la Revolución de Octubre, es una película cuyo antibelicismo está dado por la representación de la guerra como una ciclicidad absurda, donde la destrucción del prójimo es el único objetivo. Sin espectacularidad, sin halos épicos, sin gloria. Jancsó sustrae también datos didácticos y destila la violencia esencial de las contiendas, el instinto destructor de la especie y la banalidad con que lo ejecuta, al borde de la irracionalidad, como un mero reflejo.
Loznitsa dialoga, a través de las décadas, con la cinta de Jancsó, y en Donbass propone un nuevo limbo bélico, aturdido, atragantado con sus mismos desastres, caótico, absurdo —casi surreal— y de una ridiculez envenenada. Esta conflictiva región oriental de Ucrania, actualmente independizada bajo la protección rusa a las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk —unos de los pretextos iniciales para invadir— se revela como un circo letal donde los trapecistas saltan al vacío sin redes protectoras, los payasos se mutilan los brazos, piernas y narices entre risas que hacen estallar los dientes en carcajadas sanguinolentas.
El realizador estructura una narrativa coral, fragmentada, donde las historias no comienzan ni terminan, sino que se esparcen sobre el relato como los despojos desperdigados por una explosión, que no van a ninguna parte y no parecen venir de ningún lado. Solo caen aleatoriamente.
La guerra autofagocitada. La guerra sitiada por sí misma. La guerra como ley y norma. La guerra trinitaria que es madre, hija y espíritu de sí misma. La guerra descarrilada de las cadenas de causas y efectos. La guerra como un descoyuntamiento de la realidad, que genera nuevas y aberrantes realidades. La guerra como un estado abstracto al que ya nadie parece buscarle sentidos históricos, sociales, políticos, lógicos, sino (sobre)vivirla en la mejor armonía posible.
Los personajes de Donbass parecen dedicarse a levitar en medio de una atmósfera densa como el alquitrán, insegura como una marisma. La banda sonora son las bombas que caen sorpresivas y estallan como por equivocación, sin combate declarado, como si se escaparan de sus silos por traviesa y propia voluntad, o un niño pequeño jugara con las palancas y botones indebidos ante el descuido de sus padres. La cinta discursa también sobre la atrofia y el hastío como tautologías cotidianas.
En la pantalla desfila un carnaval de tropas irregulares, una cohorte de los milagros, una mascarada perenne de abrigos camuflajes, ametralladoras, de omnipresentes y casi estatuarios combatientes siempre sedientos de cigarrillos.
La anormalidad normada, la excepción naturalizada. La situación se justifica solo con mantras difusos, donde prima el término fascista, aplicado unívocamente a todos los ucranianos nacionalistas por parte de los independentistas pro rusos, cuyas fuerzas se hacen con todo lo que ven para financiar su lucha y a ellos mismos. Todo es botín. Todo es incautación coyuntural. Todo es contribución del pueblo a la causa, aunque no quieran entregarlo de buena gana. Cualquier método para sostener la guerra es válido, incluyendo el secuestro de personas con potenciales fortunas, por quienes se puedan solicitar pingües rescates.
El odio es la moneda de cambio en este mundo sórdido que articula Loznitsa, es el aire que se respira. El odio también se naturaliza, o sencillamente siempre ha sido la naturaleza real de la especie, mientras que las virtudes solo son meras molestias, exoesqueletos restrictivos que impiden la bella floración del odio al otro. La guerra licita la remoción de tal exoesqueleto moral y, más que la cárcel (como afirmaba Dostoievski) invoca la verdadera esencia humana.
Así es posible linchar a un combatiente pro ucraniano como escarmiento por luchar contra los separatistas, en plena calle, justo en una pacífica parada de autobús donde ha sido amarrado, a manera de picota pública. En él se ceba la multitud, lo humilla y apalea, se lanzan a matarlo como catarsis por las pérdidas que indistintamente les ha ocasionado el conflicto, sea responsable o no de las muertes que lloran los viandantes. El ojo por ojo como ley máxima de estas repúblicas populares.
En la película siempre es de día. Nunca atardece ni anochece, pero tampoco se ve el sol. Es un invierno mortecino, monótono, ocioso. Todas las historias parecen suceder en las mismas 24 horas, o en las 24 000 horas de una jornada infinita. Hasta las estaciones dejan de sucederse en el Donbass de Loznitsa. El invierno prevalece y abofa los cuerpos de tantos abrigos, y los soldados parecen muñecos torpes bamboleándose con sus armas. Más hinchados, más hieráticos y perezosos que en los espacios de Maidán. Parece que la gravedad en Donbass es mayor que en el resto del planeta y todos deben andar con paso tardo.
Esta guerra apocalíptica también ha generado sus propios morlocks, que deciden refugiarse bajo tierra en barracas comunales, insanas. Parecen esperar el fin definitivo que tampoco llega. Su propio inframundo en vida. Devorados sin masticar por la saturnina patria rusófila que se rebela contra Ucrania, en una revolución que parece haber muerto desde antes de estallar y siempre ha sido una inmensa hidra zombi, hambrienta, insaciable, que rumia lentamente a sus hijos engullidos —pero aún vivos—, prolongando así sus agonías.
Como texto abierto que es, la película ofrece la posibilidad de que las familias, los ancianos y los niños sepultados en los refugios cavernosos estén muertos, pero no tengan conciencia de ello y piensen aun que viven de tanto que temen perder sus vidas. El miedo como una fuerza superior a la muerte misma.
Quizás todos en Donbass estén muertos, no solo los habitantes subterráneos, sino también los soldados, los niños, los ciudadanos privilegiados, los gobernantes, los guardias de frontera, los activistas religiosos, el pueblo que lincha; y estén condenados a replicar ad infinitum los horrores de sus vidas en la impagable deuda que tienen todas las almas réprobas con el diablo.
Ver ‘Donbass’
© Imagen de portada: Fotograma de Donbass (2018), del realizador ucraniano Sergei Loznitsa.
‘Lucía’: Tres variaciones para una épica del mar
Antonio Enrique González Rojas
Patria es literalmente la “tierra de los padres”, siendo englobada por el concepto más actual —y a la vez más antiguo— de Matria, una tierra que es madre, y que generaría entonces a los padres.