Esta pudiera ser una lista del mejor cine cubano contemporáneo, sin apellidos ni especificaciones taxonómicas que huelan a segregación, margen, otredad. O sea: todo aquello que sigue refrendando el mito del ICAIC como dimensión primaria y protagónica del cine cubano, cuando ya apenas resulta un fantasma burocrático del proyecto fundado por artistas e intelectuales en marzo de 1959 (aunque ese fantasma mantiene bajo su manto ectoplásmico las plataformas clásicas de producción, distribución y exhibición, vetándole el acceso a casi todo el resto de las producciones).
Como fenómeno dinámico, el cine se refunda con cada búsqueda estética y discursiva, con cada interrogante, con cada disenso, ruptura y duda acerca de la norma y el arbitrio. Es en este campo operativamente calificado como cine independiente, justo al reverso de las agendas institucionales, y que solo responde a la visión personal de sus realizadores, donde suceden estos procesos alquímicos de destilación y sublimación artística.
Esta lista, motivada por un renacer de viejas polémicas sobre lo independiente en el cine cubano, intenta localizar jalones cardinales dentro de una compleja cartografía fílmica que abarca más décadas de las que normalmente se les dedican a las imágenes generadas por cámaras no institucionales. Tiene mucho de provocación, y mucho de llamado de atención sobre la necesidad de sistematizar, historiar y reivindicar este gran campo cultural.
1. Sed (Enrique “Kiki” Álvarez, 1991)
La ópera prima de Enrique Álvarez está datada en el mismo año en que La Habana (y Cuba por extensión) fue sede de los Juegos Panamericanos. En 1991, confluyeron la última gran alharaca triunfalista del gobierno y una de las películas cubanas de más íntima ruptura con la eternización del pretérito glorioso; un testimonio casi desconocido de la semi o mini perestroika suscitada en esa época de derrumbes.
El relato del mediometraje Sed transcurre en una estación de trenes abandonada, repleta de máquinas que, como el Cine y la Historia, solo tienen sentido en el movimiento, en el ir hacia alguna parte, en la transición. Mientras que los dos personajes (interpretados por Verónica López y Ricardo Vega) deambulan por un verdadero cementerio del movimiento: un mausoleo al despropósito que provoca la atrofia o aberración del destino manifiesto de unas máquinas fabricadas para desplazarse y desplazar a las personas.
En este espacio huérfano, segregado de la existencia, expulsado hacia los márgenes de la dialéctica, dos jóvenes esperan —la cinta aclara, al inicio, que es una variación de Esperando a Godot— sin saber qué. Ellos también son dos entes varados; quizás huyen del destino trazado para su generación, procreada y planificada para ser continuidad, extensión, réplica y perpetuación de sus progenitores. Mientras, que por ley natural, deberían ser agentes de la ruptura, la rebelión, el reemplazo y la renovación; en esencia: seres del y en el movimiento, como sucede con los propios trenes.
Sed se convierte en una indagación del agotamiento generacional prematuro cubano, en una alegoría del afán árido. De la fatiga y la indiferencia que genera un programa que te dicen que es tuyo, pero no lo sientes tuyo, no lo abrazas, no te apasiona, no te vale un pensamiento. Es una parábola de la descolocación y la no pertenencia cuando las opciones son únicas, innegociables e incuestionables. Quizás es un retrato mínimo de la infertilidad y el aborto sociopolíticos. Una foto de herederos renuentes, que intuyen su rol decisivo en la suerte de sus propias vidas, pero no concientizan su capacidad y derecho legítimos para tomar el control.
Pocos años después, el también mediometraje Madagascar (Fernando Pérez, 1994) coincidiría con el primer gran e insondable fondo que tocó la sociedad cubana en pleno Periodo Especial, y su protagonista fue otra joven perdida en sí misma, huyendo de lo que se esperaba de ella. El mismo año, la anciana protagónica de Reina y Rey (Julio García Espinosa) emprendería un viaje inmóvil en uno de los tantos cadáveres de trenes que se desmoronaban en otra (¿o en la misma de los extraviados de Enrique Álvarez?) necrópolis del movimiento atrofiado, esta vez sumida en una implosión generacional, repasando inercias y máscaras.
Sed, Enrique “Kiki” Álvarez (película):
2. Molina’s Culpa (Jorge Molina, 1992)
La ópera prima de Jorge Molina resulta, primero que todo, un nexo entre el cine cubano contemporáneo, posterior a la creación del ICAIC, y el derrocado, invisibilizado y desterrado cine cubano previo a 1958, definido por pautas genéricas y comerciales que emulaban a la Época de Oro del cine mexicano. Era el cine de Ramón Peón, Manuel Alonso y Juan Orol, cuyos pecados no acumulaban suficiente condena (ni siquiera el cine nazi lo ha merecido) para ser anulado de la historia. Era el cine de La serpiente roja, Tahimí la hija del pecador, Sandra la mujer de fuego, La renegada, Casta de robles y Siete muertes a plazo fijo. El cine del melodrama, las pasiones, los crímenes, las venganzas, las rumberas, el manierismo y el exceso.
Con su asesino serial, su prostituta libidinosa y su sexo casi explícito, Molina’s Culpa abraza (y se abrasa en) estos presupuestos y los desafía, así como desafía a todo el cine posterior del ICAIC. Casi igual que John Waters, que unas décadas antes dinamitaba por igual los fundamentos del cine industrial y del cine independiente estadounidense con su filmografía camp, colocándose en un tercer vértice.
Molina’s Culpa es el “enemigo común” que reconcilia antagonistas, que crea su propia facción y pone en crisis todo un sistema de representaciones: un entramado político (en su más amplio sentido) donde moros y cristianos reconocen “ciertos límites” marcados por convenciones sociales que engloban y condicionan la propia creación audiovisual.
Molina’s Culpa, y casi toda la obra posterior de su realizador, es un punto de contacto entre la voluntad creativa autoral más empecinada y los códigos y estereotipos pop más reconocibles; algo preconizado ya por Julio García Espinosa, quien apostaba por no descartar de plano el cine comercial y “de género”. A la vez, reivindica ese cine cubano independiente, casi olvidado, que en los años setenta filmó a prostitutas trans y se exhibió en festivales clandestinos, para luego desaparecer por completo en el fuego y el miedo.
La película se divorcia de la nitidez contextual cubana. Rompe con el pacto de representación “realista” que, tanto antes como después del 1ro. de enero de 1959, ha sido asumido en gran medida por los cines institucionales. Explicita lo normalmente intuido, sugerido o patinado “artísticamente”. Urde una fábula para adultos sobre la hipocresía, sobre el envilecimiento que provoca la autorrepresión, sobre las ideologías —aquí, específicamente, la religión cristiana, pero sirve para todas— como justificaciones o velos para la iniquidad, y no como factores efectivos de ennoblecimiento.
Molina’s Culpa refrenda y legitima en Cuba un cine incorrecto: provocador, majadero, voluptuoso, exhibicionista, onanista, pero sobre todo sincero; un cine que, como hicieron autores como el Marqués de Sade, emplea el erotismo como punta de lanza para hendir el tejido social hasta sus estratos más profundos. Siempre desde la furibunda (y virulenta) reafirmación de su yo más auténtico. La importancia de ser en medio de los “deber ser” tras los que se embozan la mayoría de los seres humanos.
Molina’s Culpa, Jorge Molina (película):
3. Video de familia (Humberto Padrón, 2001)
Concebida como un solo plano secuencia, con muy pocos cortes que no afectan la sensación orgánica de filmación en “tiempo real”, y totalmente localizada en interiores, Video de familia puede pensarse como un inintencionado precedente de la espectacular y ambiciosa El arca rusa (Alexandr Sokúrov, 2002), estrenada a solo un año de distancia.
También en cuestiones conceptuales, esta mínima e intimista “arca cubana” dialoga con la película europea. Mientras que Sokúrov indaga la historia pre-comunista de su pantagruélica nación, sala tras sala del Museo del Hermitage de San Petersburgo, Humberto Padrón analiza, disecciona y revisa la microhistoria contemporánea cubana centrándose en su célula básica o núcleo esencial: la familia, desplazándose habitación tras habitación de un hogar típico, y sentimiento tras sentimiento, problema tras problema, confesión tras confesión.
Padrón se toma la licencia de la ficción libre, pues no hay anales que consultar, ni “hechos reales” registrados en detalle, en cuyos registros basarse. No se trata de batallas, coronaciones, abdicaciones, golpes de estado, rebeliones ni revoluciones debidamente anotadas. Pero los conflictos que se despliegan ante la cámara, por el simple hecho de que no aparezcan en los libros de historia, no son menos dolorosos.
Video de familia es una radiografia nacional; traspasa la piel macrohistórica para localizar y alegorizar los millones de dramas y rupturas provocadas en la familia cubana por la radicalidad ideológica preconizada desde 1959, que provocó una rejerarquización de los valores y afectos. La hidra Revolución-Nación-Patria-Estado como máxima fidelidad y prioridad. La familia como valor subordinado y muchas veces como obstáculo, disidencia y traición.
La película está filmada con una cámara de video casero: una estética aficionada que la relaciona con el falso-tráiler Clase Z Tropical (Miguel Coyula, 2000), de pura estética trash. Es una gran cámara subjetiva, pues esta operada por el personaje diegético de Ernesto (Ever Álvarez), que termina poniéndose frente al lente.
La homosexualidad velada de Ernesto, así como la del hijo emigrante en los Estados Unidos, a quien se destina la grabación —Raulito, interpretado por el propio Padrón en las fotos mostradas en la introducción y el epílogo de la película— de su familia residente en Cuba, convierte el fuera de campo en que se mantienen ambos caracteres, en una alegoría de las otredades proscritas por el canon del Hombre Nuevo revolucionario: la pureza patriarcal, falocéntrica y heteronormativa. Con los hombres y para el bien de todos los hombres.
De un juego de autorrepresentaciones amables frente a la cámara, la grabación deviene en catártica avalancha de confesiones y exorcismos familiares, donde Padrón hace triunfar el amor filial por encima de las bardas ideológicas y las fidelidades estatales. A favor del entendimiento en la diferencia, y de la independencia que reclama la progenie respecto al autoritario padre-Estado Cristóbal (interpretado por Enrique Molina), quien busca, anti dialécticamente, perpetuar sus credos en ellos.
Video de familia, Humberto Padrón (película):
4. Utopía (Arturo Infante, 2004)
“Instruir puede cualquiera…” y hasta cualquiera puede ser instruido: tal pudiera haber funcionado como epígrafe prologar de este cortometraje consagratorio de Arturo Infante, donde la utopía despliega una danza casi macabra con la distopía. Se intercambian máscaras y ropajes. El príncipe se vuelve mendigo y viceversa.
Así como la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley describe una sociedad que alcanza un estado ideal, sin guerras ni pobreza, a costa de la eliminación de las emociones, el sentido de privacidad y la maternidad fisiológica, la Utopía de Infante revela el costo del paradigma educativo moderno al cual apuestan los apologetas del socialismo como método reformador y enaltecedor de las nuevas generaciones, como garante de un futuro gestado por seres luminosos, sapientes y nobles.
Todo lo contrario a ese futuro es lo que propone esta acre fábula coral, articulada según los momentos dramáticos de la ópera y protagonizada por monos y monas vestidos de seda. Una Cuba alterna —¿futurista o ucrónica?: a opción del consumidor— donde, entre los temas de discusión del dominó barriotero, está la pertinencia o no del barroco latinoamericano; donde las manicuras de cuarterías discuten acaloradamente la autoría y los registros vocales de La Traviata; y donde en las escuelas especiales se reciben a los visitantes con recitaciones del poema “El Golem”, de Jorge Luis Borges, además de impartirse clases avanzadas de Latín.
En su satírica elucubración fílmica (¿especulación, profecía, vaticinio?), Arturo Infante propone una nación que, como resultado de una indiscutiblemente efectiva política educativa oficial, termina convertida en un fantoche grotesco. La ciudadanía reestructura sus niveles gnoseológicos, pero estos no les hacen alcanzar estados morales y sociales de cívica armonía. Los sapientes marginales no se libran de la “conciencia de clase”, de la atrofia civilizatoria en que se han sumido tras generaciones y generaciones de jerarquizaciones desiguales.
A la vez, Infante ironiza sobre las propias nociones costumbristas y kitsch de lo cubano, de la cubanía y de lo popular, así como con esa bondad y nobleza intrínsecas que se les sobrentienden al proletariado. Satiriza y parodia desde una comedia lo suficientemente negra y molesta como para derribar cualquier pátina homogeneizadora y benevolente, que a la larga delata un paternalismo desconocedor de singularidades y en favor de una masa generalizada.
Tras la máscara idealizada del “pueblo más culto del mundo” —denominación que presupone, erróneamente, un mejoramiento humanista y moral en los beneficiados con la instrucción erudita— se revela el mismo perro con diferente collar. Listo para saltar y morder, debajo de la ligera epidermis social de lustre culterano. La utopía se revela fútil, como errados son los métodos desesperados que se implementan para alcanzarla en el tiempo de una vida.
Utopía, Arturo Infante (película):
5. The Illusion (Susana Barriga, 2008)
The Illusion es un ensayo sobre el azoro, la confusión y el abismo. Es una crónica de sensaciones, expectaciones y decepciones. Es un autorretrato en progreso de la disolución del ser en la nada, del ser en la ausencia. Encuentro que se torna desencuentro. Hallazgo que transmuta en pérdida. Certeza que se degrada en incertidumbre. Expectación devenida naufragio.
La autora decide registrar en cámara el reencuentro londinense con el padre emigrado en su infancia, por desavenencias irreconciliables con el sistema político de Cuba. Estas cuitas no se precisan, solo se intuyen en la secuela dolorosa que aún supura en el hombre, luego de 14 años de exilio.
Susana Barriga permanece todo el tiempo fuera de campo. Mientras va al encuentro de su padre, el entorno filmado permanece casi siempre fuera de foco, con las torsiones bruscas que hace una mirada impaciente, incapaz de concentrarse, mientras aguarda porque suceda algo largo tiempo esperado pero igualmente terrible, incluso como posibilidad. El lente se centra en los detalles nimios y ajenos a los que la mente enturbiada tiende a aferrarse como zonas de mitigación, de estabilidad, no afectadas por las tormentas personales.
A la vez, la difuminación (por desenfoque y desencuadre) casi onírica o febril de los espacios, sujetos, objetos y sucesos, pudiera remitir al estado de extrañamiento aturdido en que la autora se ve inmersa. Es una suerte de desdoblamiento, de distanciamiento de sí misma.
El encuentro y el diálogo casi inaudito que sostiene con el padre, es registrado (como confesa la propia directora-protagonista en off) sin el permiso de este, lo cual puede situar a la película en una encrucijada ética, que pudiera resolverse asumiendo que la joven (de entonces 26 años) filmó una pesadilla, una alucinación donde el reencuentro con el padre perdido es solo una fata morgana.
Todo queda en entredicho aquí. The Illusion pertenece a la dimensión de lo irresoluto. Narra un episodio que transita por lo ilusionado, por lo ilusorio, y se precipita en lo alucinante.
El padre no decide nada aquí. No es un personaje de carne y hueso. Susana Barriga parece asumirlo y filmarlo como si fuera su anhelo y su desconcierto. Su esperanza y su nada. Su hallazgo y su pérdida. El padre es un fantasma de las felicidades pasadas, que se materializa unos momentos para atormentarla y confundirla.
El padre es una cicatriz. Es un ser del rencor, la paranoia y el dolor provocados por lo que sea que le infligieron en Cuba (jura que solo regresará cuando desaparezca el sistema político actual). Duda de la muerte de su otra hija (la cual le confirma Susana) y de la identidad y las intenciones de esta hija que lo encuentra y que lo acerca los miedos que dejó atrás, convirtiendo el pasado en un presente y una presencia pavorosos.
El padre es un ser ya solo posible en el miedo. Susana se revela ya solo posible en la ilusión. Son, ambos, sombras expelidas por la Isla más allá del mar, a la esfera de las estrellas fijas.
6. Uvero (Arian Pernas, 2011)
En cada plano, movimiento y efecto de este primer “documental animado” cubano —ateniéndome a la definición popularizada a partir de la película Vals con Bashir (Ari Folman, 2008)—, la nostalgia impulsa a los realizadores a re-crear la mística bucólica de un lugar de ensueño, un lugar no conquistado por el ser humano sino orgánicamente imbricado con este: los palafitos y muelles rústicos son un factor ambiental más en la sinfonía natural de estos “baños” ubicados en la costa norte villareña.
El Premio a la Mejor Animación en la Oncena Muestra Joven ICAIC, también lo convirtió en precedente aleccionador para las concepciones prejuiciosas que aún prevalecen en Cuba sobre el lenguaje animado.
Uvero se sumerge en una marisma de recuerdos felices, de una época beatificada por el tiempo pasado que siempre fue mejor. Más que dialogar con la memoria, con los testigos, los jóvenes creadores articulan —desde la contemplativa y melancólica añoranza— un viaje al pretérito no vivido, fosilizado en las añosas ruinas del lugar y las risueñas fotografías deterioradas hasta lo fantasmagórico.
Los muy básicos recursos CGI —empleados para resucitar el rústico caserío— no ameritan muchos lauros, teniendo en cuenta el espectacular desarrollo de este apartado en el mundo, y las dignidades conseguidas en la propia Cuba —por ejemplo: La muerte del hombre justo. Capítulo 4 (Adrián Replansky, 2010) e Invertebrados (El Muke, 2010), ambos muy superiores técnicamente—; pero la exquisitez visual, dígase la simulación realista o la verosimilitud diegética, no es lo que busca Arian Pernas. Una vez más: no es cuestión de imitar la realidad, sino de generar un espacio único de dinámicas simbólicas.
Uvero consigue, entonces, trascender sus evidentes deficiencias desde una voluntad poética que demarca su atipicidad respecto al documental cubano convencional, depositando en las imágenes históricas, las reconstrucciones virtuales y la fotografía, toda la capacidad de comunicar sentido. Delata una narración casi errabunda, una primera persona subjetiva que fisgonea en las aguas, piedras, maderos y fotos pasadas, reconjugando en su mente los elementos disgregados, naturales y artificiales. La expresividad lírica se aleja de toda consabida “objetividad” expositiva o descriptiva, sin abandonar el rigor en la reconstrucción de las arquitecturas locales.
Con esta perspectiva emotiva, casi sentimental, Pernas busca la complicidad del espectador: involucrarlo en la melancólica reminiscencia que es Uvero y echar a vagar entre rústicos muelles, portales y anónimos navegantes estivales. También busca validar, para Cuba, las posibilidades de la animación como técnica accesoria en obras de no-ficción, algo ya harto empleado en infinitos audiovisuales de los Discovery, History y Geografic Channels (carentes, no obstante, en su gran mayoría, de los primados propósitos poéticos que guiaron al realizador).
7. Lavando calzoncillos (Víctor Alfonso, 2012)
Lavando calzoncillos resulta una suerte de antípoda de los emancipatorios alegatos femeninos que fueron —para la Cuba de 1968 y 1979, respectivamente— las cintas Lucía (sobre todo su tercera historia), de Humberto Solás, y Retrato de Teresa, obra cumbre de Pastor Vega.
Desmarcándose de sus más habituales coordenadas humorísticas, Víctor dirige sus miras creativas hacia la brega de una mujer común, en plena “crisis de la mediana edad”, sumida en las rutinarias labores domésticas durante la ausencia laboral del esposo y la ausencia escolar del hijo.
Desde un ángulo intimista, la narración descansa en un monólogo interior orgánicamente interpretado por la actriz Olivia Manrufo, para concomitar —allende distancias temporales y espaciales— con la inglesa señora Dalloway de la novela homónima de Virginia Woolf, con el ama de casa de la tragicómica pieza teatral italiana Una mujer sola, de Darío Fo, e incluso con la nostálgica anciana del corto cubano 20 años (Bárbaro Joel Ortíz, 2009): mujeres relegadas al hogar y (auto)sometidas, por los convencionalismos sociales sexistas, a un monótono ritual de aniquilación de sus albedríos y potenciales talentos, contra el cual solo atinan a rebelarse en sus mentes, pletóricas de espacio para explayar catárticas cavilaciones, ensueños, especulaciones y todo tipo de fugas secretas.
Con menos de diez minutos de duración, nada hay de apresurado o superficial en el desarrollo de los actos y la psicología del personaje, nueva y madura encarnación del looser o perdedor, arquetipo recurrente en la obra de Vito. La mujer de marras experimenta la única rebelión que le permiten sus mediocres entendederas: para colorear su monógama y frígida grisura, para tener algo externo contra lo que lanzar dardos, convierte a su esposo en ilusorio Casanova; insinúa una lastimosa escena de celos y hasta se permite “vacilar” a un pepillo para tibiar sus hormonas adormecidas. Ni siquiera se atreve a cometer una real infidelidad.
La muy agria y muy cubana señora Dalloway de Vito no tiene voz más que para sí misma. Carece de la más mínima conciencia de su infelicidad. Se ahogaría como pez fuera del agua si la extraen de la redundante existencia para cuya recreación bastan diez minutos. Ahí reside la tragedia más terrible de esta mujer inconscientemente resignada, que hubiera hecho las delicias de Edmundo Desnoes en plena escritura sesentera de su novela Memorias del subdesarrollo: la fémina subdesarrollada, presencia aún pertinaz en estas épocas post-Lucía y post-Teresa.
Lavando calzoncillos, Víctor Alfonso (película):
8. Psique (Miguel Coyula, 2015)
Con su cortometraje Psique, Miguel Coyula erige un sencillo, íntimo, orgánico homenaje a la palabra y a sus artífices. A diferencia del gran apego a la visualidad que define grosso modo la creación ficcional del director, esta propuesta se desplaza hacia un eje oral: la narración del segmento inicial del mito greco-latino de Eros (Cupido) y Psique.
El montaje trepidante de las piezas previas de Coyula cede paso a una fotografía tan sencilla como puede serlo un único plano secuencia, determinado por un zoom in muy sutil, que durante todo el metraje va aproximándonos, casi imperceptiblemente, la figura del profesor italiano Franco Avicolli.
A salvo de estereotipados y prejuiciosos puritanismos de sesgo tradicional-nacionalista, Coyula se limita a subtitular en español la historia, desarrollada en la lengua autóctona del narrador. En lo absoluto retrocede ante la ilusoria barrera de un idioma foráneo, pues le interesa y seduce —¿más que la propia anécdota? No extrañarnos— el tono, las modulaciones, la musicalidad del acto de contar, la mística de los sonidos modulados…
Este narrador omnisciente, corporeizado como nunca, se ubica en un contexto todo lo a-escenográfico, a-dimensional y a-temporal que pueda sugerir el negro absoluto como ausencia, no solo de color, sino de espacio: la verdadera quintaescencia de la nada. Es una zona ideal para la interpretación íntima de lo contado, un lienzo de absoluta virginidad donde el receptor puede prefigurar a su antojo las imágenes sugeridas por la palabra.
Iguales propósitos cumplirían quizás las tenebrosas noches de antaño, donde el universo se reducía a un contador de historias junto a una lumbre débil, y a la fértil imaginación de los testigos de su palabra. Con esta sustracción definitivamente absoluta, Psique termina desafiando la integridad de las propias nociones de lo intra y lo extradiagético.
Miguel Coyula, como un espectador más, acunado por la voz cálida y calma de Avicolli —sin pretensiones histriónicas, grandilocuentes ni ególatras, pues está consciente de su rol como narrador, nunca como protagonista, aunque su efigie sea la imagen prevaleciente en el corto—, se abroga el derecho de desplegar, en esta absoluta nada, sus muy personales interpretaciones de lo narrado; pero con la suficiente discreción como para no negarle al resto de los receptores la posibilidad de construir sus propias imágenes de la historia.
La negrura alrededor de Avicolli se va plagando de fantasmagorías fugaces, mundos frágiles (¿“La Anunciación”, de Antonia Eiriz?); escenas furtivas, ambiguas; acontecimientos consumados (o no) y entidades convocadas (o no) en las difusas regiones que se ubican en la tierra de nadie entre la Vigilia y el Sueño. La única huella que dejan tras de sí es la incertidumbre: si sucedieron “realmente” o si son fruto de la sugestión íntima de cada espectador. Sigue (pre)dominando el misterio.
9. El hijo del sueño (Alejandro Alonso, 2016)
La película de 16 mm con que fue grabado, proveyó a El hijo del sueño del preciso empaque formal: aquel que le permite ser expresión exacta de la remembranza, la elucubración, la curiosidad atávica, el desbrozo del olvido y del misterio íntimo que ha alcanzado proporciones míticas en el contexto familiar del realizador.
El encuadre reducido y la blanquinegra y velada película susceptible a manchas y rayones, coadyuvó a estructurar una atmósfera enrarecida para este relato de nítido corte documental. Una atmósfera tan difusa como la imagen que tiene Alejandro de su nunca conocido tío Julio César Alonso (1958-1995), emigrado en 1980 hacia los Estados Unidos, en tiempos de intolerancia oficializada a los homosexuales.
Muerto y muy probablemente cremado lejos de su familia, las postales que remitió a su madre y a su hermano Luis Gustavo (padre del realizador), desde distintas residencias en la geografía estadounidense, son el único testimonio de su vida, los únicos retazos de una personalidad que, para el vástago curioso, emerge brumosa entre el olvido y las versiones familiares, nunca exentas de las variaciones que modulan leyendas o mitos.
El realizador evita, sin embargo, emprender una búsqueda detectivesca. Las intervenciones directas de los involucrados quizás contribuyan a clarificar las lagunas, pero la consecuente multiplicación de protagonismos contaminaría la esencia de la impresión personal, dejando en desventaja el protagonismo impoluto de la imagen del tío, esculpida en la intimidad del narrador-sujeto lírico que es Alejandro.
Alonso prefiere revelar(nos), con misteriosas imágenes, la relación que durante toda su vida ha establecido con su ignoto pariente, cuya voz prevalece constantemente en la forma de intertítulos donde son replicados los breves mensajes de las tarjetas y sus varios remitentes. Como un puzzle, tales textos-testimonios engarzan en El hijo del sueño con imágenes dispersas, esquivas, que parecen pertenecer a un tiempo mítico, mágico. Estratos de una dimensión poética al borde de la existencia material.
El tiempo lineal no vale aquí. El rasero es la poesía y la emoción. Entendida como un plano mental, muy íntimo, la obra es la plataforma donde el realizador dialoga con su antepasado sin mediaciones contextuales. Donde busca recrearlo, resucitarlo a base de emociones, develarlo entre las brumas del misterio. Y, a la vez, ejecutar en sí mismo una suerte de purificación ritual a través de la autocomprensión que significa el descubrimiento de esta arista genealógica que es su tío Julio César.
El hijo del sueño, Alejandro Alonso (película):
(contraseña: hijo17)
10. Diario de la niebla (Rafael Ramírez, 2016)
Confesamente inspirado en el enigmático e inquietante relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges, el cortometraje Diario de la niebla propone un puzzle igualmente fragmentado y brumoso, donde confluyen el puro horror filo-lovecraftiano, el suspense, el cine silente, el falso documental de tipo found footage, la fílmica soviética y el audiovisual experimental de autores revivalistas como Guy Maddin, la ciencia ficción post-apocalíptica, la ucronía y hasta el espionaje.
El protagonista, de identidad ignota hasta para él mismo (padece una suerte de amnesia postraumática), filma retazos de una realidad alucinante y decadente; una realidad que le es ajena, sobre todo por su claro estatus de extranjero, de recién llegado o recién “aterrizado”, como él mismo revela. Su lente escudriña los recovecos de una civilización astrosa, atrincherada en la ciudad de Dzershinski, bajo el sitio de una niebla que desde hace media docena de siglos engulle toda forma de vida. Una ciudad poblada por seres casi tan fantasmagóricos como el propio enemigo al que resisten con métodos bizarros.
Rafael Ramírez marca el enrarecimiento extremo de su relato fílmico con una fotografía blanquinegra, azarosa, “sucia”, desenfocada a posta. La ciudad y sus alrededores se presentan como un mundo sin sol, grisáceo, sempiternamente penumbroso, opresivo. Tan asfixiante como el propio estado mental del protagonista-sujeto lírico, quien prioriza los primeros planos, los big close-ups inquisitivos, transgresores y casi clandestinos a individuos, documentos y objetos, en pos de arrojar cierta luz sobre las dinámicas de unas vidas en eterna resistencia.
La propia confusión y el azoro del protagonista encuentran idóneo eco en estas imágenes torcidas, verdaderos efluvios del delirio, emanaciones alucinógenas, frutos del desdoblamiento de la mente en una realidad alterna, virtual.
La naturaleza fragmentaria y confusa del relato y su diégesis, es igualmente enfatizada de manera orgánica con un montaje irregularmente violento, cuyo ritmo caprichoso, más que a la inexperticia del investigador circunstancial (común en el found footage), remite una vez más al extravío frenético de un ente trasvasado bruscamente a un estado anómalo de la existencia. La narración, no obstante, avanza con una agilidad óptima hacia el clímax de puro terror, donde irrumpe una banda sonora estentórea que parece haber estado agazapada durante todo el metraje, aguardando, disimulada entre sombras y fantasmas. Ahora bien, la anécdota de base de Diario de la niebla viene a constituir una mera brizna de un hilo de Ariadna que, en forma de discretos signos esparcidos durante todo el relato, nos invita a remontarnos del núcleo inicial hacia laberínticas esferas más amplias. La historia de marras es apenas una escaramuza tangencial, una subtrama filtrada que sugiere una cosmogonía infinita, donde la Bahamut Limited Corporation y el Dr. James Cracker Fishbourne —mencionados como los dueños y editores del material— pulsan hilos y mundos otros.
Diario de la niebla, Rafael Ramírez (película):
10 películas para temer al miedo
Antonio Enrique González Rojas
El miedo es una constante en todas las artes, pero en cuestiones de taxonomías fílmicas pop, es comúnmente reducido al susto, al horror y al terror. El espectro de esta omnipresente fuerza, suprasocial y suprahumana, se limita al temor a lo desconocido, a lo anormal o distinto, a lo agresivo. Esta lista va más allá.