De Chet Baker y de mi padre



Hay días como este sábado nublado, lluvioso, que me levanto con los recuerdos a flor de piel, la memoria totalmente activada. Aquí hay una lógica musical que no da una nota en falso, que funciona con un tempo, un compás casi perfecto. 

Un sonido me lleva al otro; la emoción al recuerdo; el recuerdo me regresa a la emoción y al intento de ponerla en palabras. Aunque no lo logre, busco atrapar ese instante noble y gracioso que decía alguien. Y entre la mayoría de mis días intrascendentes y vacíos de significado, agradezco estos días.

Dos fotos: una, el trompetista norteamericano Chet Baker; otra: mi padre. Dentro del jazz, Chet fue una especie de ángel maldito, un autodidacta de “oído absoluto” y memoria perfecta; un fenómeno extraño por la amplia línea musical en que se movió hasta encontrar su estilo definitivo. 

Pese a sus limitaciones como instrumentista y a su pobre capacidad para leer partituras, experimentó con todos los estilos e hizo más de 200 grabaciones en sus casi cuatro décadas de carrera musical. Algunas de ellas con los músicos más importantes de su época —y de todas la épocas del jazz, me atrevo a agregar—. Otras, presentaciones en vivo, fragmentos y pedazos musicales mal terminados que por su constante necesidad de dinero vendía a cualquiera. 

Siendo ya una figura absoluta de la escena jazzística europea, se le vio, con su sombrero en el piso, tocando en las calles de Roma. 

De niñez complicada, hijo de un músico alcohólico y de una madre melómana, Chet comenzó bien joven con el bebop neoyorkino, estilo de frases rápidas y sincopadas, ritmos entrecortados y caóticos. 

Pronto, encontró su ambiente natural de expresión dentro del West Coast jazz, forma de hacer aún cerca de las armonías del bebop, pero con un sentido diferente del swing, del ritmo y la melodía. En esos ritmos cool, en esos arreglos suaves y calmos, encubrió, tal vez, su frenetismo como ser humano. 

En sus presentaciones, a veces cantaba más que tocaba. Su estilo de vocalizar era sencillo, natural y cálido. Su tono, íntimo, sobrio y contenido. 

Admirado, adorado por algunos; cuestionado, casi odiado por otros, Chet tuvo veleidades, pasiones prohibidas y tumultuosas que no quiso o no pudo controlar y que muchas veces arrastraron su carrera musical a un abismo: drogas, mujeres y automóviles de lujo. 

Ganó mucho dinero con su música, pero las deudas siempre fueron una gigantesca e inescalable montaña. Carismático, era exquisito y seductor cuando quería, pero —dice un amigo—, la necesidad de dinero para el consumo de drogas lo convertían en un ser mezquino y sin escrúpulos. Por esta adicción, y las deudas, llegó a perder la dentadura en una golpiza que le dieron; suceso que no dejó de aprovechar para su mitología personal.

Chet Baker fue un hombre dionisíaco que se escondió tras el rostro de un hermoso ángel; un rostro que también el cine de la época quiso aprovechar. En 1955 protagonizó una película: Hell’s Horizon. Un poco despectivamente lo apodaron el James Dean del jazz. Con ese rostro conquistó escenarios musicales y sedujo a las tantísimas mujeres de su vida. 

Al final, de tantas arrugas, la piel de su cara parecía un viejo y gastado pergamino, pero el poder seductor de su voz y su trompeta se mantenía intacto. Dejó una autobiografía cuyo título resume su vida: Como si tuviera alas. Las memorias perdidas

Han pasado treinta años y aún se especula con las causas de su muerte. En su momento, la prensa habló de mujeres, de accidente, de sobredosis de alcohol, de drogas y ajuste de cuentas con sus proveedores. Lo cierto es que cayó, lo empujaron, o solo quiso volar desde el segundo piso del hotel Prins Hendrick en Ámsterdam. 

Ahí, en una mañana nublada, en una acera cualquiera, terminó estrellando su talento y su cráneo. Lo encontraron en posición fetal con medio rostro destrozado. Otras versiones hablan de una trompeta entre sus manos. 

Lo real es que en su habitación la policía encontró las famosas dosis de speedballmezcla de heroína y cocaína. En las últimas grabaciones recogidas en el documental Let’s Get Lostsolo vemos a un anciano casi decrépito. Tenía solo 58 años.



Mi padre, todo lo contrario de Chet: un ser apolíneo con una sonrisa perenne en su rostro y en sus ojos tan azules. No recuerdo haberlo visto nunca enojado o disgustado. Mucho menos, melancólico o deprimido. Palabras y emociones como tristeza, depresión existencial, no existían en su horizonte cotidiano y vital, en su vocabulario o área de comprensión. 

Él me lo decía: “duermo como un niño. Cuando pongo la cabeza en la almohada nada me perturba”. Y yo, que siempre he padecido de insomnio, pensaba: bendito sueño. 

Así vivía mi padre, con el ingenuo individualismo de los dioses. En lo más duro del Período Especial, en la librería Cuba Científica de La Habana, lo vi gastarse trescientos pesos en una gramática japonesa. A los más humanos eso nos parece egoísta, y tal vez lo sea.

Como tantos artistas, intelectuales y científicos de la Cuba en Revolución, mi padre, que tenía su “expediente” ya desde los muy tempranos 60, fue defenestrado por la onda expansiva que va desde los aciagos 70 hasta los 80.

El hecho ocurrió en el Centro de Investigaciones Pesqueras (CIP), cuando, en el normal intercambio entre científicos de variadas latitudes, envió fuera de Cuba un artículo publicado en la revista Mar y Pesca

De hecho, fue más sencillo: al igual que otras veces y previa consulta con la dirección del CIP, arrancó dos páginas de esa publicación y se las envió a un colega en Estados Unidos. 

De inmediato —y aliado a la envidia “compañeril” que nunca falta— emergió, desde el pasado, el antiguo y oscuro expediente de sospecha y suspicacia: literalmente fue acusado de “entregar información al enemigo”, con el correspondiente vacío social, laboral y académico a su alrededor que esto significaba.  

A pesar de esto, y de todo —y de todos— publicó más de 90 artículos y trabajos en revistas y boletines científicos de Cuba, el Caribe, México y Estados Unidos. Dejó, además, tres libros revisados y pendientes de publicación en la Editorial Científico-Técnica. 

Con el importe de estas páginas llenas de ecuaciones matemáticas aplicadas a corrientes y mareas, procesos de erosión, sedimentación y contaminación de playas y costas, deltas, estuarios y bahías —y con mucho esfuerzo personal— reparó la casa de su esposa en Matanzas. 

En 1981, “finalizado” el Quinquenio Gris y por esas extrañas vueltas del destino, retornó al pueblo y antiguo balneario San Miguel de los Baños, en Matanzas, donde vivía la familia de su segunda esposa, y donde él mismo había vacacionado, con la suya, en los ya lejanos años 50. 

De este modo pasó del “mundo silencioso” al ruidoso “mundo del azúcar”; lo que, además de generarle una leve sordera, fue, en algún misterioso sentido, un retorno a su “linaje azucarero”: su padre había sido el poeta matancero Agustín Acosta, autor de La zafra.

En Matanzas rehízo su vida laboral en el central Granma, a pocos kilómetros de San Miguel. Comenzó a trabajar como ingeniero principal, al frente de otros ¡14! ingenieros. 

Él lo resumía así: “en los años 50 —sin ingenieros— este pequeño central generaba un millón de pesos de ganancia en cada zafra. Hoy tiene 15 profesionales y un millón en pérdidas anuales, consecuencia de la frecuencia caótica —y déficits— en los mantenimientos de su maquinaria industrial. Esto no durará mucho más. En algún momento parará. Los metales se agotan”. 

En sus ratos libres se había dedicado a revisar series estadísticas del central, donde descubrió que en los 70 —después de la Zafra de los Diez Millones— las averías y roturas crecían de forma exponencial. Con las roturas y el tiempo de paro, consecuencia de una maquinaria sobrexplotada en dos años de continua molienda, los rendimientos azucareros decrecían en forma sostenida. 

Sin embargo, hubo algo más: aplicó sus conocimientos “marinos” y matemáticos al problema azucarero y descubrió que, por lo estrecho de la provincia de Matanzas, la maquinaria de sus centrales sufría un marcado proceso de corrosión y oxidación causado por el salitre que atraviesa el territorio al llegar los “frentes fríos” en la temporada invernal. 

Pidió autorización para ampliar esta línea de investigación, profundizar y sistematizar estos datos en la provincia; permiso que no le fue concedido. En una reunión con directivos del Ministerio del Azúcar —y la infaltable Seguridad del Estado—, casi se burlaron de él. 

Acostumbrado a la imbecilidad general, no le dio importancia; lo imagino esbozando su peculiar sonrisa irónica, despectiva. Poco tiempo después, al día siguiente de cumplir su edad de jubilación, dejó de trabajar. No alcanzó a vivir para verlo, pero sus predicciones se cumplieron. Hoy, en Cuba, apenas puede hablarse de zafra azucarera.

Al final, con una gracia típica del budismo zen —que amó— mi padre transformó toda aquella ciencia, aquellos cálculos, integrales y derivadas, en dibujo y armonías: en arte y artesanía para el sustento cotidiano. 

En los ratos libres que le dejaba su pequeño taller de carpintería y pintura, tocaba un fliscorno de oscuro bronceado, que, de joven, le había regalado su primo, el crítico y saxofonista Leonardo Acosta. Me gustaría creer que el innegable resentimiento volaba en las suaves notas que salían de ese instrumento viejo, manchado, y con alguna que otra abolladura.    

Cada vez que nos veíamos y en largas horas de conversación, me repetía su divisa principal: “atado, a nada”. Era su mantra. De tanto repetirlo, llegó a parecerme una nota falsa; más bien parecía la filosofía de un hombre que ha perdido mucho y ya no quiere, por temor, aferrarse a nada. Pero lo cierto es que con esa filosofía atesoró, o guardó, muy poco en vida. 

Entre esos pocos y preciados recuerdos estaba un dibujo, más bien caricatura, que hizo de Chet Baker y que el músico tuvo la deferencia de firmarle en un concierto. Mi padre se la había enviado a un amigo de la juventud de San Miguel de los Baños, que vivía en Estados Unidos. Y este, en una presentación del músico en Nueva York, le explicó que en Cuba, en La Habana, vivía un gran admirador de su música. 

Puedo imaginar a Chet, semiborracho o endrogado, como tantas veces en sus presentaciones. Posiblemente, ni entendió de qué se trataba; tal vez ni sabía bien dónde quedaba Cuba. Pero le gustó la caricatura de mi padre y con palabras agradecidas se la firmó. 

Meses después, mi padre la recibió de vuelta. A su muerte repentina, esa caricatura quedó perdida entre sus cosas; es una de las pérdidas que más me duele.  

Murió mi padre con la gracia con la que vivió: sin gravitar sobre nada, sobre nadie. En la mañana, caminaba por su San Miguel de los Baños de siempre. Repartía saludos y sonrisas. En la noche, preparaba clases de química y física en su computadora. 

De repente, ataque de un asma que desde joven lo fustigó; asma agravada, de año en año, por los restos y olores de la madera que cortaba en la pequeña sierra de su taller; inmediato paro respiratorio. 

Se levantó; caminó de una habitación a otra de la casa; ensayó, quiero creer, su mejor pasillo de tap —baile que amó y practicó desde joven—; buscó cobija en el seno de su esposa y murió en menos de tres minutos. 

Después de dos años sin visitarlo, lo vi por última vez, bien tarde en la noche, en un ataúd oscuro y feo.  

De muchacho, yo, más afecto a los sonidos potentes y estridentes del rock pesado, me burlaba de mi padre y de su gusto por Chet; de su gusto por esa voz aterciopelada y las notas reptantes de su trompeta. 

Él sonreía y me miraba como diciendo: ya crecerás. Hoy, a mis 53 años, y en la curva vital descendente, me gusta la música de Chet Baker, su sonido suave, su forma melancólica de interpretar y esa voz de ángel que parece arrastrarse por una vida que fue, a un tiempo, luz y fango. Una vida que, en su contradicción, Chet gozó al máximo. 

Hoy, en este sábado lluvioso, escucho el sonido triste y asordinado de su trompeta y la voz gangosa que dice: everything happens to me.

Hoy, reviso un álbum de fotos viejas y me acuerdo de mi padre y de su músico predilecto, el ángel con rostro de pergamino Chet Baker.




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En nosotros, Pablo

Claudia Muñiz

La soledad de la casa + los boleros + la amenaza de lluvia-Pablo es una ecuación demasiado difícil para resolver sola. Necesito compartirPostear.