CCPC IV, ¿cambia la censura?



Una nueva versión de CCPC recorre sitios irregulares de La Habana y Matanzas. Como ya es tradición, la compañía teatral El Portazo renueva la obra que inició en 2015, adaptándola a las veleidades de la época. Hoy disfrutamos “CCPC: la República Light, temporada IV”. 

La reforma es justa. Cuban Coffee by Portazo´s Cooperative (CCPC) es un espectáculo que necesita de realidad. Quizá envejezca bien, si se congela. Pero, ¿qué necesidad habría de quitarle su principal encanto, que es la interacción con lo inmediato? 

Con los renacimientos sucesivos, además, no solo se construye una tradición que aficione a casi todo el mundo, sino que se hará también una obra mayor. Al cabo de los años, esta servirá de registro de los conflictos de la época y de la perspectiva cambiante de su autor. 

El concepto de un Cabaret Político, por otra parte, pertenece bien a nuestras costumbres. No solo a las teatrales del bufo y el sainete, sino a aquellas existenciales que las inspiran: es la tradición de la lengua suelta (cuando no hay mucho miedo), de la irresponsabilidad y el bailoteo. 

El verdadero bufo cubano no consiste en hacer chistes políticos: consiste en entender todo conflicto político o tragedia social en código de carnaval. Así, CCPC mezcla las emociones que propone, dejando el sabor amargo de una fiesta. Solo lo salva de ella, allá en el fondo, el hecho de que se tiene conciencia de lo que se hace. 

A la censura se le evita con ambivalencias. Mucho contenido se escapa gracias a este conflicto expresivo, mucha oportunidad para decir cosas se aprovecha desde que empezó la tradición en Cuba. Para esta obra en específico, la clave está en las siglas que tergiversan o avanzan el viejo anuncio del partido comunista soviético: “CCCP”, ahora en transición hacia el capitalismo. 




Si se compara con el comienzo, allá por el 2015, las divergencias serán más evidentes. No solo en la inevitable referencia a los hechos de nuestro presente, sino en la perspectiva del autor, Pedro Franco: se mantienen los personajes, los dramas. Pero aquellos pequeños motivos de alegría o esperanza con respecto a la actualidad de Cuba, que es el tema de la obra, hoy son casi nulos. 

Hace diez años ocurría el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos. En la obra, y en la vida, la gente sentía que al final del túnel iba a haber una posibilidad de manejar la prosperidad propia, al menos en lo económico. En 2015, se pedía que el Poder permitiera el emprendimiento privado y se terminaba cantando “Para el nuevo año” con alguna confianza en el futuro.  

Paradójicamente, hoy se ha conseguido ese avance, con la autorización de pequeñas y medianas empresas, pero la desolación es masiva. En lugar de la prosperidad que esperábamos, encontramos que al final del túnel no se encuentra nada. Ni siquiera sabemos en qué parte del túnel estamos. 

De manera que, en la versión actual de la obra, persiste aquello que hacía de Cuba una desgracia y se atenúan las esperanzas que ponía el autor en un cambio. Quedan la confusión de valores, la pobreza, el éxodo… Y, a pesar de que también sigue la visión romántica de “lo cubano” y algún vestigio de la utopía de un proyecto de justicia social, la desilusión y la crítica empeoran. 

El discurso se hace más directo, al punto de que el propio autor sube al escenario para contar en décimas las agonías de una producción teatral y esclarecer su posición política afectada por el desconcierto: “sigo siendo Cuba Va –nos dice al principio– pero, ¿va para dónde?”. 

El personaje de la madre, que es el que mayor carga dramática ha tenido en todas las versiones de la obra, continúa lamentando la destrucción del país, sufriendo por la obsesión del héroe por escapar, por su soledad… Pero esta vez se atreve a más, se atreve a preguntarse dónde están los 18 mil millones de dólares que un reciente reporte del Nuevo Herald atribuye a la corporación GAESA, regida por los militares, y que deberían ser del pueblo. 

Al final de la obra, en 2018, las coristas bailaban leyendo el proyecto de Constitución, abriendo puerta a la esperanza. Hoy, ese plegable tiene la imagen de la Constitución por un lado y, por la otra, la de un pasaporte. Terminamos la obra con la sensación de que todos los que están encima del escenario, en algún momento, se irán de Cuba.  




Quizás para compensar la carga de tristeza de su contenido, CCPC cada vez se parece más a un show y menos a una obra dramática. No obstante, sigue inquietando con la palabra. Sigue dando gusto asistir a un espectáculo de rigor teatral que apele a nuestra conciencia. 

Son casi nulos los espacios físicos en que podemos expresarnos en colectivo e intercambiar reacciones, aunque sea mediante chiflidos y aplausos. Afuera, la ciudad parece animarse un poco en los alrededores de donde se presenta El Portazo. En el lugar de la representación, se recuerda la vida social que había hace unos años, antes de la pandemia y la rebelión ahogada del pueblo.  

La última puesta ocurrió, de hecho, en el medio de La Rampa, en un renovado Club 23, que desde hace un par de años renació también con el sello visible de la franquicia “Gorría” en su entrada. Según fuentes confiables, este emplazamiento privilegiado fue “otorgado” al hijo del obediente actor Jorge Perugorría: el baterista dueño de bares, Anthuan Perugorría. 

Acaso sea este, precisamente, el mayor enigma que nos trae CCPC en su nueva temporada: los espacios institucionales –las salas de teatro–, no están acogiendo la obra por alegados “problemas de infraestructura”. Sin embargo, en sitios privados como estos, donde el Poder se recicla con formas capitalistas, esta obra crítica es permitida. El atrevimiento verbal se celebra con tragos carísimos y glamour. 

Desde luego, los funcionarios censores no se han quedado dormidos. No se trata de presentaciones furtivas: El Portazo ha pasado por el mismo tamiz censurador que cualquier obra de teatro y cuenta con el apoyo institucional de siempre (incluso para que esta puesta en escena sea posible). Entonces, ¿por qué permiten que exista una obra así en esta nueva variante de economía privada coludida? 

En la Avenida del Puerto hay un nicho muy recomendable donde los humoristas ensayan también la audacia política en sucesivos stand-ups. También es un espacio controlado, como toda Cuba. 

Un podcast reciente de un medio alternativo ha mostrado a un Fernando Pérez auténticamente crítico y desilusionado de nuestra actualidad política. A pesar de que este medio, La Joven Cuba, dice ser independiente, no hay indicios de que sus gestores hayan sido castigados, ni interrogados (el tratamiento regular para los medios alternativos) por mantener ese espacio audiovisual anómalo.  




Aunque tengamos la impresión de que han drogado a los censores, sabemos que la vigilancia no se dopa: es lo único que mantiene viva la fiesta de la que se benefician ahora estos nuevos empresarios enchufados a la cúpula.  

Debemos preguntarnos entonces si estamos en presencia de señales de un cambio que opera en la censura. Un experimento, tal vez. Una avanzadilla intrépida, controlada, para tantear hasta dónde pueden permitirse ciertas palabras contrarias, esas palabras que parecen sin efecto en el capitalismo al cual aspiran. Un sistema que asimila su propia crítica, sería el paraíso para el Poder. ¿Será esa la nueva meta hoy en Cuba?






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Por Beatriz Magaloni & Alberto Diaz-Cayeros

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