No quiero ser cursi, pero Madrid no es nada sin ti

Ella dijo que no quería ser cursi y que Madrid no era nada sin mí. Yo quería escribir sobre Madrid desde antes de ir a Madrid, pero lo que en realidad quería no tenía que ver con escribir y sí con dejar de escribir para siempre, después de verla. Escribir sobre Madrid no es nada frente a lo que realmente significa Madrid. Lo imposible hecho realidad. Lo verdaderamente imposible hecho verdaderamente realidad. Porque vernos ella y yo sigue siendo (aunque haya dejado de serlo, porque logramos vernos en Madrid) imposible. Una imposibilidad que dejó de ser lezamiana para ser, como cualquier palabra, solo lo que significa.

Yo nunca había estado en una ciudad nueva durante tan poco tiempo. De esas cuarenta y ocho horas, dedicamos casi tres horas y más de doscientos euros a los exámenes respectivos del coronavirus. No nos hicieron los exámenes juntas y lo menciono por eso, porque ese tiempo que duraron los exámenes, también estuvimos separadas. Había frío en la acera donde esperé que la enfermera me llamara. Ella asomaba la cabeza a veces y yo pensaba: ella existe, asoma la cabeza, se cerciora de que sigo aquí.

El primer día, cuando llegué al aeropuerto, sola y entumecida después de nueve horas de viaje y una merienda pequeñita de pasta con champiñones, dije palabras en inglés que parecían fuera de revolución: sorry, thank you, excuse me, thank you. Tenía miedo de salir a la calle y no verla, aunque sabía que saldría a la calle y no la vería. Nos habíamos puesto de acuerdo para, dado el caso, encontrarnos afuera del aeropuerto y tomar un taxi juntas hacia la Gran Vía, donde habíamos reservado el hospedaje. Pero yo sabía que no iba a poder ser. Ni siquiera tenía Internet para escribirle y de todas formas me quedé esperando. Deseaba tanto que apareciera, que me tapara los ojos y me abrazara. Después de media hora viendo a la gente fumar y hablar en español normal, rico, como hace años no lo veía, le escribí a Marcela, desesperada:

—Dile que estoy aquí.

—Aquí dónde.

—En Madrid.

—Dame el número.

—(Le di el número).

—Ya.

—¿Te respondió?

—Dice que va directo al hospedaje.

—Yo cogí el taxi, nerviosa.

—Ella rió, con tilde.

—Me pondré un vestido.

—Mándame una foto sonriendo, esperándola en Madrid como una novia.

—Estoy fea.

—No te castigues más.

—Te adoro.

—Disfruta.

—Extraño a Cemí.

—Por favor, disfruta de la mujer que hay en ti. Alegra tu cuerpo. Es necesario. Quítate el tapaboca y muestra los dientes.

—En el taxi hay que ponerse tapaboca, pero lo haré.

—Me avisas cuando llegues, para decirle.

—Anjá

—Estás a punto de verla.

Yo estaba a punto de verla y no lo sabía. Pensaba que me daría tiempo a llegar y a echarme un poco de agua arriba y a ponerme un vestido cualquiera; creo que llevé un solo vestido, de lana y cuadros, qué horror.  La maleta estaba llena de cosas para ella: un disco externo, libros, regalitos bobos de cada uno de los meses que íbamos cumpliendo juntas. Igual que su maleta, llena de libros para mí. Pero no me dio tiempo a nada.

La puerta del edificio tenía unos botones que no entendí. Había que apretar un botón y hablar con alguien. Un mecanismo distinto a las puertas de Miami. Todo era distinto. Todo era bello. El número cincuenta era de una belleza abismal. Logré apretar el botón del cuarto piso y hablar con un hombre de voz amable, que me dijo: “Solo tiene que abrir y subir”. No había dificultad en abrir y subir. Pero yo no sabía abrir y subir. Entonces logré hacerlo, abrir y subir.

Era un elevador estrecho, para una sola persona o para una pareja. Solo cabían dos, a lo sumo, en aquel elevador madrileño del día de la independencia de Cuba. Mientras subía, pensé que podía quedarme a vivir ahí, abrazada a ella en aquellos cien centímetros rectangulares que subían y bajaban. Al salir del elevador, otra puerta. La puerta del cuarto piso, donde debía estar la recepción y yo debía firmar un contrato de alojamiento y recoger la llave. Abrí pensando que el hombre con quien había hablado me recibiría, pero fue ella quien me recibió.

Ella sabía que yo abriría la puerta en cualquier momento, porque me había escuchado hablar con el hombre, pero yo no sabía de su presencia ahí. No tengo recuerdo de una sorpresa parecida desde hace más de tres años. La sorpresa de ver a mi hijo por primera vez o la sorpresa de ver las dos líneas paralelas dibujadas en la prueba de embarazo, son sorpresas de otra índole, algo que sigue sorprendiéndome a lo largo de la vida, pero son las últimas sorpresas enormes de las que tengo memoria. Esas dos y el resto de cada uno de los descubrimientos de mi hijo. Sorpresas animales de la maternidad.

Verla a ella de pie, detrás de un adorno o una sombra que no recuerdo cuál, durante una milésima de segundo que duró el segmento de tiempo entre el instante de verla y el movimiento brusco que hice al abalanzarme a su cuello, entraña el más feliz significado de sorpresa, incomparable con ninguna otra sorpresa anterior, la sorpresa de la felicidad del amor. Me atrevo a decir que semejante emoción puede ser posible únicamente si las dos personas la perciben al mismo tiempo y con la misma intensidad. No es posible de otra forma.

El abrazo duró unos minutos que deben haber parecido eternos para el hombre parado en la recepción, que miraba en silencio un abrazo contenido, largo, deseado durante más de catorce meses sin poder efectuarse hasta ahora. Amagamos con separarnos más de dos veces, pero ninguno de esos intentos cuajó. Seguimos abrazadas por lapso indefinido. Logramos separarnos, tal vez, porque nos dimos cuenta de que queríamos hacer más cosas.

Lo demás siguió en un bucle de sucesos atropellados, que amenazaban con quitarnos el poco tiempo que se agotaba, pero que formaban parte de ese mismo remolino natural que son las relaciones humanas. El hombre, habiendo entrado a la habitación, entró detrás de nosotras y nos pidió tiempo para poner, en las únicas ventanas de cristales que teníamos, dos cortinas. “Va a tomar muy poco tiempo”, pero hay que ponerlas, explicó. Le dijimos que sí y cerramos. Solo nos dimos cuenta de que en realidad había que ponerlas, cuando nos dimos cuenta de que nos podían estar mirando, desde el cuarto piso paralelo en el edificio de enfrente. No importó, para eso había espacio entre la pared y la cama, un espacio suficiente para el apuro del primer deseo.

Queríamos hacerlo todo y no podíamos hacerlo todo. Lo más cerca que había del alojamiento era un complejo de tiendas de marcas más o menos conocidas. Fuimos a las tiendas al siguiente día, después del examen del coronavirus. Esa primera noche me obsesioné con que ella debía comer y con que yo quería que comiera algo que nunca hubiera comido. Pulpo, yo quería que comiera pulpo. Y al mismo tiempo, el hecho de ir en busca de ese pulpo significaba perder tiempo en eso.

Antes del pulpo entramos a un Starbucks. Ella quería entrar a un Starbucks por primera vez en su vida. El Starbucks era estrecho, tenía un segundo piso que nunca vimos y por eso nos tomamos el latte y el expreso paradas en una mesita alta. ¿O fueron dos lattes y un dulce de chocolate? Ya no me acuerdo. Lo más importante de ese primer Starbucks fueron los vasos plásticos que compramos por gusto, en vez de salir con ellos en la mochila, sin pagarlos. Nadie se hubiera dado cuenta y hubiéramos tenido una travesura que compartir, además de algunas monedas de más.

La fondita a la que fuimos, medio peruana, era tibia y llena de espejos. Una fondita típica en una calle oscura del centro de Madrid, donde lo menos que comimos fue pulpo y donde perdimos tremendo tiempo en vez de estar comiéndonos una a la otra nuestros propios tentáculos en el número 50 de un edificio de la Gran Vía.

Lo lindo fue a la salida, cuando entramos a un mercadito y nos pasamos un rato seleccionando algunas cervezas para llevar a la habitación, para que al final no nos dejaran comprarlas por alguna razón que tampoco me acuerdo. Lo tarde que era, me parece. Pero sigue siendo lindo haber estado juntas haciendo nuestra primera compra ordinaria del resto de nuestras vidas en compañía. Entonces salimos caminando derecho al alojamiento.

Abajo apareció un timbiriche que había pasado desapercibido. Eran las diez de la noche. Le compramos las cervezas a la china del timbiriche y la china se convirtió en nuestra hada madrina de la noche de Madrid. Todavía, antes de caer rendidas, vimos una película. No se tiene una novia de verdad hasta que no se ve una película con ella, entre sus brazos y sus piernas y sus pies perfectos de dedos largos y uñas almendradas.

Igual empezó el asma. Había recibido un mensaje desagradable de alguien en Miami que me hablaba en tono amenazador. Me dormí con asma entre sus brazos (ramas de eucalipto) aligerando algo que podía ponerse feo a mitad de la madrugada. No he hablado de su pelo larguísimo ni hablaré, porque es demasiado fascinante e increíble. Lo más importante fue que su pelo podía caerme encima sin que su contacto me incomodara, siendo esa una de las sensaciones que más me incomodan, la caída del pelo y la sensación de la hebra muerta sobre la piel. Pero esta vez todo parecía gustarme. Yo era una persona nueva frente a alguien que me gustaba más que nada en el mundo.

Esa noción del gusto no la había experimentado nunca. Entiéndase que estamos hablando de una mujer de más de treinta y cinco años frente a una mujer de más de treinta años. El gusto correspondido entre ambas ofrecía una experiencia y una inteligencia del amor absolutamente positivas, virtuosas. Un cuerpo se comunicaba con el otro en armonía absoluta, a pesar de la presión del tiempo y de la certeza de no volver a verse por tiempo indefinido. Una certeza que lastra y desarticula todo tipo de lazo enamorado.

A veces nos besábamos, por la calle. No sé. Es un recuerdo que no estoy segura de recordar y sí desear, aunque estoy segura de que sí debimos habernos besado caminando, continuamente, a través de las aceras, las calles y los pasos extraviados. El extravío, en una ciudad desconocida, sin tiempo.

Así nos despertamos esa mañana, tempranísimo, sin más remedio que hacer lo posible por respirar. Estábamos envueltas en un exceso de aire que sibilaba, la habitación entera parecía sibilar. Me parecía que iba a explotar de tanta asma, pero la tranquilicé diciendo que yo aguantaba. Sus ojos preocupados eran más bonitos que ninguna cosa bonita y preocupada que yo hubiera visto reflejarse en mis ojos.

Bajamos a buscar un taxi que nos llevara a alguna farmacia, sin saber que cualquier farmacia serviría para comprar salbutamol. Yo me acordaba de que en Cuba el salbutamol que vendían estaba hecho en España. El taxi nos llevó lejos y se detuvo frente a una farmacia que hacía esquina, común y corriente. La mujer nos vendió una caja con un tubo de salbutamol por menos de cuatro euros y sin impuestos. Era demasiado perfecto aquel lugar. Entonces el taxi nos trajo de regreso y entramos a otro Starbucks al lado de la oficina donde nos haríamos los exámenes del coronavirus. Esta vez sí nos sentamos. Era un Starbucks enorme con un segundo piso lleno de mesas redondas, cuadradas y esquinadas, parecía un bar-discoteca. Por la ventana se veía un edificio grande y las primeras luces de Madrid. Seguía siendo temprano.

Si andas con una mujer que es mamá de un niño, en algún momento habrá que ir a una juguetería. ¿Pero a cuál? Después de equivocarnos por mi culpa yendo a una tienda de carritos antiguos en miniatura, tropezamos por azar con una juguetería llamada Lobo Feliz. Compramos un tambor de metal azul para mi hijo, que suena como un gong de paz con notas musicales para niños corredores. Compramos letras de madera que forman el nombre de mi hijo y compramos estrellitas luminosas para el techo, que todavía no he puesto.

Brindamos en un bar con jarras de cervezas. Caminamos. La miré. La miré más de mil veces, pero aunque solo la hubiera mirado una, recordaría su rostro bajo la máscara obligatoria. Hace un gesto cuando sonríe, de placer o de alivio, levanta el labio de arriba y le tiembla un lado de la cara. Nada de eso es perceptible. Se nota si uno mira, como mínimo, más de mil veces. Llegamos al Parque de El Retiro y a la Puerta de Alcalá. Había tantos turistas.

Esa noche sería la lectura en la librería Lata Peinada de Madrid. Paula Vázquez había organizado el encuentro y se había manifestado alegre de recibirme. Imaginé que no iría nadie pero la librería, igual que la juguetería y la farmacia, a mi medida, se llenó de personas interesadas, incluso me preguntaban cómo escribía esto o aquello.

A la lectura fueron los cubanos Carlos Alejandro, Lester Álvarez, Mario Luis Reyes y Liz Solanch. Y también Agustina Murillo, la editora de la última edición de mi libro Chupar la piedra. Y también Mariela Gal, la directora del programa en español de la Feria del Libro de Miami. Y también Nacho Rodríguez, el director editorial de Hurón Azul, donde está publicado mi libro de cuentos No sabe / No contesta.

Yo había invitado a leer conmigo al poeta dominicano Alejandro González Luna. Hablamos de los apagones y del mar. La retórica del Caribe sublimada en la falta de electricidad y el desvarío del agua. Agua salada de mierda ahogando islas perdidas que si no se ahogan, se derriten. No nos podemos quejar porque tenemos dos opciones. Hay gente que no tiene opciones.

Después de la lectura, en una especie de bar-restaurante, comimos papas salteadas y embutidos.  Alejandro, Sofía, Paula, María, Fernanda y otro muchacho nos invitaron aunque fuera un rato.  Alejandro provocó a Paula para que hablara de una sincronicidad que parecíaformar parte de su poética. Paula hablaba de la sincronicidad mientras yo le miraba los pelitos de los brazos a ella, con el rabo del ojo. Cómo se le movían levemente o simplemente no se movían, un césped en calma.

Ella no había comido nada y yo le ponía el tenedor delante de la nariz con un trozo de papa o un trozo de salchicha. Tomamos cervezas. Hablaban los demás. Yo le ponía el tenedor delante de la nariz con un trozo de papa o un trozo de salchicha. Cuando mordió, y no ocurrió muchas veces, me deleité en la cámara lenta de sus labios acercándose a las púas del metal. También me deleito ahora, mientras escribo cómo es darle de comer a una mujer.

Me fui de Madrid al mediodía del día doce. El invierno delicioso del octubre de Madrid propiciaba que nos abrazáramos de vez en cuando, sin sentido, pero eso solo era un pretexto. Sesenta días después pienso en Madrid como un regalo. Pero no uno barato, que se encuentra en una tienda, un día de shopping y paseo. Ir a Madrid no fue un paseo. Fue un viaje imposible. Un regalo apenas imaginado. Cualquier cosa que hube imaginado, se disolvió frente al hecho de tenerla a ella delante.

Desayunamos en otro Starbuck antes de despedirnos. Tengo la impresión de que entramos a más de diecisiete Starbucks en cuarenta y ocho horas, pero deben haber sido siete u ocho. En todos quise que se comiera un croissant. Yo quería que comiera. Es la obsesión de todos los cubanos: que los demás cubanos coman, que se alimenten.

De todas formas, es verdad que no lloré. Cuando me fui, no lloré. Aterricé en Miami desde que entré al aeropuerto de Madrid y la vi irse, delgada, hacia ningún lugar. Ella se quedó en Madrid dos o tres días más, después de yo irme. Aún extraño el olor de su cabeza y de su nariz. Olía tan bien cuando respiraba. Yo pensaba que más nunca iba a sentir que estaba en el lugar correcto. Yo pensaba que más nunca iba a dormir en paz. Todavía sigo pensando eso, hasta que vuelva a verla.




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¿Por qué la Revolución no era amor verdadero?

Legna Rodríguez Iglesias

Yo me pregunto de qué manera puede ir la Revolución (cubana) hacia la luz, incluso me pregunto de qué manera puede ir la Revolución (cubana) hacia ninguna parte.






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