El autobús mágico

Volaba. Pero en vez de lucir aerodinámico tenía forma rectangular. Era un autobús. A medida que se acercaba a tierra, sus ruedas salían de los guardafangos como un tren de aterrizaje. Descendió con el estilo de una nave de La guerra de las galaxias. Aterrizó y abrió sus puertas ante nosotros…

Soñé que así había llegado la guagua en la que nos metieron a la fuerza. Pero no fue así, por supuesto.

De hecho, aquel día ni la sentí llegar.

El vehículo apareció mientras nos zarandeaba aquel puñado de “pueblo enardecido”. Y entre puñetazos, alaridos y empujones, nos hicieron entrar a ese carricoche que había aparecido en aquel lugar como por arte de magia, como si fuera un autobús mágico.


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Desde que comenzó casi todo (porque el todo comenzó hace mucho más tiempo) llegan a mí reseñas y análisis didácticos hechos por personas que atajan, señalan, analizan y apuntalan, desde la moral y desde la prudencia, lo que hemos hecho mis amigos y yo.

A todos, los he invitado a que recuerden (o a que se interesen por) el significado de la palabra urgencia.

Es urgente la necesidad de que no suceda más lo que está sucediendo. Somos personas aplastadas por exigirle al poder que no destruya ni permita que se destruya la nación, sobre todo por no permitirnos participar en la construcción de un destino para todos.

Pero ese es asunto aparte.



© Raychel Carrión.


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El pasado 27 de enero todo se tornó fantasioso ante mis ojos. Como si se tratara del episodio de una saga que cuenta la historia de criaturas mágicas, aladas, salivantes, colmilludas, con cornamenta, con fuego en sus pupilas insomnes. Criaturas que no pueden hacer otra cosa que obedecer a su naturaleza oscura y aniquilar a sus semejantes, porque de eso se alimentan.

En las esquinas, los policías y los agentes de civil aumentaban de tamaño, escupían fuego y gruñían a medida que pasaban los minutos. Al viceministro, cada vez que salía a persuadirnos de que no le pidiéramos, de esa manera presencial, que intercediera por la liberación de quienes estaban detenidos y vigilados, le latía con más frecuencia la vena de la sien.

La brutalidad se desató definitivamente cuando el ministro lanzó el zarpazo y le arrebató el teléfono a Mauricio. Fue como si de pronto le salieran alas de murciélago en la espalda y una aureola de fuego negro rodeara su cabeza.

A partir de ahí, las mujeres comenzaron a maltratar a otras mujeres, los funcionarios culturales comenzaron a lanzar improperios y puñetazos, y los policías (uniformados o no) se entregaron gustosos a ese trabajo que hacen cada vez mejor: liberar su frustración reprimiendo a quienes priorizan lo que ellos no pueden priorizar: su condición de ciudadanos.

El poder cultural del gobierno cubano justifica este aquelarre inquisitorial. Argumenta que se siente provocado, presionado y emplazado por un plan de subversión que se orquesta desde el norte del continente americano. Su área de competencia es la cultura (las palabras, las imágenes, la capacidad y posibilidad de organizar un saber e integrarlo a un proceso de intercambio) pero su respuesta consiste en frustrar la comunicación, basándose en un prejuicio que denota su incapacidad para desarrollarse en los predios más elementales de lo lingüístico.

Finalmente, la máxima autoridad de la cultura ha protagonizado una acción de violencia física que complementa la violencia simbólica de lo que están representando ante el mundo.

El eslogan de todo esto parece ser: “Revolución no, zarpazo”. Y esta vez, el gesto deja poquísimo espacio al sentido figurado.


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El autobús fue mágico, pero se trata de magia negra. Su signo era Maléfica, no el Hada Madrina.

Dentro de ese autobús, los policías (uniformados o no) intimidaron, golpearon, gritaron, arrebataron pertenencias. Y luego de realizar ese mezquino trabajo, fueron incapaces de sostenernos la mirada.

Nunca sabré quiénes son los seres humanos que están detrás de esos uniformes y de esas auras de agentes de la contrainteligencia. Hacen su trabajo, les pagan muy bien por ello, obtienen beneficios y convenientes escafandras protectoras que los ubican al margen de la ley, de la ética y de las normas de convivencia.

Probablemente aquella guagua, después de las 12, volvió a ser una calabaza. Y ellos tal vez volvieron a ser ratones.

Ojalá que no. Ojalá que se trate de miedo e indolencia, que siempre son enmendables. Yo necesito creer que así es. Tanto como creo en el 27N.


© Imagen de portada: Hamlet Lavastida, Leyland hacia UMAP 1965.




Julio Llópiz-Casal

Carta abierta al miedo

Julio Llópiz-Casal

Hermano mío: claro que te perdono. Por supuesto que no estás hablando mierda, y tampoco es verdad que estas cosas no te interesen: eres cubano, estas cosas siempre serán asunto tuyo. Tienes razón en todo, pero me siento obligado rectificarte algo: el miedo en Cuba no es abstracto. El miedo en Cuba es muy concreto.