El mar, una y otra vez

“El mar me echa en cara que ahí está desde la primera vez. Me sonríe, me recuerda que soy un punto en relación con un espacio, un inmenso espacio… vacío.

Pero esa vacuidad es simbólica, aunque te aplaste. Siempre me he sentido solo. No porque la soledad sea categórica, sino porque las compañías son intermitentes o espectrales. También me he sentido más acompañado de la cuenta. No porque no haya tenido privacidad, o derecho a ella, sino porque la pared que separa mi individualidad de la de mi prójimo es translúcida: le he visto y le he oído gemir, blasfemar, llorar. Él a mí también. Soy hijo de una revolución, y una revolución es siempre una revolución del pudor, contra el pudor…”.

Ese podría ser el inicio de una segunda Otra vez el mar, otro testimonio lírico de un exiliado. Un exiliado al que no le pasó por encima la aplanadora, como a Reinaldo Arenas, pero que se aconsejó después de ver a algunos de sus congéneres como calcomanías sobre el asfalto. Un exiliado que se escapa para huir del tormento y, además, para retratarlo.

Recibir algo a cambio por ese retrato, es ya cuestión de suerte y de maña… A veces de fuerza también.

Yo no tengo una relación demasiado especial con el mar. Un camagüeyano me dijo una vez que, como soy habanero, no sé lo que es sentir que la ciudad donde nací y crecí no tiene ese pedazote de agua. El mar te confirma que hay algo más, me dijo. Esa certeza te paraliza o te llena de valor.

Hace no tanto, alguien rememoraba en su muro (en el de Facebook, no en el del Malecón) el 8 de enero de 1959. Él era un niño y su padre lo llevó a ver la entrada de los barbudos a La Habana. Le dijo que esa gente venía a construir un país mejor para todos. Pienso en el padre diciéndole eso a su hijo, y pienso en la multitud en que se encontraban. La multitud con el mar salpicando a sus espaldas: “de cara al sol” (un sol que se acercó demasiado) y de espaldas al agua (un agua que, por un instante, no imponía su circunstancia de estar por todas partes).

El mar es el amiguete cosmopolita de la isla: le comparte escorias y le trae buenas nuevas. Una isla, isla al fin, no padece el feedback continental; no le puede llegar un extraño caminante sin ser navegante primero. Una isla depende del mar para todo: por mar llegaron Cristóbal (el Almirante de la Mar Océana) y los bandidos de relevo; por mar llegaron los navíos ingleses a tomar La Habana, y el buen Henry Morgan a hacer sus fechorías de bucanero y a practicar el contrabando. Eso para no regodearse en que, muchos años antes, llegaron los caribe, y muchos años después, el yate Granma. Mejor no empezar.

La relación de esta isla con el mar ha sido hostil y erótica. Por vía marítima llega el otro sin filtro: llegan las cosas comerciables, como bocados y más bocados a full de nutrientes, y llegan también las golosinas, que son como órganos eréctiles que penetran la esencia social y la contagian con una enfermedad venérea curable, gracias al desarrollo de un antibiótico nacional. El Condón de La Habana es un proyecto en fase de desarrollo que no impide lo importante. Lo importante suele ser lo erótico.

Una isla puede ser eso: un espacio vivencial que necesita especialmente del afuera, y que también necesita exteriorizar, vomitar, drenar… El isleño ideal es un ave migratoria.

Mi mejor amigo nació lejos del mar, pero creció cerca de él. Tenía diez años, como yo, cuando cobró conciencia de que vivía en una ciudad con mar. Su madre y el novio los llevaron a él y a su hermanita al malecón habanero. Era agosto y hacía tremendo calor. La algarabía era tremenda. El muro estaba lleno de gente mirando al agua. El agua estaba llena de cámaras de ruedas de tractor con gente encima. Y había muchas otras embarcaciones improvisadas.

Desde el muro, despedían a quienes zarpaban. Quienes zarpaban, parecían alegres. Risas y vítores entre sollozos. La hermanita de mi amigo empezó a llorar. Mi amigo se conmovió, pero no lloró. El novio de la madre dijo: “Los trajimos para que vieran algo que no se les puede olvidar”.

Otro amigo, que era un muchacho por esa misma fecha, me hizo otro cuento:

Su primo iba a emigrar de manera parecida, pero en una embarcación con motor artesanal. Él acompañó al primo y al grupo que se iba a Cojímar, por donde partirían rumbo a Estados Unidos. Al llegar a la costa, los ayudó a bajar la embarcación del carro que los llevó hasta el lugar; también ayudó a meterla al agua. Los despidió, y decidió quedarse a ver cómo se perdían en el horizonte.

De pronto mi amigo se percató de que, muy cerca del sitio por donde partían las embarcaciones, el hombre que brindaba el servicio de llenar de aire las cámaras neumáticas (alimentaba su compresor mediante unos cables enlazados al servicio eléctrico público) tenía a su lado una acumulación de zapatos, relojes, ropas y otras cosas. Fue a conversar con el tipo, y este le contó que había encontrado tremendo negocio:

“La gente está desesperada por irse. Yo no quiero. Estoy viejo. Pero aquí estoy echando aire a quien lo necesita. Como han gastado todo su dinero en irse, no tienen con qué pagarme. Entonces me dejan zapatos, ropa, lo que sea. Me conviene, porque eso lo vendo después”. El mar, una y otra vez, en mi circunstancia…




Julio Llópiz-Casal

El tirano crónico y el asintomático

Julio Llópiz-Casal

Ambas variantes de esta patología pueden rastrearse en toda la historia de Cuba, pero luego de 1959 se manifestaron y manifiestan de modo peculiar: afloran forúnculos, erupciones y otras lesiones en la piel de la nación. Se trata de la tiranía crónica y la tiranía asintomática.