Siempre Kafka

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Pronto se cumplirán cien años de la publicación de Un médico rural, de Franz Kafka. Ese librito (prosas muy breves a las que se añaden dos o tres relatos episódicos) más La metamorfosis y En la colonia penitenciaria removieron a inicios del siglo XX la percepción realista del mundo y establecieron precisiones llenas de tensión en torno al concepto de literatura. Pero, claro está, en aquel momento nada de eso ocurrió.

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Imposible hablar con objetividad de la mirada de Kafka. Imposible saber, siquiera en grado mínimo, hasta dónde llegaba su sentido del ridículo, que se manifiesta en Un médico rural por medio de alegorías (con tendencia hacia el símbolo) capaces de oscilar entre lo siniestro y lo cómico, siempre con un trasfondo de tristeza.

Cuando, sobre un escritor de nuestros días, decimos que arremete contra la estupidez y revela la necedad, volvemos los ojos a Kafka y reconocemos que ciertos textos suyos destilan una indignada crueldad difícil de comparar.

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Leyendo a Kafka uno aprende que la literatura expresa aquello que no es posible expresar, y que resuelve esa paradoja o contrasentido no representando lo real, sino imponiéndole a la imagen representable de lo real unas condiciones de legibilidad que brotan de otra imagen: la que existe en nuestra mente como algo que no está allí, sino en el proceso de la mirada.

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La asombrosa y desazonadora reputación de Kafka solo podría equipararse con su novedad incesante. No fue de los escritores que leen sus obras o fragmentos de sus obras en público. Lo hizo solo una vez, y aunque se trata de una notable excepción, el gesto causa extrañeza en quien de repente se entera de su existencia. A fines de 1916, ante un público al parecer numeroso (porque el rumor afirmaba que se leería algo en contra de la guerra, un asunto entonces de la mayor urgencia), un Kafka de treinta y tres años (viviría solo ocho más) leyó En la colonia penitenciaria.

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Atento a las novedades literarias internacionales, pero en un país como el nuestro, donde la información cultural oficial se selecciona con pinzas, se filtra y se recontrafiltra a pesar de su escasez, uno recuerda el caso de Chuck Palahniuk, quien en 2003, en una gira, acrecentó su nombradía a causa de los desmayos que iban produciéndose durante la lecturas públicas que hizo de su relato “Guts”. Pero eso no es nada. ¡Nada! Palahniuk es un bebé, un simple descendiente que no alcanza a ser un sucedáneo.

En los párrafos finales de En la colonia penitenciaria, adonde Kafka había llegado a duras penas mientras sentía la creciente incomodidad del público, ya tres mujeres se habían desvanecido, una de ellas entre vómitos, y familias enteras se retiraban del salón, preguntándose quién era ese tipo que leía semejantes barbaridades.

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¿Por qué eligió Kafka En la colonia penitenciaria para una lectura en público? Por su naturaleza inclemente y ostentosa. Aunque algunas piezas breves, aparecidas en Un médico rural, ya estaban listas, él sabía que ciertas alegorías de la opresión espiritual, desarrolladas en un espacio que quizás le deba bastante a Piranesi, eran tan macizas y agresivas como cualquier imagen de la guerra.

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Un escritor no lee en público su mejor obra, sino la que más honda huella podría dejar. Kafka no iba a leer “En la galería”, donde vemos a una muchacha (una artista ecuestre, tísica y débil) que se equilibra encima de un caballo y sonríe y saluda y recibe aplausos tras dar vueltas y más vueltas en la pista de un circo. El narrador nos cuenta que hay un joven moralmente apto para advertir ese esfuerzo hijo de cierta sumisión inevitable, de cierta dosis de angustia, de cierto empeño en morir de la mejor manera. Y nos aclara que tal vez el joven querría bajar hacia la pista y detener el acto y salvar a la muchacha. Pero no lo hace. Comprende (Kafka anhela que también sus lectores lo vean así) que el sufrimiento es una situación complejísima, apenas efable, y que la severidad de la melancolía tiende a apartarse de las reacciones más comunes.

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Un médico rural contiene textos tan breves como otros —“El paseo repentino” o “Excursión a la montaña”, por ejemplo— que Kafka ya había dado a conocer. Son episodios encapsulados que dominan, con su influjo, todo un estilo, o que se hallan en el umbral de una forma notoria (y laboriosa) de escribir ficciones. Entre dichos episodios hay algunos que admiten una singular ligereza. “El nuevo abogado”, digamos, es una boutade, una fanfarronada donde Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, se transforma en un perseverante y dinámico abogado. Otros desarrollan situaciones anómalas, inverosímiles, próximas a lo distópico.

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Uno recuerda “Preocupaciones de un jefe de familia” y “Un viejo manuscrito”, dos historias en las que hay un alto grado de perturbación y desconcierto. Para que se tenga una idea de cómo estas prosas se dejan atravesar por tenaces procesos metamórficos de lectura, habría que recordar que Kafka se aposenta más allá de las fronteras del unheimlich cuando nos percatamos de quién o qué es Odradek, el protagonista de “Preocupaciones de un jefe de familia”: un ser de vida incontrolable y dilatadísima que tiene la forma de un carrete estrellado, donde hay hilos de colores y calibres diversos. Odradek, objeto y sujeto, deambula por la casa donde es descubierto, apenas responde las preguntas que se le hacen (su risa suena como las hojas de un árbol cuando caen) y su origen es un enigma abrumador.

Por su parte, “Un viejo manuscrito” relata cómo los nómadas del Norte invaden de repente la capital del Imperio. Por medio de una descripción meticulosa, Kafka se detiene en contarnos el misterio de cómo los nómadas, carnívoros insaciables, hombres sin lenguaje, simplemente están acampando allí, en la ciudad, sin otra cosa que hacer.

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La minuciosidad de los detalles con que Kafka atavía sus historias, donde los hechos van encadenándose con una claridad capaz de excluir las imprecisiones, resulta tan exuberante que raya en lo monstruoso.

En “Informe para una Academia” nos refiere la historia de Peter el Rojo, un chimpancé que pasó, de su simiesca vida preliminar, a la vida de hombre. Hay acotaciones sarcásticas sobre el existir simiesco del ser humano y también sobre la vida humana de los simios. Kafka se refiere, indirectamente, al problema de los vínculos entre la libertad, la razón y la civilidad. Aprender a ser un hombre es un proceso cuyas lecciones traen un conjunto de vicios y costumbres tan extrañas como repudiables. Peter el Rojo busca una salida, una especie de alternativa para su independencia, y por ello aprende a ser hombre, aunque le esperan solo dos opciones: el zoológico o el music-hall. Tiene éxito en los teatros y habla en las sociedades científicas, pero se burla estrepitosamente de los hombres aun cuando no es, físicamente, más que un chimpancé.

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Otros textos de Un médico rural que resultan siempre estremecedores son “Ante la Ley” —insertado por Kafka en su novela El proceso— y “Un mensaje imperial”. El primero, muy conocido, subraya las articulaciones entre la voluntad, lo enigmático y el destino personal, mientras que el segundo es una suerte de apólogo (antes de morir, el Emperador quiere hacer llegar, al más infeliz de sus súbditos, un mensaje, pero las dilaciones y los obstáculos son ingentes y el mensajero nunca llega) que nos habla del Deseo y la Espera, las enormidades del Poder y las miserias del sujeto, en quien siempre habría, sin embargo, un fragmento de voluntad para soñar.

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El hombre que aguarda días y días, y después meses, y luego años, y que más tarde hace de ese aguardar una forma intacta de vivir en el contexto del ejercicio de un Poder inobjetable, tan reluciente y eficaz que deviene invisible y misterioso, es ese mismo hombre que hoy sigue ahí, al alcance de la mano, en las distopías ficcionales contemporáneas, entre la compasión y el olvido, mientras lo real se virtualiza más y más, pero sin perder su facultad ni su disposición de dar zarpazos a diestra y siniestra.

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