Gelatina ‘queer’ hidrosoluble

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Hay denominaciones farmacológicas que producen extrañeza, o un mínimo de desconcierto. Supongamos que eres un nuevo Felipe Montero (ya recordarán ustedes al protagonista de Aura, de Carlos Fuentes) y que lees, en un anuncio, algo como esto: “gelatina queer hidrosoluble”. Los parámetros de la publicidad sobre fármacos empiezan a oscilar, y eso que ha dado en denominarse “sustancias útiles” enriquece su nómina porque no siempre tropiezas con un frasco (tal es la etiqueta) de “gelatina queer hidrosoluble”.

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El eje de la cuestión se halla en el hecho de que las tres palabras son fuertes por separado. Y que el vínculo posible entre las tres resulta anómalo. Pero tú eres un Felipe Montero (sientes que el anuncio te invita solamente a ti) y ya estás ante el frasco, que mucho se parece a un inocuo envase de Nutella con indicaciones en letra pequeña. Lo raro es que el vendedor te dice: “Está en falta, solo queda ese frasco”. Preguntas si se ha vendido mucho. El vendedor contesta: “Ese es el último”. Y entonces compras eso y te lo llevas a casa. Por el camino te das cuenta de que pesa bastante. Ha de ser una materia de alta densidad.

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Este es, sin duda, un asunto Lovecraft. Llamémosle así. Cuando rompes el sello plástico y abres el frasco, ves, muy cerca de la boca, una superficie verdosa que brilla. Su admirable transparencia deja ver un sinnúmero de partículas ignotas. El coloide, denso, se bambolea un poco. “En caso de ingestión acuda al médico”, dice la tapa. En un costado se lee: “Uso externo”. Y además: “Este producto es completamente natural y no necesita refrigeración”.

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Un asunto Lovecraft es un asunto monstruoso y de lo inefable. Apenas puedes expresar lo que Lovecraft pone ante tus ojos porque su propósito es el de la poesía: detenerse justo ante una imposibilidad cósmica, un insalvable escollo de la conciencia y el lenguaje.

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Consultas con un joven amigo que conoce a Lovecraft y le cuentas. No sabe nada de gelatinas ni de mixturas hidrosolubles. Más bien te mira y sonríe. Consultas con otro y te hace una revelación maravillosa: hay un gel verde en el mercado, que se usa popularmente como lubricante sexual, pero que en realidad es un fuerte compuesto de vitaminerales destinado a sopas, potajes y arroces diversos. Comprendes que el pote que acabas de adquirir no sirve para condimentar comidas ni fortalecer un organismo recién salido (supongamos) del Período Especial. Es exactamente lo que anuncia la etiqueta: una gelatina queer hidrosoluble. Pero… ¡alto ahí! ¿Salido de qué Período Especial? ¿El de los años noventa o el que recién amenaza con empezar?

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“Coge calma, amigo”, escuchas encima de tu hombro. Y entonces te acuestas y relees “El modelo de Pickman”, de Lovecraft, y descubres a continuación, entusiasmado, dos antologías que hacen resonar la memoria y las pesadillas del escritor de Providence: Alas tenebrosas: 21 nuevas historias lovecraftianas y Cthulhu 2000. En ellas hay un Pickman que se diversifica. Un Pickman expandido. Un Pickman que, ab ovo, sigue relacionándose con sus modelos, esas criaturas esquivas que viven en el mundo subterráneo (sótanos, túneles y catacumbas) y que admiten rasgos perrunos combinados con rasgos propios de los animales anfibios.

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La gelatina queer hidrosoluble en tanto asunto Lovecraft se explica paso a paso y con una dosis de pavor, a partir del momento en que detectas ese olor dulzón afín al aroma de la sangre cuando le añades sal y orégano de la tierra, más cinco o seis patas de cerdo (para cenar, esa es una delicatessen tan barata como escalofriante), y notas cómo, en la palma de la mano, una porción de esa jalea se derrite con cierta rapidez. ¿Es un análogo de la glicerina coloreada semisólida? Tienes la impresión de que no pasa de ser una grasa pertinaz, difícil de quitar. Pero un chorro de agua disuelve todo al momento. En efecto, su poder de lubricación es grande y se quita fácil.

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Pickman, hombre de Lovecraft, era pintor. Pintaba la blasfemia de lo atroz entre pozos, lunas brillantes y nieblas paganas. ¿Es posible deducir la estética de sus cuadros, generalmente rechazados porque terminaban comunicando en el espectador un desasosiego irreprimible? Cultivó una especie de realismo fotográfico en el que nacía una voluptuosidad poderosa. Pero con grandes trazos. Un cruce imaginable del detallismo de Holbein el Joven, con los brochazos calculados del Francis Bacon de las mutilaciones, con las penumbras de Fuseli. De acuerdo con la metáfora de Lovecraft, adjetivador nato, Pickman había representado, en esos cuadros, cuerpos que iban dejando restos diversos de una sustancia densa donde predominarían el verde y el rojo. Cuerpos untuosos, resbaladizos, entre lo blando y la cremosidad.

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“El espantoso realismo de Richard Upton Pickman lo apartó de muchos de sus colegas decadentes, y aunque el público acogió con frialdad sus obras, estas eran muy apreciadas por ciertos coleccionistas”, dice la Enciclopedia de los Mitos de Cthulhu, de Daniel Harms. La voluptuosidad a que aludo pudo transformarse en religión, en credo.

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En un Pickman “derivado”, el de Caitlin R. Kiernan, autora de un relato aparecido a mediados de los años noventa y que se titula “El otro modelo de Pickman (1929)”, se insiste en la presencia ya no tanto de la pintura como del cine. Los cuadros están allí, y también las fotografías (que tienden a extraviarse porque son pruebas del horror). Pero lo auténticamente tenebroso reside en la constatación fílmica de actos ominosos que se han mezclado con el sexo. ¿Brujas, damas del mal, hembras apasionadas, mujeres resueltas a recuperar un poder único?

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En el eje de la trama de “El otro modelo de Pickman (1929)” hay una modelo-actriz, un ser esquivo y enigmático, de gran belleza, y que pone en entredicho su humanidad. ¿Se trata de una matriarca ancestral, que hereda una conducta y un pensamiento olvidados? Para Lovecraft el horror no tiene sexo. Pero si lo tuviera, el horror máximo sería femenino. Podemos recordar, en el cine, a Alien, el monstruo de la saga homónima. Si él es indescriptiblemente sanguinario, las hembras ponedoras de huevos trascienden esa dimensión y rediseñan, incluso, la capacidad fecundadora (por medio de un crustáceo abominable que inserta su pedúnculo fertilizador en la boca de la víctima) de lo femenino, que no necesita de lo masculino.

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A causa de la forma y la textura del crustáceo, alguna vez he fantaseado con la idea de que ese pedúnculo se asemeja a un clítoris que se expande. Un clítoris a través del cual viaja un huevo casi microscópico que crece a una velocidad extraordinaria, como un virus, tras insertarse en el cuerpo de la víctima. La gelatina queer hidrosolubre de Lovecraft es similar al coágulo que deja el monstruo de H. R. Giger, el artista que lo diseñó.

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Ambos, gelatina y coágulo, acentúan su índole queer en un homenaje-intervención que recientemente ha realizado el cineasta Luca Guadagnino. En su película Suspiria (2018), que contiene una de las secuencias de brujería más impactantes del cine de hoy, lo femenino “patrimonial” es el arma que el aquelarre (disimulado detrás de una compañía de danza vanguardista) empuña contra los hombres y su milenaria culpabilidad. Las mujeres fieles a la naturaleza de su ser se entienden muy bien con la magia de los fluidos y la sangre. Y no olvidan las traiciones. Y las castigan. Guadagnino reverencia a un gótico maestro lovecraftiano: Dario Argento.

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De modo que tú, Felipe Montero, no pasas de largo ante la posibilidad de tener y usar un lubricante improvisado que promete ser eficaz. Las tres palabras de la etiqueta se armonizan de manera tan extravagante que vale la pena probar. ¿Acaso no es un producto natural? Pinchas tu carpeta XXX y escoges un cortometraje vintage de origen alemán. No necesitas verlo todo. Te levantas, abres ese antiquísimo escaparate en cuya puerta central hay un espejo de dos metros de altura, y te desnudas. Observas tu erección. Y, antes de comenzar, pones en tu mano una porción de gelatina queer hidrosoluble.