Uber Cuba 0064

· Uber Cuba 0063


Una vez cogí un Uber Pool en New York con Rolando Pulido, el diseñador gráfico cubano y el hombre libre que creó la imagen libre de una disidencia por desgracia ni remotamente tan libre como su imaginación. 

Además, mi amigo, mi hermanito perdido entre estos bosques. Y nada puedo hacer para ayudarlo. Ni nada puede hacer él para ayudarme. También, por supuesto, casi mi tocayo.

Coincidimos por casualidad dentro del carro. Valga la redundancia. Los dos como dos ositos enfermos en el asiento de atrás. Nuestros sobretodos raídos por las águilas del tiempo, también por las cucarachas de la edad: ropita sacada como de otra época, otro escaparate sin Cuba pero sin Castros, otra ilusión.

Rolando Pulido, él, iba asomado por la ventanilla derecha del taxi, la vista perdida en lo que alguna vez fuera Manhattan antes del triunfo de la Revolución Snowflake. 

Orlando Pardo, yo, iba extraviado a la izquierda, la ventanilla del chofer y acaso también la del corazón humano, demasiado humano para sobrevivir a este siglo XXI de mierda. Sin vísceras, sin biografía.

Dos cubanitos cincuentenarios. Dos hombres blancos buenos. Sin Estado y sin Dios. Al margen de la ley ambos, odiando a la inmigrantada ilegal que arrasó con los salarios de media Nueva York. 

RP y OP en la tardenoche demócrata de la ciudad que nunca despierta. OP y RP haciendo silencio para no hacer de suicidas. Porque, sabemos, para ambos se nos ha hecho ya muy tarde, demasiado tarde, en medio del fidelismo forever en la Isla y el fundamentalismo multicultural de los Estados Unidos: los Extados Unidos de Islamérica.

Pasaban las calles y las avenidas. En cada esquina él tenía una aventura de amor y de locura bella. En cada semáforo yo me daba cuenta de que nunca había vivido y nunca me daría tiempo a vivir aquí. 

Rolando salió demasiado temprano de Cuba. A Orlando le cogió demasiado tarde para salir. 

Pasaban las avenidas y las calles. No nos quedaban amigos en la megápolis. El único en quien se nos ocurría pensar era en Donald Trump, pero Donald Trump ya tampoco residía aquí. Nuestro hombre en el odio de la izquierda internacional se había mudado triunfalmente a Washington DC.

Como un chiste, le pedimos un cambio de ruta al chofer. Le dijimos que nos llevara hasta la Torre Trump, en el cruce de la 56 calle del Este con la 5ta Avenida. Queríamos hacer un performance, una especie de plegaria. Con suerte, saltar al vacío o algo así desde su azotea, en el piso 59. Precisamente, 59.

El chofer era un uruguayo, esa raza inferior. El benedettico se ofendió, no siendo ni siquiera ciudadano norteamericano. Lo que es más, siendo sólo un sin-papeles más del Cono Sur, el muy ché comunichstón ya se pensaba que tenía el sartén cogido por el mango. 

Y, de hecho, lo tenía. 

No por gusto la compañía Uber y todas las compañías antinorteamericanas de Norteamérica les han dado a los perdedores ese perverso poder: que vengan al capitalismo, que se venguen del capitalismo.

Este uruguallo en específico se llamaba Eduardo Galeano, como el otro Eduardo Galeano que se murió en el 2015 para así nunca enterarse de la presidencia pingúa de Donald Trump. Ni de la cacafuaca muerte de Fidel.

El tipejo simplemente se negó a llevarnos hasta la Torre Trump. Alegó no sé qué mojones sobre la libertad de conciencia y de que él era un activista objetor en plena resistencia en contra del fascismo Made in USA.

Hubiéramos podido matarlo.

Debiéramos de haberlo matado.

Pero estábamos demasiado perdidos, Rolando y Orlando. Demasiado tristes y solitarios en la tardenoche sin testigos de la populosa New York. Demasiado animalitos enfermos en el asiento de atrás, con la piel demasiado raída por las águilas del tiempo y las cucarachas de la edad. 

Demasiado lejanos como Cuba, cada uno asomado a la ventanilla antípoda del último taxi con destino a una Utopía que nos persiguió hasta darnos alcance aquí, la vista de cada uno irreconocible en este infierno que son las ruinas revolucionarias del capitalismo global.

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