Katherine Bisquet: ‘Estas nuevas generaciones no pensarán Cuba’

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Katherine Bisquet nació en Ciudad Nuclear, una zona de departamentos construida en la década de los 80, como parte de un acuerdo con la antigua Unión Soviética para la instalación de dos reactores nucleares.

Aunque las obras se suspendieron en 1992 tras la disolución del bloque socialista, alrededor de 4000 personas ubicadas en Juraguá, en su mayoría técnicos, científicos y obreros destinados a la futura planta, decidieron quedarse.

Entrando en la crisis económica más profunda que conocieran los cubanos nacidos tras 1959, los habitantes de Ciudad Nuclear continuaron sobreviviendo en medio del abandono del proyecto, sin oportunidades de trabajo en la zona, sustrayendo de la construcción abandonada cualquier material para mejorar sus vidas: hierro, zinc, plástico, y bajo la fuerte vigilancia de las garitas que hasta hoy rodean el perímetro de la zona prohibida.

Aunque Katherine dejaría su provincia natal para estudiar Licenciatura en Letras en la Universidad de La Habana, sus libros Algo aquí se descompone (2014), Ciudad Nuclear, mon amour (2020) y Uranio empobrecido (2021) retornan al imaginario surrealista y empobrecido de la Pripyat caribeña.

Por esta particular obra, Katherine ha sido seleccionada como escritora residente en Can Serrat Primavera, Barcelona (2020), en la Beca Antonia Eiriz del Instituto Internacional de Artivismo Hannah Arendt INSTAR (2021) y en Künstlerhaus Bethanien, Berlín (2021).

Sobre crisis alimentaria, utopía y realidad en el Atomgrado tropical, conversamos con Katherine Bisquet.



Aunque naciste en el año 1992, en tu escritura hay un recuerdo muy claro de los años del Periodo Especial, de la precariedad y la pérdida de la esperanza de una sociedad sumida en la crisis. Le otorgas una importancia especial a la recuperación de la memoria nacional cuando afirmas “La historia es tan bien contada / que los otros apenas saben”[1]. ¿Asumes la poesía como vehículo de restitución histórica? ¿Cuán urgente es para los cubanos ganarle a esa metanarrativa del poder?


La urgencia es urgente. Y perdona el pleonasmo. Pero en efecto, debería existir una necesidad muy grande (repetitiva y redundante) de recordar, investigar, reconstruir o simplemente narrar, no solo de desarchivar y exponer los X-files de la Seguridad del Estado cubano. No podemos esperar a eso, porque tampoco esa es la historia nuestra. La memoria es responsabilidad de todos, no solo del que la esconde. Para mí, esa es la mejor manera de ganarle al poder. Convertirse en poder.

Cuando el omnipoeta Amaury Pacheco se refería a “la poesía la haremos todos”, quiero entender con eso que se refería al acto de construir esa narrativa que, al fin de cuentas, es un hecho poético: la anagnórisis, el performance, la protesta, el activismo, la retórica, el destierro, la prisión.

Cuando esa vez, a las puertas del Ministerio de Cultura, concluyo aquellas demandas políticas con una aparente cursilería, “que el amor y la poesía unan a este pueblo”, no me refería a un Narciso lezamiano, o quizás sí; pero me refería en una mayor medida al lenguaje, a una zona de comunicación común, donde prevaleciera el ser humano y su libertad. Nada más alejado de cualquier ideología. La poesía tiene esa base desideologizada, el ser humano es su centro.

Cuba es una isla de poetas, eso es innegable. Puede que sea ese casi inexplicable “de cierta manera” de Benítez Rojo lo que encierre más la esencia de lo cubano, en la síntesis y la contención poética contra el bloque narrativo continental.

Si miramos la historia de la poesía cubana, hay demasiadas sartenes cogidas por sus respectivos mangos. Son historias cerradas, son las historias cortas adecuadas para una isla naciente o una isla inexistente, para una isla mito, para una isla-isla.

Pretender que la historia, como Fidel “el gran megalómano” la quiso, es un gran relato de logros y épicas provincianas, es negar nuestro propio carácter desenfadado y nihilista, el no llegar nunca a nada porque nosotros mismos ya somos el puerto, por donde pasaban y se cruzaban un sinfín de metrópolis del viejo y nuevo mundo. Y por donde mismo se entretejían de igual manera un sinfín de microrrelatos.

Cuando escribo sobre Cuba no me refiero a la patria ni a la nación. Hablo de la experiencia de vivir a los pies de una planta nuclear, en un edificio prefabricado, o estar bajo prisión domiciliaria en diferentes alquileres de La Habana. Cuba fue por mucho tiempo eso para mí, distintas maneras de llamarle hogar. Y ese era mi relato o mi historia, la de aquellos lugares en los que habitaba.



Tu obra carga el olor metálico, la luminosidad mercúrica del desecho industrial. La idea del residuo, de la devastación siempre está presente, como si Cuba fuera fruto de aquello que anuncias: “El desmantelamiento se ha hecho con la mayor seriedad posible”[2]. ¿Es eso lo que tenemos hoy día? ¿Qué nos queda de la nación en ese desmantelamiento?


Una pregunta que roza lo escatológico. A lo largo de mis años de infancia, fui testigo de cómo desmantelaban una planta nuclear que nunca llegó a término. Cuando hablo de ese desmantelamiento no lo hago desde la nostalgia, lo hago desde el cuestionamiento y la irracionalidad.

¿Por qué construir algo (a costa de tantas vidas humanas y sacrificio) sin la certeza de resultados prácticos ni garantías tan siquiera para la protección de esas personas?

En ese punto, la realidad trasciende el socialismo y se echa abajo esa noción falsa de “igualdad”. El poder, culpable, esconde los errores para poder seguir funcionando; y la masa no le cuestiona nada, porque le enseñaron solo a confiar en él.

Vi en un corto período de tiempo el desastre a las puertas de una gran crisis económica. Trágicas imágenes de grúas enormes recuperando de las ruinas los trozos de concretos superpuestos en la nada, y luego hombres y mujeres sacando las sobras de aquel esqueleto que nació muerto.

Le preguntaba a mi madre qué sentido tenía todo eso. Y mi madre, sin ninguna respuesta o con esa sentencia que al poco tiempo nos sumió a todos en la desidia, decía que había que seguir viviendo. Lo que queda de la nación es ese seguir viviendo, en la cuesta de los restos de un cadáver.



Has escrito: “Entonces cayó la esperanza de vivir de la energía / cayó la esperanza de vivir con energía / en una ciudad inconclusa / en una generación inconclusa / joven e ingeniosa aún.”[3] ¿Cómo crees que la generación de tus padres, esa generación inconclusa que “tiene que seguir viviendo” asimiló la pérdida de cada “logro y épica”, de esos sueños faraónicos de la revolución de la que debieron ser protagonistas? ¿Cargan los cubanos de tu generación los síntomas de esa regresión de la utopía?


Los cubanos de mi generación ya nacimos en el ocaso de la dependencia económica con la URSS, nacimos en el fracaso. Muchos de nosotros vimos a nuestros padres como sobrevivientes, como veteranos de guerra. ¿Qué esperanza o porvenir podíamos sacar de todo eso?

En aquel tiempo mis padres me decían “estudia, tienes que estudiar para que eso te pueda valer allá afuera”. El “allá afuera” estaba servido en la sobremesa de mi casa diariamente.

Mis padres sabían que nuestra estancia en la Isla era solo temporal. Yo sabía que nunca iba a hacer una vida entera en Cuba. Eso era algo que sabía desde niña. Aun así, quedaba una pequeña estancia por agotar en la Isla.

Me imagino que las familias de ahora ya no se refieran ni a esa corta estancia educativa cuando hablan con sus hijos. Me imagino a todos los padres diciéndole a sus hijos: vete de aquí lo antes posible. Y me imagino a los hijos pensando ya no que deben hacerse completamente fuera de Cuba, si no de que nacieron en el lugar equivocado.

Es muy triste nacer en el no lugar. Yo al menos cuando pienso en Cuba pienso como el lugar de mi infancia y temprana juventud. Estas nuevas generaciones no pensarán Cuba. Y Cuba dejará de existir para ellos.



Tu texto me recuerda la poesía social en España de posguerra cuando, aunque el hambre era un tema prohibido en los medios, esta abordaba sus pericias, o el hambre como razón de Estado; un poco ese nivel de destrucción que vemos en la Ciudad Nuclear de tus recuerdos. ¿Puedes hablarnos un poco de la negociación social ante esa precariedad alimentaria, en un lugar de por sí aislado por logística e infraestructura? ¿Cuál crees que ha sido la gestión memorística de una nación donde las políticas alimentarias podían seguir designios soviéticos o sumirse en la más profunda crisis como el Periodo Especial?


Mira, mi madre me contaba que cuando cayó el bloque socialista, al día siguiente de que Fidel diera su discurso en la Central Electro-Nuclear para cerrarla “temporalmente”, en los mercados de alimentos de la Ciudad Nuclear desapareció todo. Aquello era, en teoría, un municipio especial. Por lo tanto, había “de todo”.

Mi madre me decía que, increíblemente, por arte de magia, al día siguiente las tiendas estaban vacías. Supongo que el mismo gobierno, de manera previsora ante la gran crisis que venía, prefirió guardarse todos aquellos productos soviéticos antes que los mismos habitantes los agotaran. Entonces las personas empezaron a “inventar”. Porque el Estado los dejó sin nada.

En Uranio… hay muchos de estos cuentos del hambre. “Mi padre, / no mi padre el que mataba/ palomillas en los noventa. / Hablo del padre. / El que de alguna manera provee la belleza”.

Ese poema se refiere a dos padres. Un padre fundador, una especie de influencia literaria, y este otro amante de la ciencia ficción y asesino de palomas. El segundo, recordado por mi madre, se fue a La Habana después del divorcio, y mi hermano y yo nos quedamos muy pequeños solos con ella, soltera en pleno Período Especial.

Hablo del recuerdo de ese padre que ayudó en mi crecimiento gracias a una escopeta de perles que tenía mi bisabuela y que él usó luego para matar palomas silvestres en el campo, para así yo tener durante esos dos primeros años de vida algo de proteína que comer. Crecí a base de sopa de pechuga de palomillas. Ahí ya va un plato.

Luego estaban los plátanos y los mangos, que mis padres (y todos los de la CEN) se robaban de los campos del gobierno que rodeaban la Central. Mi madre me contaba de esas operaciones clandestinas, algo que se mantuvo en el tiempo hasta antes de que me fuera a la Universidad.

Si mi madre no llegaba a mi casa con dos o tres mangos, o la merienda completa que le daban en el trabajo, parecería como si hubiera ido a trabajar en vano. Prácticamente, nuestra base alimentaria estaba compuesta por las cosas que ella podía guardar o quitarse de su propia dieta laboral.



Háblanos un poco más sobre esa parte de tu obra que remite a los recuerdos del desabastecimiento alimentario en tu infancia y juventud.


Por ejemplo: “Resultan animales sacrificados. / Animales que bordean la comunidad entera / con la idea de abastecer el hambre / de tantas bocas delgadas” son versos que están dedicados a los corrales de cerdos.

Había una zona donde los ciudadanos de allí criaban los animales que cebaban para poder evadir la crisis. No sé cómo llegaron a ese acuerdo para situarse todos en el mismo lugar. Puede que por estrategia, los corrales de animales o mataderos estaban dispuestos alrededor de toda la ciudad, bordeándola, donde mismo se encontraban las bombas de agua o tanques que abastecían a todos los edificios. Quedaba entonces la ciudad encerrada en un anillo de animales de corral destinados a la muerte.

De fierecillas es un poema que recoge gran parte de esa infancia, un poco salvaje y libre, es una oda a esa libertad dentro de la precariedad. Había cierta felicidad en la ignorancia de la niñez y en el vivir sin nada: “¡¡¡Los chimarrones!!! / Gritan, / quitar las pencas de otro CDR /correr bajo lluvia de piedras / hacer la cola para la caldosa. / Él le saca las viandas y las especias, / mamá no le enseñó a comer. / Yo como de todo.”

Se trata de un pasaje de lo que eran las fiestas de barrios, el día 26 de julio cada año. Adornar las viviendas con cadenetas de papel, pencas de árboles de plátano, la caldosa con los retazos de comida que se pudieran recopilar de las despensas de los vecinos.

En resumen, la fiesta de la hecatombe. Yo y mi hermano, junto a los otros niños del barrio, jugábamos a la guerra, saboteando las fiestas de otros CDR. Le llamábamos a los otros niños del edificio de atrás del nuestro, chimarrones, eran nuestros enemigos.

Ese juego nos arrojaba a la idea de tener una micro nación o patria para defender. Supongo que esa era una de las doctrinas de la propaganda que se nos alojaba en la cabeza en aquellos pequeños años. La idea de sentirnos el centro de nuestro universo, y que todo el resto constituía una incipiente amenaza.



En tu último libro Uranio empobrecido adelantas dos sentencias que parecen cerrar ese ciclo de escombros, apagones y óxido que es la condición posrevolucionaria en tu poesía. Afirmas que “Todos / Sin exclusiones / Somos víctimas/ De las peripecias del ha/hombre”, y vaticinas: “La isla quedará vacía / y se hundirá en el mar”. ¿Cómo diagnosticas la salud de la cultura cubana actual? ¿Cómo piensas que será la Cuba del futuro?


Diagnosticar la cultura cubana es un ejercicio que lleva mucho más rigor de lo que yo pueda decir aquí de manera breve. Está esa fuerza innegable que ha tenido la cultura para resistir a tantos años de opresión y falta de libertades. Ha logrado escapar, adaptarse, emigrar, pactar, encontrar formas ingeniosas para eludir la censura.

Esa misma resistencia la ha llevado a tener que dejar de existir dentro de Cuba. En estos momentos, lo que se puede diagnosticar dentro de Cuba es un gran vacío cultural, y en contraposición, una estela debilucha que hace tiempo dejó de ser lo que era para poder existir y prevalecer en ese espacio controlado.

La cultura cubana está desplazada, y en ese otro territorio externo los artistas están aprendiendo a ser, incluso desde la endogamia (ese espacio de validación común).

En cuanto a la Cuba del futuro, ¿qué te puedo decir? Todavía el presente es demasiado apocalíptico como para avizorar otra cosa desde la destrucción. Nos quedan muchos años de reparación, pero en algún momento entraremos en esa fase, es inevitable.



Por último, me gustaría preguntarte por tus próximos proyectos. ¿Seguirás (re)pensando Cuba?


Claro. Aunque tengo muchas ganas de que pasen años que me llenen la experiencia de nuevos mundos. En lo que eso tarda, me gustaría creer que pienso Cuba desde otras zonas, nuevas para mí: una desde lo esquizoide (la otra cara de la razón) y otra desde la memoria (su blanqueamiento y activación).

Tengo dos proyectos pendientes con esos dos temas medulares. Una deuda con un poemario, y otro libro que recién comienzo en septiembre de este año en Miami. El primero se trata de mi última obra, Esquizopatria, una compilación de poemas que empecé a escribir en 2018 y terminé en 2022, fuera de Cuba, en un recorrido por Berlín, Madrid, Granada, Valencia y Kassel.

Es un libro que empieza con un reconocimiento de una postura política y un compromiso cívico. Algo que arranca por el encuentro con la irracionalidad de un poder, aunque con una solución práctica ante eso, un posicionamiento, una solución al nihilismo en que se vive en Cuba. Y luego acaba en el destierro, de tope con la realidad de un mundo casi desconocido, pero esa vez lo irracional ronda la existencia misma. Es un desencuentro, por suerte, que lo esquizoide en el espacio-mente no se encuentren al mismo tiempo.

Ese libro será grabado y editado durante la grabación, o sea, trabajaré en él, como en una especie de reescritura, pero desde el sonido, musicalmente. Grabaré treinta pistas de audios que corresponden a los treinta poemas compilados, y cada poema se lo daré a un artista visual diferente para que lo adapte a un video creado por él. El libro no será un audiolibro, sino un compendio de treinta audiovisuales. Un material que pueda servir lo mismo como obra instalativa, como material cinematográfico o como material de multimedia para las redes sociales. Puede que esto sea un empeño por salir de lo analógico.

El segundo proyecto que comienzo en septiembre es un trabajo de investigación sobre la memoria, y sus zonas de blanqueamiento. Una memoria borrada, tanto víctima de un estado totalitario como de nuestra propia mala memoria.

La blanca memoria es un libro que recogerá veinte relatos (testimonios), historias individuales cuyos personajes se reconocen por haber vivido, de un modo u otro, cierto desplazamiento o marginación de la norma política oficial cubana, o lo que llamamos el “deber ser” del proyecto de la revolución.

Estas personas han experimentado de manera oblicua, es decir, lateral, pero decisiva, la historia cultural, social, y sentimental que se narra desde los centros de poder. Escapan de la lógica triunfalista y conservan su marca individual por encima de cualquier convención colectiva.

De la misma manera, asumen su arte y modo de vida de la manera más genuina o de la manera más comprometida con lo que ellos mismos son, con lo que ellos mismos se han propuesto ser. Sus experiencias comparten el rasgo trágico, la desgracia del desplazamiento y sus consecuencias. A su vez, comparten la belleza del gesto único, de la resistencia.

Es una investigación que comenzaré en la Universidad de la Florida, gracias a una beca que recién obtuve allí con este trabajo. El tiempo en Miami no me alcanzará, salvo para aterrizar el proyecto y comenzar un trabajo de campo, ya que la mayor parte de mi estudio recurre en el exilio cubano asentado allí.

Las entrevistas estarán documentadas con grabaciones concebidas para un posible largo documental, y también contarán con una serie fotográfica que podrá formar parte de la edición impresa. Por lo que el proyecto consta de tres formatos: publicación editorial, película documental y fotografía.



¿Por qué ese título: “La blanca memoria”?


Todos tenemos una memoria blanca, una memoria que recién nacida se va llenando de recuerdos y hechos; hacia el final del día es esa misma experiencia archivada la que nos pudiera definir.

Pero, ¿qué pasa cuando esa memoria se blanquea gradualmente cada cierto tiempo? ¿Qué ocurre cuando esa memoria es blanqueada por el tiempo y por el gran relato colectivo?

No en vano los sistemas totalitarios necesitan décadas para eliminar toda huella de creatividad individual que les genere incomodidad, y luego llenan ese vacío con su propia narrativa, la única que puede existir.

Pero el totalitarismo también se sirve de esos lapsos de tiempos en que la historia de los otros ya deja de estar viva para uno, eso que el poeta cubano Heberto Padilla llamó “la mala memoria”.

La blanca memoria es un estado de desidia y de resignación, de olvido y tedio. Los personajes aquí han luchado contra esa blanca memoria nacional, pero aun así siguen siendo víctimas de ella.



* Claudia González Marrero es directora ejecutiva del Food Monitor Program.





[1] Ciudad Nuclear, mon amour.
[2] Ídem.
[3] Uranio empobrecido.





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