To sleep—Perchance to dream…
William Shakespeare
Hay quien dice que el lenguaje no alcanza. Hay quien dice que no es eso, sino la incapacidad del escritor.
Ambas razones son válidas, siempre que se ajusten a las verdades concretas que anhelan demostrarse. Pero esto, así dicho, es una trampa.
En relación directa con la tecnología disponible (hay tecnología no disponible), lo que mayormente existe ahora es la post-verdad. Creer es una cuestión de fe, y hoy, además, un asunto de confianza y de crédito.
La tentación de la literatura (tentación de escribir) puede ser notablemente falaz y baladí, pero también ha solido comportarse como un ensanchamiento o perseverancia, en lo imaginario, de las cuentas a saldar por parte de quien, amando y odiando las palabras, no puede desprenderse de ellas.
Si esta afirmación resultara enigmática, la resumiría con esta declaración, acaso más simple: la tentación de escribir puede resolver, en buena medida, situaciones de cariz emocional de las que la existencia no nos deja libres.
Cuando en la vida algo parece insoluble, puede que cualquier solución material quede bien hecha si la literatura interviene. Aunque esta aseveración no sea, al cabo, más que una creencia absurda.
Un escritor que padezca lo contrario del síndrome de la página en blanco, puede dejar asentadas en un cuaderno de apuntes las decisiones que tomaría, en términos creativos, para tiempos de mayor esperanza o para momentos de madurez mejor aprovechada.
Nathaniel Hawthorne, hombre de moralejas y metáforas aleccionadoras, da el ejemplo y sirve de pauta: anota ideas, imagina escenarios, teje parábolas, compila resúmenes de historias y se enamora de las paradojas morales que pueden, al relatarse, iluminar el espíritu de los lectores.
Pero uno se adentra, de vez en vez, en esa demarcación turbia y angustiada de los cuentos y novelas de Hawthorne, y estoy casi convencido de que siempre prefirió tantear no el espíritu, sino el alma de quienes lo leían.
Los American Notebooks (gérmenes de ideas, fundamentos, intenciones, anticipos) del autor de The Scarlet Letter constituyen una lección para quienes, dedicados a escribir, anhelan ilusionarse con tareas que quisieran emprender y que, por mil motivos, podrían (o no) llevar a buen fin.
Si normalmente ha de ser terrible para un escritor (y para alguien que no se dedique a otra cosa que a vivir), poder ejecutar tan sólo un 5 o 10 por ciento de aquello que su mente aspira a materializar, imagínense a ese escritor en un paisaje de ruinas.
Lo más curioso, lo realmente extraño y estremecedor, es cuando comprendemos que ciertas gestiones de la emoción (no hablo de la emoción estética, sino de la vida pura y dura) son practicadas dentro del territorio de las palabras y no fuera de él.
Y entonces uno no sabe a ciencia cierta si hemos hecho bien o mal. Porque dichas gestiones se originan en experiencias reales, y el lenguaje no es más real que ellas, aunque él sea la ceniza (y el principio, en incontables oportunidades) de todo cuanto existe.
Dulce María Loynaz me escribió una vez: “Hace bien en pensar en la muerte. Es la única realidad comprobable”.
Entre veras y burlas, un amigo escritor (compone relatos distópicos mientras oye discos clásicos de rock) le decía a su novia, en los meses más horrendos del verano insular: “No te preocupes, el calor está en tu mente”.
Ahora, al parecer, los precios del dólar y el euro están bajando. Pura ilusión realista entre apagones. Pero, en realidad, ni suben ni bajan. El dólar y el euro siempre han estado ahí.
Somos nosotros quienes subimos y bajamos. Y lo hacemos sin salirnos de las fronteras de ese rango inferior que nos define como ciudadanos de quinta, que viven entre depósitos de basura desbordados, bodegas vacías y mipymes con precios monstruosos.
¿Es aceptable pensar que una zona de ese “darle tiempo al tiempo” encuentra su tramitación en la tecnología de Hawthorne para literaturizar sus más oscuros y hermosos deseos?
Quizás.
Irse de casa, por ejemplo, y escapar del ritmo social y del espacio familiar. Ahí tienen ustedes a Wakefield (el del cuento homónimo), todo un personaje que ya es un híper-personaje, con la capacidad de trascender esa categoría para metamorfosearse en un paria tranquilo, inofensivo y emancipado, sin embargo, de la ética, de los sentimientos, de la pasión.
Borges asegura que allí Hawthorne anuncia a Kafka. Tiene razón.
Wakefield sale de su vivienda una mañana, luego de despedirse de su mujer, y se aposenta en una casa desde donde puede ver (¿vigilar?) la suya. Y ese día no regresa. Ni al siguiente. Ni al otro.
Pasan semanas, meses. Años enteros. A man /…/ who absented himself for a long time from his wife, escribe Hawthorne.
Hasta un soleado día normal, en que decide reaparecer como si nada hubiera ocurrido. Y, en verdad, nada ha ocurrido. Y, sin dar explicaciones, entra en su vivienda.
Ha forzado un límite, lo ha roto, y le ha presentado pelea al sentido de la temporalidad, a las convenciones que rigen la existencia común. Se vuelve un renegado, un outcast, como dice Hawthorne.
Me refiero, cuando menciono semejante tecnología, a esa forma de desear, de proyectar, de soñar que Hawthorne pone en circulación y que, a primera vista, cualquier sensibilidad superficial juzgaría una suerte de paja mental (con perdón de las pajas, pues todas son mentales incluso en su materialidad, sólo que algunas son más mentales que otras).
Y, aun así, a punto de desacreditarse, corriendo el peligro de semejante “estigma”, la tecnología Hawthorne forma parte de la vivencia real.
Los American Notebooks exceden la mera concurrencia de papeles y notículas que van aglomerándose en una gaveta. Forman un segmento (insólito y lleno de gemas extraordinarias) de la obra de Hawthorne, así como la vida de una persona también transcurre dentro de sus ambiciones y empeños no cumplidos.
Qué maravilla, exclamaríamos.
Y, sin embargo, el problema más grave del hombre Hawthorne, de acuerdo con algunos biógrafos suyos, es el de quien no ha vivido con el débito de la felicidad. O ha vivido, sí, pero de un modo amargamente exiguo.
Aunque ya no sea época de eso, nada nos cuesta seguir pensando en la utopía de los reyes-filósofos, con la ventaja de apartarnos un poco, mediante la fuerza de nuestra mente, de la mezquindad y la estupidez.
Gracias a la mezquindad y la estupidez y la codicia vivimos en peligro. Pero escribir es tener una especie de fe.
Cuando, sin saberlo a derechas, comprendemos que el deleitable mundo real suele ser perentorio, duro e inapelable, nos retiramos al claustro de los textos que estamos escribiendo. O desarrollamos, con un poco de suerte, las aventuras sentimentales que alcanzamos a protagonizar.
Hay intercambios que nos salvan de la inmersión en la desesperanza. Este lugar común se ha dicho muchas veces, pero repetirlo es sensato y de cierta forma equivale al anuncio del amanecer que la naturaleza nos envía, día tras día, sin cansarse de nosotros, sin cansarse de nuestra incurable insuficiencia.
En mis American Notebooks cabrían muchas promesas. En otra vida me habría gustado que estuvieran agrupadas bajo un título como este: Cuaderno de Florencia, por ejemplo. O Libretas del Mediterráneo, o tal vez Dietario de Nueva Inglaterra.
Pero uno vive donde vive: en el páramo. Y no precisamente en el páramo de esa fastuosa y lúgubre (pero al cabo refulgente) novela titulada Wuthering Heights. Y voy a ver quién pinga me acusa de malinchismo.
A propósito, quiero narrar las aventuras de Heathcliff por el mundo, desde su desaparición de Wuthering Heights hasta su vuelta, y explicar cómo se enriqueció en África y el Caribe y cómo opuso fiereza y crueldad a la pena del desamor.
Me encantaría escribir una versión pornográfica de Caniquí, la obra del cubano José Antonio Ramos, donde el lucimiento genital reproduzca algunos conceptos arcaicos sobre la virilidad y la virtud (virilidad y virtud son palabras con un mismo origen).
Algún día deberé pintar una serie de monocromías simbolistas —12 en total, cada una de 2 metros x 1.80— siguiendo la teoría de los colores de Goethe, y hacer un homenaje a Mark Rothko.
No pierdo la esperanza de visitar, en Patmos, la cueva donde San Juan escribió el Apocalipsis, y allí cerrar los ojos un minuto y encomendarme al Espíritu Santo, entre cuyos dones está el de la profecía acerca del yo.
Alguna vez le dije a una persona entrenada en asuntos de negocios que uno de mis sueños creativos consistía en tener un salón de infusiones, pintado de azul, púrpura y naranja, donde pudiera escucharse cool jazz y piezas barrocas. Y que, de vez en vez, las voces de algunos poetas fueran infiltrándose por entre el humo del té y el aroma del café.
Aunque no soy un hombre del cine, no me he disuadido de filmar un grupo de 30 cortos articulados, de 2 minutos cada uno, con mujeres y hombres mientras se bañan (desde la latica y el cubo en un piso de cemento, hasta la ducha eléctrica, el jacuzzi y la bañera taraceada).
En la película no se escucharía ningún tipo de sonido, excepto las Variaciones Goldberg, de Bach, interpretadas por Glenn Gould.
No puedo aplazar más la realización de un ensayo sobre el fetichismo en los cuentos de Edgar Allan Poe.
En condiciones de desamparo, en un contexto ramplón, hipertrófico, hostil, y cercado por hienas, aves de rapiña y criaturas de mal agüero, cualquier sueño que siga el estilo de la tecnología Hawthorne devendrá una respuesta a la parálisis y a la horda de los caníbales.
Ucrania: De la Revolución Naranja a la Revolución de la Dignidad
Desde la reanudación de su independencia en 1991, Ucrania ha sufrido cuatro intentos autocráticos. Dos de ellos acabaron en revoluciones.