La vuelta a la manzana

Ya se sabe: estatismo, encadenamiento, persistencia, y, a la vez, un paisaje vigorosamente renovado (resucitado) para que todo siga, con Lampedusa, en lo mismo con lo mismo: recelos por doquier, discursos y más discursos, promesas, cálculos, maniobras. 

Una vecina de los bajos exclama: “No sé adónde repinga vamos a parar”. 

La palabra “repinga” despliega un señorío inmediato. 

El hombre que trabaja en la Empresa Eléctrica informa: “A Mariví le entró pollo y yo tengo croquetas especiales”. 

No conozco a Mariví, soy nuevo en esta plaza. 

La muchacha que “lava para la calle” se empina para alcanzar la tendedera y muestra, sin querer, el nacimiento de los muslos. Algo bonito que contrasta con los golpes sempiternos (especie de percusión industrial) del hombre del Ford azul, invariablemente intentando arreglar una puerta que no cierra bien. 

A unos pasos, unos niños juegan. Y se oye esto: “Un día de paseo / una señora / rompió con su sombrero / una farola”. 

Sorprendente y rara permanencia de ciertas canciones. De esa misma señora del sombrero yo supe cuando era un niño. 

En la esquina, dos hombres depositan varios sacos de escombros. Allí había una edificación que se cayó. Ahora hay un placer lleno de desperdicios. Es entonces cuando pienso en la vuelta a la manzana.

En la vuelta a la manzana cabe buena parte de la esencia de la ciudad. 

No se trata del chiste medio mexicano, visible en las redes, de la señora gorda que no aguanta el encierro de las actuales cuarentenas y le dice a la hija que va a dar una vuelta a la manzana (una manzana verdiamarilla sobre un plato, alrededor de la cual ensaya unos pasos antes de regresar a la habitación), a ver si la quietud desaparece. 

No es eso.

Es la vuelta a la manzana como se hacía antes: para orear la mente y matar la tarde o atraer la siesta y darle un empujoncito a lo real.

No sé de dónde viene la vuelta a la manzana. Si es una tradición, quizás surge en el siglo XIX; pero entonces ya existían los paseos donde las personas de posición se exhibían y se saludaban con gestos estudiados y corteses. Allí las jovencitas estrenaban vestidos, y las señoras lucían sus abanicos nuevos, y los jóvenes observaban el panorama de las familias. Siendo así, la vuelta a la manzana quedaba como algo subsidiario, un espacio anexo visitado muy de vez en vez, y que se constituía en “paseíto” por obra y gracia de la contigüidad.

Cuando esta columna se publique, Donald Trump seguirá pataleando por la pérdida de su reelección, el señor Biden será el nuevo presidente de los Estados Unidos en compañía de la elegante y atractiva Kamala Harris (las mezclas raciales suelen producir fenotipos distinguidos: Jamaica + India), y uno aquí, aguardando resignado, viendo llover, como Isabel en Macondo, y esperando por los cambios que se avecinan, luego de los cuales el único gran cambio no ocurrirá. Nada cómo leer e imaginar al príncipe Fabrizio Salina en Donnafugata, contemplativo ante la noria de la realidad. 

Pero, sea como sea, uno necesita entretenerse. Y la vuelta a la manzana es una opción interesantona, aparte de la Gravedad y la Gracia (ubicuas y tenaces a pesar de los pesares), que en ese minuto de poquísimos segundos se adhieren a la joven lavandera de los muslos dorados. Cuando paso por su lado, lejos del contaminante morbo habitual en esos ámbitos, siento un olor a detergente y flores. 

Atención, feministas en ceñuda vigilia: no es que yo sexualice su estampa, tan congruente con un cuadro de costumbres. Simplemente ocurre que su presencia, entre sábanas y toallas húmedas, es la única nota gentil donde la belleza sobrevive.

De la sempiterna carnicería (su democrático portal, que es lo más distinguido allí) a la casita del hombre que vende yogur, hay unos veinte metros. Al frente se alza, todavía garbosa, una balconada de inicios del siglo XX a la que nadie se asoma (hay peligro de derrumbe), excepto en las tardes, cuando el sol se retira. 

La acera, fracturada, revela una boca de infierno: un río subterráneo que se oye siempre y que se desborda si llueve mucho. Frente al agujero, que parece un pozo irregular y está protegido por una red de cabillas, se sienta otro grupo de muchachos y muchachas. 

Es el grupo del día, la horda diurna. Esta se caracteriza por el silencio y se ejercita en las miradas y el estudio de los paseantes. 

La horda nocturna escoge el portal de la carnicería, que se encuentra a muy poca distancia. Esa horda es puro bullicio, pura habladuría en torno a dos asuntos: la competitividad erótica y la relevancia social.

Una digresión quimérica: si en algún momento crucial de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos regresara a la Casa Blanca la idea de una visita a la Isla, me gustaría imaginar que en la comitiva vendría, para variar, un par de bandas como Bon Jovi o Aerosmith: New Jersey y Boston al por mayor, como si dijéramos. La comitiva, obviamente muy demócrata, sería tan solo la primera de tres, e incluiría también, junto al señor Biden, a representantes del latin jazz, a miembros de las artes liberales y de la pedagogía, a economistas, etc., etc. 

Allí estaría Kamala Harris con una combinación, en blanco o arena, de chaqueta y pantalón, y un canotier para el sol encima de unas gafas. Imagino a Biden al centro de la cohorte, todos prometidos no solo a una caminata por la Plaza de la Catedral y la esquina de 23 y L, sino también por una de estas calles de mi vuelta a la manzana. Y como serían tres comitivas (política la primera, de negocios la segunda, cultural la tercera), el año en que aterricen sería declarado el “año Biden” en Cuba.

Pero nada de eso va a ocurrir, como es natural. Porque, ¿qué hacer con la dolorosa esquina de los escombros y los desperdicios? 

¿Transformarla en parque o levantar allí, a toda velocidad, una tienda para comprar en MLC

¿Qué hacer con los muchachos y las muchachas del portal de la carnicería, que huyen del calor y del hastío? 

¿Qué hacer con la anciana que grita, desesperada y delirante, al ver a sus perros combatir a ladridos y mordiscos con otros perros que sí son muy callejeros y muy maleducados? 

¿Qué hacer con los matadores de cerdos, que viven a cincuenta metros y no se ocupan de aliviar la crueldad ni los clamorosos chillidos de la agonía? 

¿Qué hacer con el tóxico bodeguero que, en medio de su falta de cordialidad, no hace otra cosa que parecerse a un asesino serial (igualito a Michael C. Hall) en retiro antes de tiempo? 

¿Y el viejito que vende jengibre, el carretillero de los plátanos machos, el bicicletero de los bocaditos de helado? 

¿Qué hacer con los compradores de oro y aluminio, de frascos de perfume vacíos, de refrigeradores rotos? 

¿Qué hacer con la mujer que vende pasteles de coco y de guayaba, con el hombre del yogur, con el espectáculo incalificable del agromercado que, a menos de cien metros, exhibe su persistente vacuidad?

Por muy atrevidos y “juveniles” que sean los protocolos de Estado, siempre tienden a desestimar todo eso. 

Pero la vuelta a la manzana sigue, más allá o más acá del ensueño. Ahí están la casita de los disfraces, la paladar de la otra esquina, y la mujer que ofrece auténtica miel donde se ven (no miento) trocitos de cera y restos de los cuerpecitos de las abejas. No hay nada como la naturalidad, aunque ya casi nada es natural, excepto esa miel de emocionante autenticidad. 

Retorno al ensueño: veo a Steven Tyler y a Liv, su apetecida hija, acercándose a los frascos de miel. Y, ¡sorpresa!, Kamala Harris se une a ellos. El presidente Biden ríe. “¿La han probado con canela en polvo?”, pregunta la vendedora, y el traductor se apresura a traducir. Kamala, hija de hombre de Jamaica y mujer de la India, sonríe. 

La vendedora tiene canela en polvo sin adulterar, y la ofrece gratis. La mezcla se produce en plena calle, en las palmas de las manos de los tres visitantes. 

“¡Oh, Cuba!”, se oye decir. 

Ay, Cuba, digo yo.




Alberto Garrandés

Escribir en las paredes

Alberto Garrandés

¿Qué habría pintado Banksy en las paredes de la calzada más bien enorme de Jesús del Monte? ¿Se habría atenido a la pobreza de los refugiados? Porque es sencillo admitir que los refugiados son solo los que se marchan o se quedan fuera de la isla, cuando en verdad también lo son quienes permanecen en ella.