Lapislázuli (otra vez el mar)



El carácter ilusorio del fin de año se manifiesta en cierta pátina espectral que adquiere La Habana cuando uno, caminante a ratos, va por algunas calles periféricas en busca del mar.

El fin de año es aquí, hoy, el resultado de imponer a lo real un esquema voluntarioso y pueril que anhela llenarse de festividad, alegría y buenos sentimientos. Pero sabemos muy bien que, en la Cuba real, y en una ciudad como La Habana, cualquier alegría (excepto las encumbradas) tiene que ver más con un deseo que con un estado mental donde existan motivos comprobables para el júbilo.

El optimismo, muy tenaz, se manifiesta de esa manera, y no hace más que echar mano de la esperanza, que mal se lleva con el sentido común.

Pasé los días finales de 2024 en casa de una amiga, cerca de La Puntilla. El apartamento, muy amplio (tuve la oportunidad de disfrutar, incluso, de una habitación de trabajo), nos acogió a mi esposa y a mí. Sin embargo, si el mar está cerca, o taaan cerca, no puedes dedicarte a escribir todo el tiempo, aunque sean días de ocio en el País del Ocio.

Paul Valéry escribe este verso en El cementerio marino: La mer, la mer, toujours recommence.

El mar que siempre recomienza.
El mar como origen, camino de vidas, cementerio y resurrección.
El mar, otra vez.




Cuando, en armonía con tu poética, compones un texto sobre monstruos cuya presencia acaece en una suerte de desfile de sensaciones (y en este punto el lenguaje se hace protagonista), y cuando los monstruos son particularmente novelescos, y cuando por detrás de esa cuidadosa armazón florece un ensimismamiento “demasiado” cultural, entonces ves el peligro y puedes calibrarlo.

El peligro es ese: estás a punto de quedarte fuera. A punto de exiliarte de lo real.

Y es así cómo el mar viene en tu ayuda, para reincrustar tu presente en el espacio y el tiempo de la Isla. Reincrustarte ahí. Y no precisamente de buen grado.

A la caída del sol, sales de donde vives y caminas hasta la esquina. Topas con el edificio Sierra Maestra. El contraste con lo que surge a continuación (otro edificio) es muy fuerte.

El desastre del abandono. Un desastre tan melancólico como ensombrecido y que, con los años, viene a convertirse en escenario de historias.

La novedad abrillantadora de las historias. La erosión de la Historia con su aridez abrasiva.

(Entre paréntesis: Günter Grass recorrió La Habana en 1993, hace ya más de 30 años. El padre del maravilloso Oskar Matzerath comentó que la ciudad, muy deteriorada, se parecía mucho a Calcuta. Después, miró en derredor y preguntó cuándo había sido la guerra. “Guerra del tiempo”, dicen que dijo, jocoso, el escritor cubano que lo acompañaba, aludiendo a un libro de Alejo Carpentier.)

Semejante boutade no da la menor gracia, y mucho menos hoy. Aunque decir que en la Ciudad Maravilla el abandono ha ocasionado desastres, equivale a acariciar, con el agobio de lo muy repetido, un lugar común.

Sin embargo, todo cambia si te encuentras cara a cara con los habitantes del desastre. Los rostros del desastre, plantados encima de otros rostros, o multiplicados en un enjambre de náufragos esperpénticos que te hablan, mediante susurros, de la infelicidad y la sobrevida, devienen, aquí, hijos del mar.

Sobrevivientes empecinados que sonríen, buscan cigarrillos, beben alcoholes disímiles y escapan de las convenciones de la tristeza.




Una mujer, ataviada con un largo vestido amarillo, cruzó de repente por delante de mí y se perdió entre trozos enormes de concreto. Caminaba resuelta y sin mucho cuidado, por entre los filos de las rocas y los cascajos.

La calle dio paso al mero arrecife. Y el arrecife, seco y con restos de algas, se hizo cada vez más húmedo. El mar rompía a unos metros, en una suave pendiente, y el murmullo de la espuma desgarrada prometía ser constante.

Hacía tiempo que no me encontraba con el mar, excepto con aquel adherente y maldito mar (las aguas perpetuas y carcelarias) de Virgilio Piñera.

A mi izquierda, sumergidos en una poceta donde las olas se remansan, hay dos hombres. Se asean. Tras ellos, la mole descascarada y enorme del edificio melancólico y ensombrecido.

No tiene ventanas ni puertas. Es grisáceo, luce rótulos coloreados al frente, y se adorna, en sus inmediaciones, con bolsas plásticas, platillos plásticos grasientos, tiras de telas, paquetes vacíos de cigarrillos, trozos de poliespuma, fragmentos dispersos de un gavetero de contrachapado, cristales, y centenares de latas de cerveza.

Muy cerca veo un coco junto a una plantilla de zapato. Esta vecindad me resulta alucinante, pero no rara.

Allí, en el edificio grisáceo, resisten los sobrevivientes. No hay agua potable, ni electricidad. Me aproximo. Pregunto por la mujer del vestido amarillo.

Usted no vio a ninguna mujer, asegura, sin mirarme, uno de los hombres.

Replico con cuidado. Y él insiste: Esa mujer no existe.

Me encojo de hombros y añado: Pasó cerca de mí y se perdió por allá. Y señalo hacia un extraño cayo de hormigón, embanderado de cabillas torcidas.

El hombre revela su impaciencia. Ya lo dice usted: se perdió… y perdida está.




El otro hombre empieza a secarse el torso con una camisa vieja: Esa mujer —interviene amable, en voz baja— murió muy cerca de aquí, unas horas después de ver cómo una lancha se llevaba a sus hijos. La lancha se puso cerquita y el padre de los muchachos los ayudó a montar. Se fueron pitando. La mujer había venido nada más que a despedirse, estaba al tanto de lo que iba a pasar, pero usted sabe cómo son esas cosas… Un momento muy duro, ¿no?

El primer hombre añade: Se sentó por aquí mismo, mirando al mar hasta que la lancha se perdió de vista. Y así y todo se mantuvo quietecita, sin apartar la vista del oleaje. Y anocheció y esto se quedó vacío, porque mucha gente acudió a mirar. Y al día siguiente la encontraron tirada sobre las piedras, muertecita de tristeza.

Consecuencias de la pira. De pirarse. Escapes al por mayor. La huida, la fuga, el abandono.

Me despido de los sobrevivientes y me acerco a los escollos blanquecinos. En el bolsillo trasero del short, guardo, ignoro por qué, un par de billetes de 5 pesos que son como reliquias. Hoy, en Cuba, no sé qué podría uno comprar con 5 pesos.

Una piedrita pulida me sirve para agregarle peso a esos pesos ya casi inservibles. Arrugo un billete en torno a la piedrita y lo lanzo al mar. Ojalá hubiera tenido algunas monedas.

Pienso en el alma en pena de la mujer vestida de amarillo: Que la memoria cuide de ustedes, fantasmas tristes de familias tristes.

Regreso a casa de mi amiga. La veo en la sala, ordenando los trocitos de lapislázuli de su altar. ¿Viste qué cantidad de muertos hay por allí?, me pregunta.

Quedo en silencio.

Nada que hacer salvo escribir (hacer la obra sin capitular ni pactar, como pedía Virgilio Piñera) y esperar.

Lo demás se cifra en la acumulación sentimental de los días. Y en la experiencia del Otro como espejo.



© Imágenes de interior y portada: Alberto Garrandés.





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