Hay una ética del lenguaje y una ética humanística, por así llamarla. Parece que son dos cosas distintas, separadas por la presencia mayor o menor de un ámbito académico (sin retirarlo de la filosofía, ni de su enseñanza). Pero en el fondo son lo mismo: una ética ordinaria (habitual) que, de acuerdo con la gente que sabe, brota como discusión y problema, de una situación “simple”: la verdad y los hechos puros no son lo mismo, y decir la verdad no equivale a describir los hechos por mucha “pureza” que ellos detenten.
Ambos actos, decir y escribir, son en el fondo muy complicados. Ludwig Wittgenstein dio a conocer en 1921, hace 100 años, su Tractatus Logico-Philosophicus, y en la introducción aclara algo crucial y estremecedor: “Todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.
Más allá de ese horizonte de silencio, donde la melancolía se hace hija de la indefensión a causa de la inutilidad provisoria de las palabras, se encuentra la naturaleza pusilánime del sentido común.
Defraudado por la realidad, Ernst Jünger lee a Parménides, Anaximandro y Platón antes de marchar a la guerra. Tiene dudas, pero marcha al frente y hace lo que cree que le toca hacer.
Que el mundo se divida en hechos, según Wittgenstein, y que el lenguaje devenga un medio primitivo pero prodigioso, exiguo pero maravillosamente maleable, crea el efecto de un callejón sin salida. El lenguaje lo es todo y es nada. El lenguaje totaliza la existencia y la hace inteligible. Uno puede explicarla con pobreza cuando se detiene ante sucesos (tangibles e intangibles) que se codean con eso que denominamos “lo inefable”.
Si describir hechos en busca de verdades es una actividad deficitaria en relación con el tipo de pensar que vive tras esos hechos, entonces enseñar filosofía (y esto es solo un ejemplo conexo) es zambullirse, casi obscenamente, en un enjambre de esquemas lógicos que solo sirven para armar un mapa del pensamiento. Aun así quien alcance a armar, de forma crítica, un mapa de esa índole, no habría hecho poco. Los mapas son huellas de trazos y uno sabe cómo fue un hormiguero aunque las hormigas lo hayan abandonado frente a la proximidad de la tormenta.
Cuando Heidegger le dice adiós a su cátedra universitaria, le preguntan por qué lo hace. Su respuesta es contundente: “Voy a dedicarme a pensar”.
Pensar es el camino, pero hacerlo desde la vida inmediata (contactos directos con la tierra y el paisaje) es el methodós. Camino es método, si vamos a ponernos muy etimológicos. Y, por otra parte, una vida no examinada no vale la pena vivirse, de acuerdo con Platón.
Examinar la vida es ser consciente de ella, hacerla consciente en ciertos grados de objetivación, según nos explican pensadores especulativos del más alto predicamento universal. La vida en sí misma es ella más su examen. La consciencia del vivir pasa por el lenguaje, como los hechos y las verdades (certidumbres) sobre los actos. Esta pasmosa determinación platónica es del Platón que describe de qué forma Sócrates habla ante sus jueces. Sócrates urde su discurso (una defensa de sus puntos de vista y de su libertad de exponer y difundir ideas) gracias al Platón testificador. Es Sócrates quien, en un momento de su razonamiento, subraya dos cuestiones extraordinarias: que le resulta imposible callar, guardar silencio, y que el mayor bien humano proviene del habla, del examen.
Lo tremendo de este Sócrates vía Platón reside en el nacimiento (uno de tantos) occidental de la idea del habla y el lenguaje (la renuencia al silencio) como idea de la libertad.
Sócrates sabe que va a ser condenado y que lo más seguro es que sus jueces lo sentencien a morir. Pero incluso en ese contexto el filósofo explica de qué modo habría sido sencillo, para él, acudir a razonamientos, extremados por la falta de virtud, para evitar morir. Y alude a su riqueza, la única que posee: el lenguaje. No podría, dice, pagar una supuesta multa con plata pura, pues no posee semejantes bienes, pero sí con palabras. Y se niega a callar, al par que también se niega a rogar, a suplicar por su vida entre lamentos, y resuelve no rebajarse ante la vergüenza de prometer hacer silencio.
Los atenienses que juzgaron a Sócrates (y de todo esto nos enteramos gracias a Platón, enfatizo) quizás estaban acostumbrados al gemido, al suspiro, al ruego, a las imploraciones desde la cobardía. Por contraste abrillantaban, de paso, la entereza propia de la paideia. Pero una vida no examinada no es vivible, no vale la pena ser vivida, y por eso una vida sin lenguaje (y sin expresión emancipada, insubordinada) no es digna de ser vivida porque no tendría uno la libertad del juicio, que en última instancia equivale a la libertad de las palabras.
2020 acabó, en Cuba, con el 27N, o tal vez el 27N es un parteaguas hacia el 2021 y más allá. ¿Por qué lo es? Porque entre la posición de Witttgenstein y la del Sócrates platónico, lo que se escoge allí es el lenguaje, el juicio y, por último, el enjuiciamiento.
No quiero traer por los pelos a ninguno de los dos, pues Wittgenstein se refería, impávido, a la responsabilidad sobre los límites de lo efable, no a la libertad del decir, mientras que Sócrates conocía la doble condición moral del lenguaje y el habla para reconocer que, si hay imposibles lógicos del decir (del hablar, de la expresión), el análisis jamás se enrarece, y para proteger una idea: que el juicio es la manifestación más pura de la libertad.
Otro ateniense, Tucídides, hombre de la Historia, les decía a quienes solían escucharlo: “Convénzanse de que ser feliz significa ser libre, y que ser libre significa ser valiente”. La valentía más radical gira siempre, en su primer plano o en el más alejado, en torno a una idea de la libertad o de la liberación con respecto a los dogmas. Y cuando se alude a la libertad de creación, el aspecto de los fenómenos se modifica bastante. No se pide permiso para crear ni para resolver nuestras disensiones con los límites del arte y sus campos minados. Ya en los tiempos del pensamiento clásico el concepto de enjuiciamiento se asociaba al concepto de crisis. Allí nace, además, lo que posteriormente se llamó “sujeto despierto”.
El hombre despierto, el hombre del juicio y el hombre libre. He ahí una pirámide de base triangular, de tres caras. La cuarta es la que se afinca en la historia y precisa su datación y revela su parentesco y su atadura inmediatos con el aciago contexto que nos toca en suerte. Lo demás es vaivén: entre el deseo y la espera, entre el obrar y el no obrar (decía William Blake, en sus Proverbs of Hell, que quien desea y no obra engendra pestilencia). Entre el silencio, el arte (que no es silencioso) y la diatriba.
Post Scriptum del 28 de enero de 2021
No se defiende una idea, ni una Revolución que presume de su vigor y su estabilidad, a punta de pistolas (digámoslo así), con tropas, con acosos de naturaleza policial, ni con insultos, ni con agentes que hostigan a mujeres, ni con prisiones domiciliarias forzadas, ni con calumnias.
Si un dogma no acaba de morir y la Aurora no acaba de presentarse, se produce una crisis.
Ojalá las palabras se abran paso sin carros de la policía, ni detenciones, ni secuestros de teléfonos móviles, ni amenazas, ni violencia física. Disentir tiene que acabar de ser ese fantasma satanizado al que se le responde, con la cruz de la usurpación y la repulsa en la mano: “Tú no existes”.
El sexo, el cine y yo
La historia de mi placer, de mis espasmódicas poluciones, de los cuerpos con que me mezclé, de los sentimientos embrollados e inextricables que se originaron allí, resulta irrelevante, a diferencia de ese espacio conjuntivo que se crea cuando esa irrelevancia dialoga con el imaginario cultural del sexo, el deseo, el placer y sus metáforas.