Dado que hace dos siglos nacieron, juntos en 1821, Charles Baudelaire y Fiódor Dostoievski (y murió ese mismo año John Keats, el poeta de Endymion), se me ocurre que frente a la absurda querella entre Patria, Libertad, Muerte y Vida (absurda porque está bien claro que ningún proyecto político auténtico, y de duración tan extensa, debería incluir a la Muerte como opción), es mejor pensar, con semejantes escritores a mano, en lo que ellos personifican: el abismo de la identidad, la negrura del mundo dentro de la luminosidad de la vida, lo sagrado del amor y del cuerpo, y la libertad de las mujeres para rebelarse y decir y hacer lo que consideran que tienen que decir y hacer.
Porque en definitiva es el yo lo que cuenta más allá de los demás, en especial si uno tiene al yo como ese yo disperso y corredizo que sería, al cabo, un yo de ida y vuelta, un yo-para-los-demás.
Escribí esta columna poco después del 8 de marzo, esa fecha oportuna para que la Luna (Selene) se enamore otra vez del cazador-pastor Endymion, que busca, por su parte, un ideal femenino. La Luna le pide a Zeus que conceda vida eterna a Endymion, objeto de su amor y su deseo. Pero Zeus se niega. Entonces Selene recurre a Hipnos, que no puede ir contra Zeus pero sí desviarse por otro camino. Hipnos hace que Endymion duerma hasta un punto impreciso e infinitamente distante. Dentro del espacio del sueño no hay horas ni días ni años. Y Endymion duerme a perpetuidad, o casi, para que la Luna pueda hacer su vida con él, incluida esa existencia que denominamos íntima (del cuerpo, el deseo y el sexo). De acuerdo con algunas versiones del mito, Endymion y la diosa de la Luna tuvieron abundante descendencia.
De modo que ni Patria ni Muerte cabrían en las mentes de quienes saben qué/quién es en verdad una mujer. La cultura patriarcal se apodera de todo y excluye, por ejemplo, a la Mater Matuta (y sus avatares en las prácticas meditativas contemporáneas) de los romanos arcaicos, que presidía las Fiestas Matrales (así llamadas), exclusivas para mujeres. Como también se conoce, dichas fiestas contenían también otro aspecto o máscara de la Mater Matuta: Bona Dea. Y aquí hay dos emplazamientos regentes: la fertilidad y la virginidad. Es de suponer que la palabra “bondad” tiene su origen en la contracción de ese nombre: Bona Dea. Y es irrefutable, también, que esa Mater Matuta proteje contra la violencia, da asilo a los hijos excluidos, resguarda las virtudes de la intuición y defiende la naturaleza curativa de la empatía.
Si una mujer te confiesa que mira videos XXX festejando su emancipación de los cánones de la belleza, dándole la espalda a esa belleza que se evapora (según los ideólogos de la mirada heterocentrada) después del umbral de los cuarenta, y lisonjeando sus labios menores hasta hincharlos como una flor que empieza a abrirse, hazle caso. Ella sabe lo que está diciendo.
Con la tecnología y sus short cuts, la gente olvida que, como decían Jules Michelet y Carl Jung, una mujer es sueño, intuición, mito, ritual, inclusividad, misterio y poder.
Estos no son lugares comunes. La persistencia y la conservación milenarias de ciertos olvidos devienen ejercicios de la masculinidad y se constituyen en un poderoso conjunto de actos patriarcales donde olvido quiere decir indolencia, repudio y obturación.
Baudelaire, el poeta más sedicioso del siglo XIX francés, llevaba en su sensibilidad una comprensión muy específica de lo femenino, que él reverenciaba desde el spleen y la ira contra la ciudad y lo citadino (que a su vez era más o menos un sinónimo de la hipocresía social, de la mendacidad moral). Esa comprensión quizás se personifique en una mujer concreta, una amante de las fronteras, entre hindú y africana: Jeanne Duval.
Resulta vago y casi abstracto el posible vínculo que nos llevaría desde ese verso donde Baudelaire sacraliza el sexo de una mujer hasta la pelvis inimaginable de Jeanne Duval. Uno cede a la tentación de establecer el enlace: del vello abundantísimo adivinable en ese célebre poema-oda-himno, al Mons Veneris de la joven que, procedente de la isla Mauricio, sedujo al poeta veinteañero que ya visitaba prostíbulos y tenía sífilis. Jeanne Duval se dejó retratar, pero vestida. Que se sepa, nunca posó desnuda. Ni para Manet ni para otro.
En su novela El idiota, Dostoievski presenta a un personaje fuera de serie: el príncipe Myshkin, un hombre en quien el amor y el deseo se disfrazan de compasión, o al revés. Ingenuo, entregado al encierro en el interior de ensimismamientos donde la bondad y la emoción son universales, el príncipe no entiende casi nada de reglas ni compromisos sociales, o más bien lo entiende todo debido a una afinada inteligencia moral, que lo impulsa a aceptar, a perdonar, a disculpar.
Hay dos mujeres muy diferentes en la vida de Myshkin: Nastasia y Aglaia. Ambas son arquetipos. De la pasión impulsiva y la autoflagelación (en el caso de Nastasia, por tener la peor opinión de sí misma), y del miedo al amor más limpio (en el caso de Aglaia), desarrollado a causa de una fragilidad que el príncipe no detecta en ella, ya que incluso cree en las buenas intenciones de todos.
Cuando, de regreso a una parte del oro de la literatura (Baudelaire, Dostoievski), te encuentras con esas cualidades, portes, actitudes, hechuras y formas activadas en la inmediatez del hoy (hablo de ciertas mujeres que seducen de un modo tiernamente vandálico, si me dejan decirlo así), y comprendes que hay estados universales del yo que no desaparecen, y que uno tiene que despojarse del mil y un prejuicios que brotan de esa cultura patriarcal, y que construir la identidad propia es tu obra mejor y es algo que te une a los otros lo quieras o no, te preguntas esto: ¿qué rayos pinta ahí ese debate en torno a la Patria, la Muerte, la Vida, la Libertad y la Revolución? ¿O es que se trata de una disputa que pretende totalizar la existencia como si fuera un totum factótum?
Si una mujer te confiesa que tiene ganas de masturbarse con un pepino sin cáscara y que prefiere hacerlo antes que entregarse a un tipo que singa bien pero no sabe lo que es la gran ola de Kanagawa (pondré ese ejemplo extremado), hazle caso. Ella sabe lo que está diciendo. Se ha apropiado de esa ola de Hokusai y la ha convertido en la metáfora de lo que anhela que le ocurra.
A inicios de los años 90 Andréi Mijalkov-Konchalovski hizo una respetable versión televisiva de La Odisea. Mujeres de arena y piedra, mujeres matriciales, madres altivas y deseosas de sexo, madres milenarias, ancladas a la lava de la Diosa Primordial, que tiene tanto poder hace 10 mil años como ahora mismo, pues brota con idéntica energía. Allí, en esa versión, encontramos a una Penélope rendida de amor y exigiéndole a Poseidón que le devuelva a su marido, el hombre en quien lo ha cifrado todo, y con razón. “Prefiero, envejecido, estar un instante al lado de Penélope que vivir cien años, eternamente joven, junto a ti”, le dice por su parte Odiseo a la ninfa Calipso, un inevitable arquetipo de la belleza joven, de esa belleza tan difícil de esquivar.
En la mejor escena de la película, Penélope va a la playa al anochecer y se masturba con la energía del oleaje. El deseo no espera: le pide al dios de las aguas que le devuelva a Odiseo y separa los muslos, desnuda, ante un mar que azota su sexo.
No hay manera de hablar de Patria y masculinidades en un mundo donde los héroes son vestidos y ungidos, en el amor y la guerra, por mujeres invencibles y de aliento milenario. Se está en presencia de la tierra, el requesón mediterráneo, las uvas, la miel y los olivares, pero todo eso está en manos de las mujeres y junto a una maternidad ante la cual los héroes se arrodillan, abrumados por la entereza y la persistencia de un amor multiforme, heterogéneo. Así que nada de Patria o Muerte. Habrá Muerte, claro, pero sobre todo mucha Vida y mucho Amor en la Matria, que no se corrompe ni por engañifas ni discursos utópicos ni falsedades repetidas con la mayor procacidad.
Limón partido / Tequila ‘sunrise’
El país que sueña, el país soñador, está ahora mismo roto, fracturado. Un país disfrazado de Nación no avanza. Y si avanza, lo hace por senderos cortos y, al final, cerrados. No puedes sostener un país así, no puedes embrollar el ser con el querer ser. Ni el querer hacer con el poder hacer. Ni la intención con lo real.