Poco antes de la lluvia (un ejercicio jovial)

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Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.
Virgilio Piñera, La isla en peso.


En un tiempo que parecía definitivamente apocalíptico, de postrimerías y revelaciones, cuando uno apenas escapaba del Período Especial, tuve en la Plaza de Armas (La Habana Vieja, Cuba, 1995, después de un almuerzo de penuria y desesperanza) una conversación con un escritor que me habló con entusiasmo de su intención de escribir un relato donde el protagonista caminaba de madrugada por las calles de la ciudad, entre El Vedado y Centro Habana, uniendo los puntos de un periplo formado por las viviendas de amigos de un personaje equis que acababa de morir de manera súbita.

un personaje equis que acababa de morir de manera súbita

El relato trascurría, en su mente, a partir de la soledad de ese amigo-del-muerto que les avisa, uno a uno, a otros amigos-del-muerto, y que anda y desanda las calles fumando cigarrillos baratos y congregando noctámbulos y noctámbulas, para terminar todos en una funeraria de barrio hablando de la amistad con el fallecido, bebiendo café malo y comentando libros (porque algunos de estos conjurados son escritores y creen en la “utilidad práctica” de la literatura).

En aquel tiempo, lo apocalíptico no escapaba, como suele ocurrir con todas las cosas de este mundo, del más pavoroso de los relativismos. Creíamos que la “cosa”, peor que el monstruo hiper-proteico de John Carpenter, estaba muy mala (por ejemplo, el Maleconazo: verano de 1994). Y no sabíamos cuán mala iba a ponerse de verdad.

En la isla, ahora, ya el perfume de una piña no detiene a un pájaro (eso escribió Virgilio Piñera en La isla en peso) excepto para matarlo del corazón a causa del precio.

¿Cuánto cuesta una piña madura de dimensiones regulares? ¿100 pesos?, ¿150? Ni sé. La libra de cebolla cuesta 300. Igual que un paquetico de frijoles (del tipo que sean).

Pero vayamos a la literariedad, que nada nos cuesta. Nada nos lo impide: la Isla está hecha de palabras y metáforas y muchos de sus componentes van desvaneciéndose, menos aquellos que tienen que ver con el lujo tangible y el desamparo tangible.

Aquel recorrido imaginario, o que reproducía un hecho real cuyo anhelo fue el de poseer un empaque de romería (como vestíbulo de un velatorio), no creo que haya sido escrito. A la larga, no me atreveré a asegurar nada en relación con eso, pero creo que el relato se frustró.

En cambio, sí sé que, en todo caso, el pájaro piñeriano se estrellaría contra la aromática piña madura, para morir en el acto con el cuello roto, igualito que Piñera cuando, en la agitación horrible del infarto, dejó de respirar, y su defunción —tras una muerte civil que, al mencionarse en público (en actos oficiales, quiero decir), todavía produce incomodidad— empezó a anunciar la crisis de 1980.

en medio de “actos de repudio” horrendos, criminalizadores

En ese año, fresco aún el cadáver, un montón de gente cansada se marchó de Cuba, en medio de “actos de repudio” horrendos, criminalizadores. Igual que a inicios de los 90. Igual (o más) que en nuestros días, entre eso que se llama parole y las travesías rumbo a las fronteras de EE.UU. con México, para no añadir el éxodo (los distintos éxodos) hacia Europa.

Las brillantes piñas del punto de venta de la esquina de San Bernardino y Paz huelen de un modo persistente, pero las aves ya no se detienen allí. Temen romperse el cuello para caer “abatidas en tierra”, como escribe Piñera en su hermoso minicuento “La muerte de las aves”.

Uno sigue rumbo a la carnicería (se supone que la cuota de huevos esté por llegar, o haya llegado) y ve al carnicero, junto a su flamante motorina azul, leyendo una revista en el sombreado portal.

No hay nada escrito en el pizarrón de anuncios. Lo que hay es nada, la nada. Lugar común y locus solus.

“Estoy esperando el carro”, dice el hombre.

No hay que preguntar qué carro. Él espera y ya. Lo que sea que aparezca, vendrá como una señal de sobrevida. “Un mago no llega tarde ni temprano, sino cuando es el momento”, le dice Gandalf a Frodo. Los huevos no llegan tarde ni temprano. Llegan y ya: con precisión.

lo que sea que aparezca, vendrá como una señal de sobrevida

¿Es cierto que hay que morder, arañar, gritar, como escribe Piñera en su célebre poema, que cumple ya 80 años? Hay gente que lo hace: morder, arañar, gritar. “En este país donde no hay animales salvajes”, declara el poeta. ¡Si nos viera hoy!

Imagino a Piñera, sentado en un sillón soleado, observando a los paseantes, milagrosamente lúcido, o ya loco, o dado por muerto, con 110 años recién cumplidos, balbuceante, recitando fragmentos de La isla en peso.

¿Un Virgilio Piñera que fingió su muerte y se recluyó, en vida, como Wakefield, el insólito personaje del cuento homónimo de Nathaniel Hawthorne, que narra la historia de un hombre que un día decide desaparecer de la vida familiar, de sus amigos, de su entorno, y se muda solitario a una casa desde donde puede espiar la suya y ver la existencia con tranquilidad, pero como un paria a quien se le ha dado por muerto? ¡Qué júbilo inabarcable si así fuese!

Sigo mi camino por la calle Juan Delgado y veo un molote a mi izquierda. Hay bullicio. Es la cola extremada (acabo de contar más de 100 personas) de los cajeros del banco. Una sucursal del Banco Metropolitano.

Los utopistas suelen ser guturales y pomposos. Antes se llamaba Banco de los Colonos. No conozco el origen del nombre. Sólo sé que hay viejitas sentadas en los escalones, vendedores diversos, mujeres con coches de bebés, y hombres furiosos que discuten.

los utopistas suelen ser guturales y pomposos

Frente a la cola, en la calle, dos carretas con frutas esperan. Nadie acude. Los precios bajan y nadie acude. No hay cash. El mero cash, el simple efectivo. Dinero en efectivo, papel moneda. Mere cash. No hay.

Cashmere. Así. ¿Cashmir? Eso: Kashmir. Led Zeppelin, 1975 y mis versos en un narrative poem por el que siento alguna dosis de orgullo, por nadar contra la corriente, como exclamaba Dulce María Loynaz en su prefacio a Jardín, al referirse a su estilo.

De repente, al dejar atrás la cola y avanzar rumbo al sitio donde pretendo comprar una porción de queso (queso blanco), veo de nuevo a Piñera dándose sillón en el vestíbulo de una casona con columnatas (estilo neocolonial de los años 30, toda pintada de crema).

Me mira y sonríe. Y asiente. Y murmura: “¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrificios?”

Nadie, excepto ellos. Y nadie excepto los niños cuando juegan, inocentes. Ocurre así, en estas “tierras paridoras de bufones y cotorras”. Estamos asediados por bufones y cotorras.

estamos asediados por bufones y cotorras

En el negocio de venta de alimentos, donde abundan ahumados y latas, no hay queso. “Se nos terminó antier, me traen pasado mañana, creo”, dice el dueño.

En el tablón de ofertas leo: masa de hamburguesas. Una figura entra y se coloca a mi lado, frente al mostrador. El dueño palidece. La figura, embozada, maneja una silla de ruedas. Allí, muy cómodo, va Piñera, sonriente. “Estoy aquí también por el queso blanco”, susurra.

El dueño no contesta. Sigue tan pálido como antes. Piñera me mira. “Es la hora terrible”, afirma. “Verdad que sí”, contesto.

Y le pido al dueño una libra de masa de hamburguesas, fantaseando con la idea de encontrar ahí una uña, una falange, un anillo de acero quirúrgico.

Me despido. Salgo al calor. A unos metros, otra carretilla con viandas exhibe unos plátanos machos bien maduros.

Nada mejora más un almuerzo con arroz y alguna bobería más, que unos plátanos maduros fritos. 45 pesos cada plátano. Es la hora terrible, ya lo dijo Piñera.

Cuando estoy guardando los dos plátanos que acabo de comprar, el misterioso conductor de la silla de ruedas donde va Piñera me da alcance. El poeta ríe, divertido. “Va a llover”, anuncia. “El sol se ocultó hace rato”, digo. “Sí, pero, ¿qué puede el sol en un pueblo tan triste?”, contesta él.

Me doy cuenta, entonces, de que, poco a poco, él ha estado expresándose por medio de versos (o fragmentos de versos) de La isla en peso. “¿Qué puede el sol? Matarnos de calor, amigo”, exclamo. “Todo un pueblo puede morir de luz”, añade él.

una cena corrompida por la incertidumbre

“Pase usted una bonita tarde”, le suelto a Piñera. “Muchas gracias, igual usted”, grita él al ver que me alejo a grandes zancadas.

Esta noche habrá una cena corrompida por la incertidumbre, que es ubicua como la muerte: arroz, hamburguesas, plátanos maduros fritos.

Tengo medio aguacate en el refrigerador. No está mal. ¿En el amor de un pueblo está el peso de una isla? Quién sabe.

Ha empezado a llover, por suerte.




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Foto: Orlando Luis Pardo Lazo



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‘Crowdrunning’ (monje que arde)

Alberto Garrandés

El ensayo literario es un problema cuántico. Lidia con el pensamiento, con el lenguaje y con un objeto equis que cambia sus propiedades y estados, según sea observado.







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