…during the supreme madness of the carnival season…
“The Cask of Amontillado”,
Edgar Allan Poe.
La Habana es una ciudad que existe en módulos, manifestándose entre lo que uno supone que es y lo que uno acepta (de momento) que es. Así articulada, y observada como dentro de un mapa geográfico, en ella se destaca el Muro del Malecón, que deviene uno de los nudos espaciotemporales más proteicos.
Esta, pandilla de descreídos, es la historia de mis familiaridades con el carnaval. La contaré en detalle, sin incrementos ni despojos, con brochazos embellecedores si hicieran falta, y trémulo de la cabeza a los pies. Porque en un día entero, vivido desde la ponderación de la sabiduría, puede caber la médula de un hombre que haya sido diagnosticado con eso que hoy se llama Síndrome de La Habana.
“Lo que me toca, me toca”, me dije tras examinar las vidrieras del Grand Hotel, y con mi ira al hombro salí disparado en dirección al Paseo del Prado.
Caminaba rápido, bamboleándome como un poseso. Sentí una larga rechifla de cornetas. Y comprendí que el carnaval había comenzado y que alguien me esperaba allí, en el malecón, junto a las aguas amargas.
Al entrar en el Paseo del Prado, volví a detenerme a admirar el viejo diseño de las losas, pero fui interrumpido por dos muchachones insolentes y de ojos impúdicos que, encima de uno de los leones, jugaban a pasarse un gran mango pelado: un mordisco uno, un mordisco el otro, hasta que del mango sólo quedó una delgada semilla que intentaron meter en la boca del león entre risotadas y miraditas viles.
Me habría sentado allí, en el primer banco, a poca distancia de ellos, pero el sonido de la rechifla musical me convidaba, y proseguí mi viaje hasta dar con el custodio del pórtico de un urinario hecho con tablas de bagazo prensado y planchas de lata.
Ver el urinario y sentir ganas de mear fueron actos minuciosamente simultáneos, así que introduje una moneda en la alcancía del custodio y entré.
Había tres sencillos espacios, separados por tabiques de madera de unos cincuenta centímetros de altura. Los tres espacios estaban ocupados. El primero, por uno de los muchachones que jugaban con el mango. El segundo, por un gordo de traje y chaleco. El tercero, por el otro muchachón.
Se me habían adelantado. Los tres orinaban o fingían hacerlo. Codiciosos, los muchachones hundían los ojos en el pene del gordo: un chorizo descascarillado y risible, pero de grosor cardinal.
A su vez, el gordo movía la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Y, sudado, tragaba en seco. Su mirada nefanda iba de la cosa jorobada y titánica del muchachón de su derecha a la cosa siderúrgica y sanguinaria del muchachón de la izquierda.
“El mundo está perdido”, exclamé al salir del urinario, lamentando por otra parte no haber tenido suficiente dinero como para comprar uno de los mazos de las postales pornográficas que, según pude ver, el gordo había adquirido en una taciturna negociación con los muchachones. Y entonces topé con una mesa de miniaturas que un pintor jovencísimo había desplegado frente a la sala de su casa, convertida, durante el carnaval, en algo que se llamaba “Expo Galería”, de acuerdo con un cartel que fulguraba encima del vano de la puerta.
Al ver las miniaturas, comprendí que el pintor amaba el orden extremo, pues cada objeto se ubicaba en un sitio preciso dentro de una multitud de cajitas blancas numeradas. “¿Todo está en venta?”, pregunté después de examinar el contenido de la mesa. “Todo, señor”, dijo con gesto cortés.
Me percaté de la presencia de unos cañones napoleónicos con ruedas de plástico, cuerpos de calamina pulida y terminados en glandes de notable simetría que brillaban lujuriosos y traslúcidos.
Tomé un cañón con dos dedos (como si fuera un bicho moribundo, pero aún peligroso) y lo acerqué a mis ojos para admirarlo mejor. “En realidad son chupa-chups”, aclaró el pintor señalando nervioso las cajitas donde descansaban los cañones.
Debí de sonreír, porque me preguntó cuántos iba a comprar. “Ponme cinco en una bolsa”, contesté.
En eso escuché unos quejidos medio asmáticos. Un jadeo turbio. Y una voz perentoria, agresiva. Cuánta ordinariez. ¡Y qué precisión, porque se trataba de una frase devota de las exactitudes!
Sin embargo, por allí no había nadie más que nosotros. El pintor, inquieto, no sabía cómo ocultar su enfado. ¿O eran los tormentos de la vergüenza?
Me dio la bolsa sin mirarme. “Tome, dentro le puse cinco cañones”, se apresuró a decir. “¿Puedo ver tus cuadros?”, indagué. “¿Ahora?”, dijo con sorpresa. “Sólo quiero ver tus cuadros, lo demás no me concierne”, aclaré. “Bueno, la galería está abierta”, declaró irresoluto y me hizo pasar.
La voz volvió a repetir aquella extraña y sicalíptica frase, pero vi que brotaba de un aparato que además disparaba chorros de humo y luces por doquier. Detrás, fijado a la pared, había un cuadro en el que un joven (tan parecido al pintor que habría podido considerarse su autorretrato) se masturbaba con ansia dolorida.
“Todavía me excito con tu recuerdo”, dijo el pintor acercándose. Me volví. No me gustan los enigmas. O más bien disfruto de ellos, pero por muy corto tiempo. Sus ojos brillaban. “¿Qué quieres decir?”, pregunté.
“No te acuerdas”, aseveró con abatimiento. “¿Acordarme? ¿De qué?”, dije. Mi confusión era auténtica. “Del día aquel, cuando fui a tu casa a oír tus discos de Brahms”, precisó.
La bruma de unos años opacos no se diferenciaba mucho de la aceitosa niebla que ahora nos circundaba. Empecé a recordar, pero no a causa de la imperturbable tenacidad de su semblante, sino porque el joven del cuadro avivaba hasta la nitidez ciertos contornos ya idos.
“¿Vincenzo, eres tú?”, pregunté incrédulo. “Ya no hay pinos en el parque de Villa Borghese”, sonrió triste, evocando por medio de un verso una campiña italiana que me resultaba furtiva.
Cerré los ojos. Cuando vine a cobrar conciencia de los hechos, me vi otra vez ante la mesa de las baratijas. El joven pintor me escrutaba. “¿El señor desea algo más?”, preguntó con exuberante amabilidad.
¿Cuándo fue que caí en cuenta de que no era el gordo de traje y chaleco quien había adquirido las postales pornográficas, sino que él mismo se las había dado a los muchachones, tan sólo a cambio de verlos en ese estado de vehemencia irreductible que los muertos envidian por toda la eternidad?
Tras despedirme del pintor que se parecía a Vincenzo y que aspiraba, según me dijo, a montar con su novia un estudio fotográfico propio, crucé a la acera opuesta del Paseo del Prado, atraído por una dama que usaba un turbante verde trópico. Ocupaba un taburete detrás de una mesa parecida a la del pintor, sólo que en la suya la mujer vendía joyas.
Despectiva, mordaz y con un aire de satisfacción inmoderado y provocador, era obvio que no me había quitado los ojos de encima desde antes de cruzar la calle. Ahora, sin levantarse, seguía mirándome con flagrante descaro.
Abrió una pitillera, sacó un cigarrillo y lo encendió. Tosió dos veces y se cruzó de brazos. “Cómprale una libélula a tu mujer”, dijo. “No soy hombre casado”, contesté veloz, sin mirarla.
Había varios tipos de libélulas, todas bonitas e inquietantes. Trabajos en metal que reproducían el afligido torcimiento del alma y el movimiento lúcido y eficaz de unos seres tan efímeros como misteriosos. “Me he referido a tu mujer, no a tu esposa”, precisó la vendedora.
La observé alerta, con dureza. “No tengo ni mujer ni esposa”, dije. “El joven de las abejas, el recolector de miel, ¿no es una mujer?”, preguntó moviendo el cigarrillo. “Bronce y ónix, ¿no?”, señalé cambiando de asunto mientras palpaba una de las libélulas, helado de sorpresa a causa de lo que acababa de oír.
La vendedora rio silenciosa. Tiró la colilla y se levantó. Era alta y tenía buen cuerpo. Armonioso, quiero decir. “Dile a tu chica que se la ponga bien cerca del cuello, para que quien la mire no se fije en su nuez de Adán” —explicó desahogada y cínica—. “Porque él es varón clásico y audaz y su nuez es tan prominente como sus genitales, aunque tenga esas nalgas tan refinadas”.
Un día alguien descubre quién eres y te obliga a hacer memoria.
Allí, en la memoria, pervive aquella jovencita de las abejas, con su miel y su cantar.
El pretérito se convierte en un puñal que te saca la sangre.
Qué vida más perra.
Casi en mitad del Paseo del Prado, después de secarme las lágrimas, decidí sentarme un rato en uno de los bancos. Justo delante de mí un muchacho y una muchacha se besaban y se hacían cosquillas. Era una escena favorecida por su luminosidad, pero demasiado típica.
Cuando ya empezaba a aburrirme, noté una brega violenta. Ella, judoca bien entrenada, trabó al novio contra el asiento del banco, y tras dejarlo inmovilizado arqueó el cuerpo como una boa y, juguetona, le mordió la cosa por encima del jeans.
El muchacho gritó y soltó una risotada, y ella tornó a morderlo, pero un poco más suave, ensalivando perceptiblemente el sitio donde ahora la cosa creaba una mole alargada. Una particularidad me sobresaltó: la saliva, la presión de los labios y el movimiento de la lengua habían acabado por dibujar allí una forma que se me hacía cada vez más rutinaria. La muchacha, sin saberlo, había impreso en la tela la silueta de la isla.
No me atrevo ni a escribirlo. ¿En su yo interior la muchacha pretendía proclamar que la isla era… eso? ¿Se podía extraer de aquel acto, tan involuntario en lo que concernía a los conceptos, una declaración semejante?
Pero ella siguió chupando por encima de la ropa, y la isla en forma de… eso evaporó sus confines en un derretimiento muy placentero, a juzgar por los ademanes del novio, que asentía varias veces como si dijera: “sigue, sigue, sigue”.
Yo, turulato, miré en derredor. No por atónito me sentía menos gallardo. Nadie caminaba por allí y en el cielo las nubes grises enlutaban la atmósfera.
La muchacha mordisqueaba impune y cariñosa y el muchacho ponía los ojos en blanco. De improviso, con tino escalofriante, vi que ella volteaba los ojos hacia mí y sonreía. Por toda respuesta acomodé a mi lado las bolsas con la libélula y los cañones napoleónicos y separé los muslos y me abrí el pantalón. “Ahora van a ver”, susurré inaudiblemente y me la saqué.
Hay sucesos que perduran un instante y que se recuerdan, sin embargo, negligentes y lerdos. Sacarte la pinga en público, por ejemplo.
En una ciudad de una isla que es una pinga.
Caminé y caminé y caminé y he aquí que de pronto florece de la nada un segundo urinario. No deja de parecerse al anterior debido a su rusticidad y a los materiales con que ha sido fabricado, sólo que este de ahora es un poco más espacioso y está faraónicamente pintado de amarillo y azul con unos toques de pan de oro.
Me habría gustado que fuera un urinario florentino, pero a la vez tan egipcíaco como renacentista. Y es justo allí donde fraternizo con una gordita de piel muy blanca. Una ergotizadora anarquista y amante de los desnudos de Modigliani.
De estas cosas me entero más tarde, por supuesto. Es una gordita degenerada (un poco en el estilo de las lideresas que usan boinas republicanas) que me espía con ternura vandálica.
“No me mires, por favor”, dice entre enferma y tramposa. Y se agacha para mear.
Mea ensordecedoramente. No puede soportar las ganas. Me excitan sobremanera el sonido (que le causa pudor, lo sé) y la extravagante coloración aceitunada. Se lo digo.
“Pido disculpas por ponerme así”, murmuro, farsante, con lágrimas en los ojos y ella alza la vista con dificultad (es de pequeña estatura y sigue agachada) y nota la prominencia.
De vez en vez, me seduce la posibilidad de ser teatral. “No seas malo, sácatela para verla”, dice con voz cantarina, aniñada. “Dando y dando” —increpo—, “te enseño esto y tú me enseñas aquello”.
La gordita sonríe y alaba mi sinceridad con lenguaje pomposo, pero a continuación frunce el ceño. “Primero tengo que lavarme aquello, pipo”, explica. “Aquí no hay agua”, aseguro victorioso. “Vengo preparada” —se encoge de hombros, burlona—, “alcánzame esa bolsa”.
Enganchada en un pincho cuelga un morral de tela y cuero. Allí se ve la foto de Trotsky grabada con tinta roja. Cuando le alcanzo el morral (tejido, me explica, por soldaderas de la guerrilla colombiana), mete la mano dentro y me muestra una botellita de agua. “No hay quien pueda contigo”, declaro.
Le aguanto el morral, ella enrolla la falda hasta descubrir los mofletudos y níveos muslos, rompe el sello de la botellita y empieza a echarse agua en aquello, que es peludo y seductor como una bestia del Apocalipsis.
Se me ocurre colaborar y saco mi pañuelo y lo abro. Es un pañuelo grande e impoluto. “Toma, sécate con esto” —le propongo—. “Es de algodón del Mississippi”. Y ella acepta mi perfumado regalo y yo saco mi órgano (oigan cómo suena eso: mi órgano) y afuera empieza a caer una lluvia estruendosa, parecida a una granizada.
“¿Viste que le gané la pelea al bloqueo norteamericano? Un pañuelo de algodón del Mississippi, ¡seguro que no te lo esperabas!”, comenté en voz alta, fatuo y triunfal, mientras la gordita-osa-cavernaria se pasa el pañuelo por la cricota fofa, catando feliz la colonia que lo ennoblece.
Un lechazo inevitable me había manchado el pantalón. Mis juegos con la gordita clasificaban dentro de lo muy vivo y supongo que un cuajarón saltó y se me prendió a la ropa con una belleza difícil de arruinar.
Si yo dejaba que ese grumo penetrara en la tela y se evaporara allí con total espontaneidad, ¿no equivaldría acaso a pedirle en reciprocidad que, luego de mancharle los labios y los pómulos con mi semen, saliera rumbo a su casa sin usar mi pañuelo, sin pasarse la mano por la barbilla, de donde pendía, ¡que la erudición inmarcesible de Alá glorifique mis bríos!, lo más duradero y laborioso del coágulo?
Yo quería, si las salazones del aire del Paseo del Prado tenían suficiente vigor, que aquel coágulo se metamorfoseara en estalactita, y que con ella desafiara a su novio posible y le dijese: “Nada te turbe, nada te espante, acabo de entregarme a un desconocido en un urinario tan sucio como mi alma”.
Sin embargo, ¿lo haría de veras? ¿Tendría ella la pujanza que necesitaba para caminar por la ciudad en ese estado?
Llego, por fin, al muro del malecón. Ya no llueve. La noche es Señora del Mundo y me siento a aspirar el viento del mar. No tengo, sin embargo, tiempo de restaurar mi poderío.
Abajo, entre las rocas, pegada a un desagüe, una mujer delgadísima se mueve impaciente. “Estoy a punto de orinar y llegas tú y me cortas el impulso”, exclama. “No sabía, perdona, si quieres me voy”, digo sin convicción. “No hace falta… vírate y no mires”, resuelve. Y yo, sin pensarlo dos veces, le doy la espalda.
Frente a mí, bien iluminado, se alzaba el Palacio de las Cariátides. A un costado se abría un pasillo ancho y mohoso donde, desde siempre, las putas solucionaban sus querellas con los sudafricanos y los chinos que se alojaban en un hotel de las inmediaciones.
“Ya oriné, ponte de cara al mar otra vez”, avisó la mujer y me dio las gracias. Andaría por los diecinueve o veinte años. “¿Qué haces ahí, por qué no subes?”, pregunté. “Aquí me siento más segura”, contestó y dio unos pasos hacia el agua.
Vi que, en efecto, se trataba de una jovencita de físico escurrido, pero con curvas bienhechoras. Se valía de un vestido corto y práctico. “¿Cuánto cobras?”, decidí investigar. Me clavó los ojos sosteniendo mi mirada antes de contestar y pensé que se había ofendido. “Muy poco… soy virgen y no dejo que me hagan eso”, declaró como si dijera: “Si no te cuadra, piérdete”.
El aire soplaba ruidoso. “Acércate, que estás muy lejos… ¿pero y con la boca… y por atrás?”, murmuré.
Apenas alcanzábamos a escucharnos. “Repite, mijo, que no capto nada”, gritó. “Mija, no me obligues a levantar la voz… te pregunto si mamas y das el culo”, aullé. “Así es”, dijo. “Está bien, voy a bajar”, dije. “No, todavía no bajes… espera a que él llegue”, advirtió.
Pensé que se refería a su chulo o un amante compartible. “¿Quién?”, pregunté. Transcurrieron unos minutos. Ella ojeaba la orilla con atención. “¿Quién?”, repetí. “Él”, dijo y señaló hacia el rompiente.
Una criatura muy parecida a un pulpo avanzaba por las rocas. Al llegar junto a la mujer, la abrazó con una suerte de prolijidad. “Ven y cógeme ahora”, me gritó llorosa, pero sin aflicción.
Superados aquellos trances, y sin poder apartar de mí los absurdos y maravillosos paisajes que todavía me esperaban en el malecón, hallé a una ceramista rubia. Era una jovencita leal a los tonos de Max Factor y había tenido el valor de colocar su taller ambulante cerca de una de las paradas de carrozas, al lado de un vivaracho puesto de venta de cervezas y comida china.
El taller no era sino un rectángulo acotado por un mostrador, dos parapetos de tablones y un techo de lona roja sostenido por una estructura de aluminio. Había una noria de pedal, una mesa y un horno pequeño. Detrás se alzaba la pared agrietada de un almacén.
De vez en vez, cuando las voces se alzaban demasiado debido al estruendo del carnaval, la ceramista imponía silencio y los comensales obedecían. La llamaban “la artista”.
Solía fabricar pendientes con formas de animales imaginarios, para las mujeres, las amantes y las novias ocasionales de algunos jefes del carnaval. Pendientes de barro cocido y decorados con acrílicos lustrosos. Joyas efímeras, muy baratas.
La vi bajo las luces coloreadas y pude reconocerla gracias al mantecoso creyón mandarina que usaba en los labios. El mismo que se había puesto tiempo atrás cuando coincidimos en una célebre exposición del Clay Club de New York. Antaño había sido, para mí, la Damisela de la Terracota.
“Hola, ahora tienes el cabello más claro, pero tu boca es la misma”, le dije. “Hola, cómo estás, qué sorpresa”, contestó sin avecinarse. Cuando lo hizo, su rostro adquirió formalidad.
“Me casé, mi esposo anda por ahí”, informó preventiva. “Qué bueno”, dije y me interesé en sus proyectos. “Por estos días me dedico a hacer una instalación, aunque he cogido las cosas con calma… estoy embarazada”, explicó.
“La vida cambia, se enriquece”, enuncié flemático. “Discúlpame, ¿sabes dónde habrá un baño por aquí?”, indagó de repente. “¿Baño?” —me eché a reír—. “Si acaso un urinario, este es un sitio inhóspito”.
Me escrutó, abrumada. “Tengo tantas ganas de orinar que la piel se me eriza”, murmuró. “¿Quieres que te acompañe?”, le ofrecí apenado. “No, no puedo ir a un urinario, la peste me revuelca el estómago”, se excusó a punto de llorar.
“Oye, escucha, puedes esconderte en algún rincón y ya”, propuse. “Con las ganas que tengo, cuando todo salga para afuera”—aseguró con un gesto en los límites de lo obsceno— “voy a embarrarme los zapatos y eso me dará tremendo asco”.
La grieta de la pared del almacén era tan ancha que nos dejaría pasar. Se lo dije. “Mis zapatos se me van a joder, yo orino con reguero de chorros”, insistió avergonzada. “Ya sé qué voy a hacer, tranquilízate y ven conmigo”, resolví y la halé por un brazo.
Cuando atravesamos la grieta nos vimos en una solitaria explanada llena de escombros y que olía a aceite de motor. Las altísimas lámparas de la avenida alcanzaban a iluminarnos, pero de manera insignificante. “Puedo poner mis manos como si fuera el cuenco de Buda”—bromeé—. “Orínate aquí y no te mojarás los zapatos”.
La ceramista me miró y alzó las cejas. “¿Harías eso por mí?”, dudó. “Es un ofrecimiento que no por espontáneo deja de ser auténtico”, dije. “Me enteré de que al fin te convertiste en un pervertido”, consideró. “Bueno, la verdad es que no puedo contradecir eso”, quise bufonear. “Y yo tendré que agradecerte, pero no me toques allá abajo, por favor”, pidió con voz quejumbrosa. “Soy un hombre de respeto, tú lo sabes”, afirmé.
En el cielo blanquecino de galaxias, Sirio y Rigel titilaban.
Era muy tarde ya cuando regresamos del almacén. El carnaval seguía celebrándose a su aire, en espera de la aurora de rosáceos dedos, como dice Homero.
Le dije a la ceramista que debía irme. Decidida a no dejarme marchar, destapó una de las cubetas donde guardaba el barro fresco y se puso a amasar pequeñas esferas. “Quiero que veas cómo trabajo”, declaró. Yo estaba muy cansado, pero no me atreví a revelarlo porque a una mujer así no puedes negarle nada.
Atiendan aquí, viciosos: mis manos habían adquirido, al fin, la forma del cuenco de Buda, y ella orinó con abundante desorden, lo propio de un cataclismo infinitesimal. La tibia fragancia nos había envuelto en varias capas de abulia. “Muchas gracias”, murmuró, y ella misma llevó mi mano derecha a su vulva.
¿De dónde provenía aquel largo trozo de papel sanitario? Mujer precavida, y con eso tan abierto que parecía una embarazada en trabajo de parto. Es decir, se parecía a ella misma a punto de tener a su bebé. “Sécame”, dijo, y la palabra sécame había sonado como súplica y mandato indistintamente.
¿Y qué sucede cuando una muchacha entona una plegaria que llega a tus oídos con el poderío de un recitativo menesteroso? “Voy a secarte”, dije reconociendo mi propia voz subyugada, y la sequé.
El papel sanitario se aplastaba contra eso, nunca dejé de sentir la lomita del clítoris. “Déjame masturbarte”, pedí.
Yo era más humilde y feliz que Argos, el perro de Odiseo. ¡La voz del mendigo que suplica! “Está bien”, susurró.
Y cuando, babosa, empezó a orinar otra vez, entendí que también estaba viniéndose y ese fue el momento en que anuncié mi conversión al credo de los sedientos y los desposeídos. Y me tiré sobre el polvo, las virutas de acero y los charcos de aceite y los fragmentos de cartón y los cascajos y los tornillos y las tuercas y la suciedad entera del mundo.
Si mal no recuerdo, cuando acabamos, el amanecer y la bola del sol eran inminentes. El aroma de la ceramista permanecía en mi lengua, mis labios y mi garganta. “Deberíamos vernos otra vez, en algún momento”, se ofreció. “Avísame una o dos semanas antes del parto”, propuse (sin franquearle nada sobre el embarazo, que es mi manjar erótico favorito) y la besé.
Salimos al carnaval y permanecí allí un rato, viéndola atarearse con sus esferas de barro y sus acrílicos. “Hasta pronto”, mascullé y volví a besarla.
Caminé resuelto, sin volverme. Tenía la cosa medio parada a causa de las ganas de mear, pero ni siquiera había sentido el deseo mientras la ceramista y yo nos manoseábamos entre caricias profundas. Necesitaba, además, beber algo (agua, vino, hidromiel, cerveza, ron barato, lo que fuera). Y entré, imprudente, en los vapores del urinario más próximo con la fe que se tiene en el infierno.
Me saqué la cosa, apunté al negro abismo de los azufres y entonces noté una mirada deplorable. Me volteé y ahí estaba él: un joven borrachito harapiento salido de lo mejor del carnaval. Su mirada nebulosa y terca se posaba en mí.
“Qué quieres”, pregunté. “Tienes buen tubo, asere”, contestó. No dije nada, estaba concentrado en mis orines. Cerré los ojos y los mantuve así hasta acabar.
Miré al tipo. “Yo chupo bien, asere”, balbució. “No quiero complicaciones”, le indiqué. “Pero, asere, si ya se te paró… mira”, perseveró infantil, con una sonrisa de dientes insólitamente sanos.
Afuera sonaban unos reparteros defectuosos. El borrachito mamalón movió la cabeza como diciendo: “Dale, asere… déjame”.
La avenida renacía atiborrada de vasos plásticos, colillas de cigarros y comestibles diversos que se amasaban con materias inidentificables. De vez en vez, aparecían condones cargados de semen. Condones jaspeados por la mierda, condones sanguinolentos, condones cristalizados por emulsiones asiáticas, centroeuropeas, andaluzas, africanas… condones de una ingenuidad turbulenta.
Y globos al por mayor: negros, rojos, azules, amarillos, verdes. Transparencias veteadas por el rocío y la avidez. Colores de fortuna sobre el gris general del universo.
Caminé un poco por la acera del muro, que era la más aseada, deleitándome en el sosiego caliginoso de las aguas, y me di cuenta de que no había nadie.
Detuve mi marcha. Miré atrás, al frente, a la acera opuesta… Nadie en verdad. Igual que Odiseo: Nadie. Igual que Goya: Nadie se conoce.
¿Acaso no dicen que el mundo es el Gran Juego de las Máscaras? Qué vida más puta. Me hallaba en el acto final del Baile del Abandono, a solas con los residuos. El hedor perfumado, el alma de la isla.
Oteando la lejanía, divisé a un corredor mañanero haciendo, ascético, sus ejercicios. Vida sana y despejada. ¡La alegría de comprobar que no estás solo!
Y, a los pocos segundos, el corredor, que venía recto hacia mí, se transformó en un hombre semidesnudo. Trotaba con movimientos descompuestos: más bien huía.
Cuando se acercó y alcancé a ver su cuerpo, noté las magulladuras y la sangre. “¡Sálgase de la vía, sálgase de la vía!”, gritó. “¿Qué pasa, quién le hizo eso?”, exclamé a mi vez. “Salió del mar, escaló el muro y empezó a devorar a la gente”, explicó en una especie de desmayo.
Su declaración era tan extraordinaria como sus heridas, que no mentían: una pavorosa mordedura en el hombro izquierdo y dos cortes profundos en el pecho. Un rugido horrible se dejó escuchar. Y varios quejidos. Y otra vez el rugido, pero más atronador.
“¡Óigalo, ahí viene de nuevo a alimentarse!”, gimió el corredor y se colocó detrás de mí echándoseme encima, como un niño. “Calma”, dije. Mi voz estaba lejos de ser convincente. “Vamos a escondernos ahí”, propuse, y señalé hacia el urinario más próximo, pintado de un despótico azul prusia.
Una cortinilla de tela económica tapaba la entrada. La descorrí y nos colamos. “Huele a petróleo”, lamentó el corredor sangrante. “Así ese monstruo no podrá olernos”, expuso una voz bronca y avisté, al fondo, una silueta: era uno de los muchachones que habían estado haciendo cositas con el gordo del chaleco. El otro muchachón se hizo notar en la penumbra, como un bailarín ejecutando una pantomima.
Se cerraba, afanoso, el zíper del jeans. “Hola, buenos días”, saludó retraído. “Buenos días”, contesté. Singones natos. El corredor se envalentonó: “Ya somos cuatro contra la Bestia Que Salió del Mar”.
Ridícula frase, ridícula emoción. “Cinco… no puedo correr, pero doy unos puñetazos del carajo”, anunció animado el gordo.
Estaba, recóndito, protegiéndose tras un tablón de bagazo prensado. “La Bestia Que Salió del Mar, qué buen título para un tratado de zoología ecfrástica”, evaluó y se sentó en el suelo, resoplando. Nos miró entristecido y añadió: “Lo siento, no puedo estar mucho tiempo de pie”.
La Bestia Que Salió del Mar se detuvo a un metro escaso del urinario, olisqueando los efluvios, escarbando, bufando confundida e indecisa a causa del aroma del petróleo. Como en la pared sur había un agujero alargado, tuvimos oportunidad de contemplarla, tumbada sobre sí misma, como una gran foca mutante e irradiada al sesgo por el sol.
Era un animal heterogéneo y sagaz. Describirlo me habría puesto en un dilema estético sin parangón, aparte de que el entorno subrayaba un hecho simple: el del peligro. De modo que me senté junto al gordo a ver si se me ocurría algo.
“Estamos atrapados”, pronuncié bajito. “Hemos caído de lleno en una de las peores páginas de H. P. Lovecraft”, dijo el gordo.
“Hay que entretenerse”, propuso uno de los muchachones y agarró por la cintura a su compañero y empezó a besarlo en los labios. Besos de piquito que se hacían más y más densos.
Yo observaba aquella travesura parsimoniosa y modulada en la que, al rato, intervinieron las lenguas, las salivas, los dientes. “Dejen eso, que uno no es de piedra”, les pedí.
El corredor nos miraba, aferrándose gradualmente a un pasmo invencible. “Así que todos ustedes son maricones”, dijo. Había alzado el brazo y barrido con la mano la totalidad del espacio. “Toooodos usteeeedes”, repitió el corredor.
El gordo, indiferente, extrajo su pene. Aquel breve cilindro no pasaba de ser una irrelevancia escolástica. Lo imité por pura familiaridad. Los muchachones jugaban ahora a las espadas, frotando un glande contra el otro. “¡Maricones, maricones!”, murmuró desolado el corredor y apartó la cortinilla de la entrada.
No sé por qué estuve tan seguro de que iba a entregarse a La Bestia Que Salió del Mar. Y así fue: caminó pomposo hasta aproximarse a sus fauces y vi cómo ella, indolente, lo trucidaba.
Fui el extraño testigo de su inmolación porque, al tiempo que ella masticaba el cuerpo del corredor, el gordo saboreaba mi cosa con apetito caníbal. Los muchachones se habían arrimado a nosotros llenos de entusiasmo y ya empezaban a vaciarse encima del gordo, arruinando, frenéticos, con semen copioso, su rostro imberbe y su chaleco.
Al terminar de alimentarse, La Bestia Que Salió del Mar arrellanó su inefable anatomía sobre el pavimento y se echó a dormir. Cuando me vine, el gordo escupió y dejó caer su cuerpo, agotado por el esfuerzo.
“¿Eso que dijiste de Lovecraft es cierto?”, le pregunté mientras escurría mi salamandra. “Totalmente”, contestó. “Entonces no hay peligro, salgamos ya de esta mierda de refugio”, proferí. “Voy a sentarme en el muro, la mar violeta se pone muy linda a esta hora”, dijo y nos despedimos.
Sarcástica, la ceramista me daba golpecitos en los cachetes, pero empleaba la gestualidad de una enfermera que intentase reanimar, con total sensatez, a un agonizante.
Su dedo índice, alocado, rozó mis labios y sentí un grato cosquilleo con sabor a fresa. “Te has quedado dormido, ni siquiera me viste pintar con mis acrílicos”, comentó.
Terminé de abrir los ojos. “Oh, disculpa”, susurré desperezándome.
“Mira”, me mostró. Sonreía. ¡Todo era tan chocante! Encima de la mesa había una versión extrasolar de un león marino, con tentáculos, brazos y una cola escamosa. La mirada de la ceramista había adoptado una expresión suspicaz. “No te gusta”, dijo.
“No es eso”, contesté. Me sentía fresco y purgado, aunque los símbolos me rodeaban. Y yo, la verdad, nunca he disfrutado de situaciones semejantes por muy distinguidas que parezcan. La gente cree que uno, por poeta, vive en un mundo mejor. ¡Un desacierto frecuente! “Creo que soñaba”, aclaré.
“¿Te gusta o no te gusta?”, reclamó la ceramista. Le dije que sí y le expliqué por qué. “Los monstruos me encantan”, voceó agitando el pelo amarillo. “Qué rico tienes el bollo”, dejé escapar. “No te pongas escabroso, mi marido está al llegar”, me advirtió atinada y con dignidad.
Bajé la voz: “Pero no por eso dejas de tenerlo rico”. Se llevó las manos a la cabeza. “Deja de decir esas cosas, no seas tan absurdo”, pidió alzando las cejas.
“No sabía que tu bollo fuera de esos que son enfáticos y han sido hendidos con crueldad y que están como soplados desde adentro”, continué diciendo.
“Te lo dije, por ahí viene”, anunció enojada. Un minuto después, los tres bebíamos cerveza en grandes vasos de papel kraft encerado y compartíamos un arroz frito de buena calidad, bañado por cautos hilos de salsa agridulce.
Buen tipo el marido: magnánimo, de sonrisa fácil, y recio en el estilo de los osos.
Malecón sempiterno, aguas malditas.
La ceramista y yo nos despedimos entre promesas de visitas que se harían realidad cuando el carnaval fuera cosa del pasado. Pero el marido dijo algo que me obligó a reflexionar: “Esto no se acaba nunca”.
¿Se refería a la metáfora del estado general de la vida, a algún misterio repentino que nos afectaba a los tres? De cualquier forma, nos veríamos en una próxima e imprecisa ocasión, acaso en un ambiente aventajado.
Caminé hacia el muro y quedé a solas con el océano, absorbiendo sus sonidos, su discurso. De espaldas a la ciudad desatinada, me resultaba imposible desprenderme de la discrepancia entre el mar y las calles revueltas. Pero tampoco podía dejar de evocar la pelvis dadivosa y cordial de la Damisela de la Terracota.
Entonces, con cuidado, empecé a masturbarme, disfrutando, moroso, del hormigueo y el trastorno.
El sol tostaba mi cuerpo sin piedad, como un dios resuelto a matarme. El viento bramaba. “Vida cochina”, gruñí al venirme.
© Imagen de portada: “Orgánica” de Ismary Rodríguez.
The Midnight Rambler
Si hay un escritor anclado a la ‘weird fiction’ en quien la extensibilidad contaminante de lo sobrecogedor se expresa en lo descriptivo más que en lo narrativo, ese es Thomas Ligotti.