1
Durante su estancia en Suecia, Noruega y Dinamarca, la diligente Mary W. Shelley escribió un conjunto de cartas de cierto atractivo. Era una costumbre de los escritores viajeros: escribir a amigos y conocidos desde países más o menos desconocidos.
En una de esas cartas dejó dicho algo que funcionaría muy bien no tanto en su época, sino sobre todo en la siguiente, aunque la lógica de las ideas y su puesta en práctica nada tenga que ver con la Historia, siempre insulsa y mentirosa.
“Sin la ayuda de la imaginación los placeres de los sentidos acabarían por hundirse en lo ordinario”, señaló.
2
En Molloy, una novela de Samuel Beckett que es, con bastantes posibilidades, la menos “seca” de las suyas, hay una secuencia donde el narrador-protagonista se autodespoja (o es despojado) de su imaginación y tiene, en un diván, sexo con una anciana encontradiza llamada Ruth.
El acto resultante es mecánico y está atravesado por una necesidad de abrazar la falta de sentido como algo precisamente lleno de sentido. Es un acto liberado de la imaginación, repito, y Beckett nos lo cuenta en tanto placer orgánico simple, en dos páginas tan desembarazadas e inocentes que su precaria obscenidad acaba por parecernos lo que en verdad es: un informe inseguro en las fronteras de lo clínico.
3
Cuando Beckett murió, en 1989 (como se ve, han pasado 30 años), yo trabajaba en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. Nos aproximábamos sin remedio a los años noventa y Beckett, que sin dudas había sido hasta entonces el escritor vivo más grande (el fallecimiento de Jorge Luis Borges se produjo en 1986), sorprendió a todos con su muerte. Vivía en un asilo, ya viudo, lejos de los periodistas, silencioso, esperando.
4
Supe por aquellos días que en los años setenta, cuando en la colección Cocuyo pudieron aparecer obras honorablemente serias (me refiero a obras donde había una conciencia del credo de la literatura), Malone muere, otra novela de Beckett, estuvo a punto de difundirse.
Empleo esa vaga palabra porque tengo entendido que, aun cuando ya se había impreso, los ejemplares fueron reducidos a pulpa de papel gracias al juicio de algún funcionario higienizador.
“Aquí no vamos a publicar ninguna novelita decadente”, supongo que dictaminó.
5
Hay una obvia conexión entre esos emblemas depuradores y la ideología que, hacia fines de los años treinta en Alemania, convirtió a las obras de Hans Bellmer, Otto Dix, Paul Klee y otros grandes pintores en “arte degenerado”.
Beckett era literatura degenerada. Y leer a Beckett y aprender algo de él bordeaba la degeneración.
6
A inicios de los años 90 el Instituto de Literatura y Lingüística era visitado no solo por el fantasma de José Lezama Lima —que había realizado investigaciones allí y que se regodeaba, mientras comía pasteles de guayaba, en la observación de la llovizna que caía sobre las plantas del patio central—, sino también por esa tipología denominada “el compañero que nos atiende”. El caso no era el un muchachón de esos que hablan sin respirar y paladean la palabra Revolución cada 20 segundos, sino el de una joven cuyo nom de guerre no recuerdo ya.
7
Yo leía muchísimo a Beckett. En realidad, llegué a leer toda su obra. Todo su teatro. Todas sus novelas. Sus cuentos. Sus poemas. Y escribí un texto muy influido por su estilo y decidí enviarlo a un concurso.
A mí, que me gusta comentar con amigos y colegas lo que escribo, me sorprendió muchísimo que una tarde me llamaran a la Dirección del ILL para que explicara qué iba a mandar a qué concurso, cómo y por qué.
8
La Dirección se sentía con el derecho (porque yo, ¡cuidado!, era un investigador de la Academia de Ciencias) de conocer todo eso. Además, ya era un sospechoso: hacía unos meses había cometido el atrevimiento de entrevistarme en la biblioteca de aquella institución con una investigadora inglesa (se llamaba Sally, era bastante céltica y venía de Brighton) para hablar de literatura y cultura en Cuba. Después supe que simpatizaba con la causa palestina.
9
Beckett: la minuciosidad de un tipo de examen trufado por miles de dudas, y que se aparta de la imaginación y se concentra en el detalle con el fin de “hundirse en lo ordinario”, que es lo que anhelaba evitar Mary W. Shelley.
10
La Dirección del ILL quiso leer y leyó mi obrita. Me dijeron: “Esto es un alarido irracional”. Típico. Quiero creer que la pulpa en que se transformó Malone muere había servido, años antes, para dar vida a los libros de Amos Tutuola, Kenzaburo Oe, J. D. Salinger y otros.
11
Acabo de releer la secuencia donde el desgastado Molloy, que ignora está siendo buscado por un tal Morán, se encuentra con Ruth y decide entregarse a sus insinuaciones. La memoria lo traiciona, pero él quiere ser preciso y, con puntilloso heroísmo, expone todas sus dudas. Ni siquiera tiene seguridad de si Ruth está o no lejos de ser un viejo disfrazado. Solo recuerda su pene entrando y saliendo de algún agujero. Morán, por su parte, deberá escribir un informe de su búsqueda. Pero él tampoco sabe mucho de lo ocurrido, en verdad. Ni Molloy, que termina pareciéndose a él.
12
Beckett, ya lo han dicho los críticos, es aristofánico, proviene de la comedia grecolatina en general, de Kafka, de la corrupción del estilo desesperadamente evocativo de Proust.
¿Qué hacía un soldado de la ciencia cubana leyendo al autor de Esperando a Godot y dejándose influir por él en los albores de lo que ya se llamaba Período Especial?
13
El Doctor Johnson, de quien Harold Bloom ha dicho que es el crítico literario más importante de la Historia, escribió un día sobre Alexander Pope: “Nunca la penuria de conocimientos ni la vulgaridad de sentimientos fueron tan felizmente disfrazadas. El lector siente cómo se le atiborra la mente, aunque no aprende nada; y cuando ya la tiene repleta, llega un momento en que no distingue el habla de su madre de la de su niñera”.
Si se cambian los actores y los actantes, creo que algo así podría escribirse sobre ciertas mentes canonizadoras (con poder, gracias a Dios transitorio, para aleccionar). Mentes dañinas con una única virtud: la de ser efímeras (o eso creemos).
14
Pero a Beckett, treinta años más tarde, la Historia continúa dándole la razón. Sigue ostentando su perplejidad y su asombro ante el optimismo. Porque la decadencia y el fracaso son reales, antes y hoy.
Las metamorfosis de un niño queer
Grutesco, de Yordan Rey, es una novela anómala, de sobresaltos y sinceridades extremadas. Una novela de desafíos a la hipocresía, el odio y la violencia. Una novela de la libertad y la liberación.