En el fin del mundo todo es oscuridad y todo es luz, pero ahora —“que somos muy pobres”, como aquel cuento de Juan Rulfo— predomina lo negro de las tinieblas. Y en las tinieblas un puto y una puta son la misma cosa sentimental, desesperada y bella. En lo tenebroso todos llegamos a ser iguales y da lo mismo si lo crees o no.
Antier, antes de irme a dormir luego de tomar una Benadrilina —mis alergias son persistentes—, revisé mis mensajes de WhatsApp. Medio adormecido, hallé a un jovencito que me pedía dinero a cambio de unas fotos y una videollamada.
No supe quién era hasta que recordé que se trataba de alguien interesado, hace años, en una de mis novelas. Le habían dicho que era un libro como para hacerse pajas. Escuchen cómo suena. Qué tristeza quedar para eso: hacerse pajas.
Pero a mi mente vino enseguida el momento en que me repuse de semejante conclusión —no hay que ponerse serio a causa de tan poco— y me dije que si algo en mi lenguaje ocasionaba ese deseo, cosa que he comprobado ya varias veces, yo no cargaría con la responsabilidad. Y me acordé de Anaïs Nin, alguna vez pornógrafa a su pesar.
Eso fue antes de la pandemia, antes de que la gente autorreclusa y despavorida usara WhatsApp para tener sexo. Porque ya se sabe —es cosa vieja… y moderna al menos desde el epistolario sentimental y lúbricoentre James Joyce y Nora Barnacle— que el sexo no es solo eso que ocurre en una cama, detrás de una escalera, en el último asiento del bus o en una oficina desierta, sino también en un videochat.
El jovencito suponía que yo me acordaba de él, o que debía acordarme. Cubano atildado y falaz, cubanito creído o acaso monstruosamente ingenuo. Salvo notorias singularidades, ¿ser hoy un cubano joven equivale llevar por dentro una incomparable combinación de presunciones?
No estoy seguro. Volvió a pedirme dinero. Aquello empezó a aburrirme. En eso, merodeando distraído en mi computadora con el cursor del mouse, pinché el archivo de una peli de Louis Malle: Pretty Baby (1978).
Las putas —y los putos— son tremendos personajes: están hechos de sacudidas, mentiras, ficciones e historias verdaderas. Son tan respetables que llegan a ser seráficos, entre lo espiritual y lo profano.
Por cierto, uno entra a Instagram a revisar lo nuevo y ver si te han regalado un corazoncito o tienes un comentario, y te encuentras con seguidores y seguidoras ignotas, raras, excéntricas. Y al revisar sus perfiles comprendes que están para dos cosas: putería por dinero y/o invitaciones a invertir en criptomonedas.
E. J. Bellocq, fotógrafo de putas, entra en el arte del cine gracias a la película de Malle. El prostíbulo, las habitaciones, la humildad —que a veces no es tal—, la coloración rancia de las sábanas, la poquedad de los muebles, lo barato de ciertos maquillajes…, todo eso es un sistema que tiende al blanco y negro. O a un efecto de desaturación del cual es responsable el tiempo o las circunstancias. Lo más interesante es que el arte de putear no necesita ya de prostíbulos, sino de lo prostibulario.
Volviendo a la película de Louis Malle.
Hay un extraño sistema de caricias que desembocan y se articulan en el cuerpo de Violet, la niña-puta protagonista, la puta-niña, la aprendiz sabia de Pretty Baby. He aquí una obra con la que Malle ganó reputación de cineasta incómodo y controvertible cuando, en rigor, debió ser enaltecido de inmediato por una estupenda dirección de arte que permite que el prostíbulo de Madame Nell se metamorfosee en atmósfera viva, lista para recibir con naturalidad la intrusión, estéticamente audaz, de un personaje como el fotógrafo Bellocq.
Estamos en Storyville, New Orleans, a inicios de la Primera Guerra Mundial. Violet, que ha crecido en el burdel, tiene 12 años —más o menos como Brooke Shields en el momento en que interpreta al personaje— y, tras ser vendida en subasta al mejor postor con una gracia escalofriante, pasa por el trance de un desvirgamiento soez, lleno de impudicia y humor. Bellocq adviniendo lentamente hacia Violet: la indescriptible ternura del pedófilo.
Una vez, en WhatsApp, tuve diálogos exploratorios con un hombre casado cuyo mayor placer consistía en robarle a su mujer un blúmer usado, más bien sucio, y entrevistarse en secreto con un “admirador posible” y hablar del asunto —y de su mujer, claro— mientras el admirador se masturbaba y eyaculaba justo en la zona delantera del blúmer.
Joyce quería tener consigo un blúmer sucio de Nora. En el prostíbulo de Madame Nell abundan, como es lógico. En las capas verdaderamente profundas del deseo, el lenguaje de un blúmer sucio —manchado de todo cuanto podría mancharlo— naufraga y sobrevive a duras penas. Pero lo hace.
E. J. Bellocq (1873-1949) descubrió el Red-Light District de New Orleans. ¿Cómo lo hizo? Entró con su cámara en los laberintos de madera y hierro, habló con las prostitutas, se metió en los agujeros, acarició las sábanas sudadas, los camastros sin barniz y puso a aquellas mujeres a sonreír de un modo condescendiente y palaciego.
Lo importante no es eso, porque en definitiva Bellocq revela, para su uso privado, que la curiosidad visual tiene varias capas. Lo importante es que esas fotografías han devenido figuraciones tipológicas. Ya no sabemos cómo imaginar un barrio pobre y lleno de putas —lo mismo Storyville, en New Orleans, que San Isidro y las llamadas zonas de tolerancia, próximas al Torreón de San Lázaro, en La Habana procaz— sin que a la imaginación acuda ese grupo de imágenes.
Mi padre vivió, de joven, en las inmediaciones del Torreón de San Lázaro. En la calle Vapor, o del Vapor. ¿Chinos y chinas lavando y planchando camisas blancas? ¿Putas hirviendo ropa? Vapor. Otra calle de mi padre: Marina.
Mi padre vivía con mi abuela y mi abuelo, que era maestro panadero. Pobreza. Durante parte de la madrugada mi abuela cosía para la calle, como se dice. Les cosía a las putas. Y les vendía ajustadores, blúmeres de seda, colonias baratas y cigarrillos.
La iniciación de mi padre ocurrió en San Isidro, contemplando un paisaje de gentes extrañas y “maravillosamente buenas” —así las calificaba mi abuela— y los cuerpos semidesvestidos de las putas. Por cierto, he pasado por Twitter y he visto que dicen que una revista inglesa enlista a San Isidro como uno de los barrios más cool del mundo. ¿Qué pinga significa eso?
Un día Violet recibe una golpiza en el prostíbulo, pues es una niña perentoria, entrometida, demasiado inquieta y vivaz. Y entonces se fuga y decide presentarse en la casa de Bellocq, ese joven artista que ha venido retratando a las prostitutas y extrayendo de ellas una mezcla de mansedumbre y candor.
Ya sabemos, en ese instante, que él puede ser una suerte de pedófilo compasivo y romántico. Se trata de un joven tímido y culpabilizado, incluso, en un medio donde la prostitución se ejercía casi sin límites de edad.
Bellocq le compra una muñeca, viste su cuerpo como si fuera una niña —supongamos que en ella hay una mujercita que cree ser una mujer que en verdad es una chiquilla— y la embellece y reconfigura para retratar un espécimen extraño —una Lolita iletrada que de hecho asistía, como observadora laboriosa, a los numerosos coitos del burdel— del cual él no puede desprenderse, como reconoce al final, cuando la madre de Violet, otrora una de las chicas de Madame Nell, regresa a buscarla con el propósito de encargarse de su educación, pues se ha casado con un empresario que la ama.
Mi padre era un machista casi cruel, pero me defendió de la injusticia cuando le tocó hacerlo. También era un hombre con muchos complejos, y aun así fue honesto y digno. Al cumplir 15 años mi abuelo lo llevó, para que se hiciera hombre, a la casa de una puta de San Isidro. Cuando la vio desnuda, me cuenta, tuvo una erección y se vino de inmediato. La puta les ofreció a ambos un refresco de cola.
En los testimonios de Bellocq, por supuesto que la ficción se introduce subrepticiamente. O eso creemos. Porque se adueñó de la ficción propia, muy sentimentalizada, de un mundo en perenne estado de intimidad, o impuso un grado de ficción presumible —el suyo— a ese mundo. Hay pequeños detalles que hacen pensar en lo primero.
Por ejemplo, el rostro de una de las prostitutas condesciende a un instante de seriedad. Pero es una seriedad suspendida entre la tristeza y el disgusto. Y pensamos en lo segundo cuando vemos la inocencia burlona de una joven que enseña su desnudez —la agresividad displicente de sus pezones— y sonríe con amplitud sin mirar a la cámara.
Algo tremendo ocurre con ese Bellocq cinematográfico: duerme con Violet y tiene sexo con ella. Pero su conducta no deja de ser congruente con la naturalidad de ese universo infantil que se expresa muy bien cuando, por ejemplo, la niña comparte su desayuno con un gato. Es entonces cuando se dedica a retratarla una y otra vez, como para dar fe de su reconocimiento de ese universo, o de su inevitable supremacía.
En la oscuridad de los apagones, cuando el deseo y el sexo llegan, ¿habrá velas encendidas, lámparas recargables, mechas empapadas en aceite, luces de celulares? ¿Cómo, cuándo, de dónde? ¿En el San Isidro cool hay electricidad?
Supongo que sí. Me lo dice el iluminado fantasma de Calvert Casey. Con rostro desconsolado baja la voz y me revela: “Ahora hay hasta un lugar donde puedes tomarte un buen daiquirí”.
En verdad, lo significativo del ojo de Bellocq es que coincide con el ojo de Louis Malle. O al revés. El cineasta incorpora y representa de modo indirecto a Bellocq, pues la fotografía de la película, centrada en el envejecimiento rutilante y glorioso de los objetos, y en una pobreza derogada por el negocio de lo placentero, no es ajena a la índole de la mirada que Bellocq y otros fomentaron en torno a aquella época.
Es una mirada que hoy vuelve a adquirir artisticidad dentro de la perspectiva vintage, ya que es la mirada que deviene canónica en lo tocante al mundo de la prostitución entre finales del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo XX, con el aderezo del piano —pegajoso, sutil, insustituible— de Ferdinand “Jelly Roll” Morton.
Las fotos de Bellocq asignan una historia y rescatan una historia. Louis Malle depende de ese vaivén extraordinariamente funcional. El cineasta sabe qué pasa en ese estudio ensayístico que las fotos de Bellocq alcanzan a construir. La prostituta como persona y como personaje.
Sin embargo, se dice que algunos negativos fueron rayados —en especial en los rostros—, de manera que la identidad de algunas mujeres no fuese descubierta. Un recurso inferior era el del uso de máscaras. Los antifaces de Bellocq son, digamos, los antifaces posteriores de Joel-Peter Witkin.
Pero allí, en Witkin, la máscara no encubre, sino que metamorfosea la identidad y añade oscuridad a lo oscuro. Es decir, se trata de un antifaz devoto de la muerte como noción de belleza.
En cambio, en Bellocq —cuyas imágenes exploran la relación de la luz con la expresión humana— toda oscuridad es suplementaria. Los antifaces resguardan puerilmente un nombre, o el nombre de una familia. Ni siquiera rozan, para arruinarla, esa limpieza física y hasta moral de las prostitutas.
Ahora se vende “contenido” desde cierto grado de anonimato. Ni siquiera tienes que inscribirte en OnlyFans. Basta con hacer envíos (fotos, gifs) tras recibir dinero electrónico.
Lxs vendedorxs se anuncian en los grupos de Telegram y WhatsApp. Como el joven que me pidió ayuda. Quería, en concreto, tener suficientes medios para alquilarse solo e independizarse así de su familia. No lo juzgo. Es uno de los tantos que se van. De la isla. De Cuba. Rectifico: no se van, escapan.
Al final, después de convivir por un breve período, Bellocq y Violet —ya embarazada— alcanzan a elaborar una intimidad equívoca. Pero él está, de manera fatal, enamorado de su niña, o más bien de la irradiación de un cuerpo ubicuo —entre la ficción de los juguetes y la seriedad material de las sábanas—, un cuerpo en suspenso, un cuerpo transitorio que debe dejar ir, que no puede ni debe retener junto a sí.
En una silla, junto a una chimenea cubierta por un brocado, una mujer desnuda exhibe su antifaz. Tiene el pie izquierdo doblado con gracia hacia arriba. En otra fotografía, Bellocq logra reescribir para la posteridad, reverenciando un ámbito de alegría salaz, el que devendría un rostro tipológico: la joven está sentada encima de un cobertor.
Se recuesta desnuda, sin antifaz, a una columna que sirve de umbral a una habitación en penumbras. Esa que nos mira contenta es, en el hueso puro de su expresión, varias mujeres.
El cine de los años 1910 y 1920 reunió todos sus rostros en uno solo: el de Theda Bara. Después ese rostro, con rasgos añadidos y suprimidos, ha viajado por centenares de películas en refracciones llenas de notoriedad. Me refiero a un paradigma teatral (music hall, vodevil, cabaret), también con variaciones modernas, que se articula con los ligueros y las medias y produce un arquetipo más o menos escuálido, presente en el cine XXX desde sus inicios.
Para dar un salto: ¿recuerdan ustedes a Sasha Grey? He ahí un avatar inmediato —influido por el neo-burlesque— de los varios que son capaces de conformar la ruta que nace en los cuerpos de Bellocq, donde la mirada invita a entrar en un universo resuelto a negociar una y otra vez su humanización y que no deja de ser amable ni distinguido.
En la oscuridad del portal de la que fue mi casa de Lawton, sentado en su sillón de madera, mi padre me preguntaba si bailaba con chicas en las fiestas. Yo respondía que sí y era cierto, aunque me gustaba más oír música que bailar.
También me preguntaba si me sabía las “malas palabras”. Y con autoridad me invitaba a repetirlas delante de él, pues le resultaba perturbador que a esa edad yo anduviera manoseando libros y no muchachas.
En la oscuridad todo fluye, o nada. Tener el lenguaje implica tenerlo todo y nada.
© Imagen de portada: E. J. Bellocq – Serie ‘Storyville’.
Quiero que un hombre me mire y me vea
Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.