‘Ulises’ y Molly Bloom: la lengua de Odiseo

He sido cordialmente invitado a una celebración cubana del primer centenario de Ulises, la famosa, popular (lo es) e impertérrita novela de James Joyce. Todo el mundo sabe de su existencia. Muchísimas personas han leído fragmentos de ella. Cuantiosas, algunos capítulos. Una cantidad devota, paciente e inapreciable, la novela entera. Y hay fervorosos desconocidos que la releen, como ciertos lectores ritualísticos que todos los años se adentran en los tomos de Proust o en el Quijote y realizan una peregrinación andando y desandando un camino de fe.

Ulises, como ya se ha dicho, es el laberinto de una ciudad, una mente y un corazón. El laberinto de una persona que ama. Y es, además, Molly Bloom: la mujer que dice, al final de la obra: “sí quiero sí”. Decir “sí quiero sí”, sin comas, nos remite al notorio monólogo interior. Una pieza donde de pronto, como cendales de niebla, aparecen las sombras de aquellas cartas que le escribía Joyce a Nora Barnacle, su esposa.

El monólogo se publicó hace muchos años en Cuba, en la extinta colección Cocuyo, como si fuera una obra independiente. En realidad, debido a su estructuración coloidal y su forma de fluir en oleadas (en una suerte de movimiento browniano), se trata de una pieza autónoma.

En una temprana conferencia sobre William Blake, el creador del Retrato del artista adolescente subraya que el inmarcesible poeta de Proverbs of Hell (Blake es quien ha dicho que el cuerpo femenino es la obra de Dios) prefería entenderse no con una mujer natural y real, sino con un alma carnalizada que él iba creando laboriosa y paulatinamente. ¿Cuánto de verdad y de sentido común hay en una afirmación semejante si la juzgamos un riesgo o un exorcismo para quien, desde el espíritu romántico, y como un personaje típico y transhistórico, dialoga con amadas/amantes posibles e imposibles, poseídas o no?

Uno se pregunta, bajo ciertos preceptos de esa épica narrativa que Ulises destroza, por qué la novela termina con una mujer en la intimidad de su conciencia, sumergida en un espacio mental que va de la reminiscencia a lo ficticio, del deseo a la espera, de la figuración a la nitidez. 

En una obra caudalosa, cuya inmensidad consiste en el modo en que vino a subjetivar el tiempo y el espacio, los distintos estilos de Joyce detentan, claro está, una riqueza morfosintáctica siempre en crecimiento, puesto que nunca deja de aludir a la “productividad” de la escritura. El sentido de lo coral adquiere sedimentos y posos allí, se ha dicho muchas veces, en esas capas de acción que van sucediéndose y acumulándose. 

En tiempos de Aulo Gelio dicha riqueza se identificaba con el llamado “estilo uber” (ubérrimo): prolífico, inagotable, fecundo. 

Una idea que acaso no cuente con demasiados adeptos es esa que supone que el monólogo de Molly es como una carta despedazada en mil fragmentos discontinuos y unidos fuera del tiempo físico. El monólogo como corrupción evasiva de lo epistolar. O lo epistolar (una forma “juramentada”) armándose trabajosamente por detrás del movimiento browniano del monólogo. 

Casi podría decirse que ese final es la codificación de todo lo ya leído antes, como si esa mujer extraordinaria, antecesora tal vez de la Anna Livia Plurabelle de Finnegans Wake, se hubiera sentado en su cama, en silencio, entre almohadas tibias y olorosas a sexo, no a repasar los hechos de su vida sino a intentar comprender el memorial de su existencia.

Desde el punto de vista de la lógica del lenguaje hiperdinámico de lo epistolar, ese Joyce del monólogo es también el Joyce de las cartas de amor a Nora Barnacle, solo que en la expansividad del monólogo hay menos concreción, menos interés en acotar la identidad de un destinatario imposible. Los pensamientos y las sensaciones son allí autotélicos. Las cartas reconforman a una mujer mientras que el monólogo, cierre de un mundo novelesco, autoconforma una identidad desde la perspectiva de una gran impostura.

Aun cuando Nora fue fantasía erótica, amante, esposa y madre de sus hijos, ese acercamiento mayúsculo entre ella y Joyce no impidió la aparición del misterio. No por cercana y casi constante (entre viajes por Europa y separaciones más o menos forzosas) una mujer deja de representar, en el ámbito del amor, un sacramento enigmático. Las cartas, su abrupta sensualidad, su morbo fileteado hasta en esos instantes donde la crítica ve una obscenidad lírica, renacen subrepticiamente en el monólogo de Molly Bloom.

En términos de filosofía del lenguaje, pensar en el espacio/tiempo de las cartas de amor conduce a descubrimientos tremendos. Están la ausencia física, la deserción/separación del cuerpo, y hay una suerte de cercanía entre la nostalgia erótica (a veces tan absurda como esa nostalgia de lo que jamás se ha tenido) intervenida por las presunciones y la ficción, y ese tirijala de la promesa contra el cumplimiento: promesa de verse y tocarse, y tener una jornada de sexo bien sazonado por el lenguaje de la simpatía y el cariño, y el cumplimiento ideal (¡ay, no material!) de todo eso en el ámbito de la escritura. 

Para quien busca un destinatario donde el cuerpo se sublima, las cartas son signo de ineficacia y carencia y, a la vez, de poder absoluto, integral, sobre ese cuerpo que el deseo alaba y encumbra.

He leído que un poeta dijo que en verdad lo extraordinario es poseer la mente de una mujer amada. ¡Allá esos infelices que se conforman apenas con el cuerpo! Sin embargo, hay cuerpos y cuerpos. Cuando la mente trasciende al cuerpo y el cuerpo a la mente, se produce un movimiento pendular: del cuerpo pagano a la mente, y de esta al cuerpo pagano. He aquí una conducta virtualmente totémica: el cuerpo es visto, pues, en tanto reservorio de un conjunto infinito de actos sagrados. Desde el cuerpo se llega a esa mente. Y desde esa mente termina uno adorando un cuerpo. He aquí el significado, el alcance y el temblor de la devoción.

El lenguaje es incesante, como la escritura virtualmente infinita del monólogo (y no me refiero al texto en sí, sino a la escritura, repito), porque intenta descabezar y matar la ausencia. Procura abolirla. Aliviarla al menos. Y cuando cesa, la ausencia mata al lenguaje que a su vez vuelve a abolir la ausencia. Molly Bloom es una larga cadena de ausencias y deseos.

Nunca antes una novela fue tan realista justo porque se retiró, con escandalosa minuciosidad, de las convenciones que el trazado de la ficción empezó a imponer desde el siglo XVI hasta el XIX. En Ulises, Joyce cultiva un arquetipo: el peregrinar clásico y moderno de un hombre en compañía de la espera ensoñada e incierta de una mujer. En el mundo ha habido y hay varias historias depositarias de poderío canónico. Pocas, creo, como esa.    




Sincronicidades

Alberto Garrandés

En Cuba una actividad “oficial” respetable siempre consta de dos partes: la “cultural” y la “política”. Eso no falla.