Cuando la realidad transcurre y se repite en la mente y no queremos dejarla ir o no sabemos, los hechos regresan. Si no dejas ir un momento sombrío o no sabes cómo vivir con él, te visitará puntualmente una y otra vez cuando menos lo esperes. Uno recuerda “algo” sin poder evitarlo, pero de uno depende invitar a la mesa a ese “algo” o volverle la espalda y a otra cosa mariposa.
Recordar un buen libro es mejor a veces que releerlo. Recordar es acariciar el sedimento que su lectura ha dejado. Releer es ya reencontrarse con él y puede que allí las emociones varíen sin cambiar, pero despojadas de la gracia de la imaginación del “lector distante”, de quien —con razón, me temo— desconfían mucho los críticos.
El recuerdo de un libro es un hecho complicado. Ese recuerdo digamos que acude con extraña irregularidad y entonces lo que se impone usar es lo que los gramáticos y retóricos llaman el presente histórico. Pensemos tan solo en por qué Elfriede Jelinek lo usa tanto en sus narraciones.
Entre la realidad limpia y desnuda y los desacatos de la ficción hay una capa tenue —una especie de relleno medular— que es como un tesoro escondido. Para un narrador, hallarla equivale a respirar tranquilo buena parte del día. Ella, que nada expresa por sí misma, es, sin embargo, el correlato del tono preciso —o el que buscamos bajo esa condición— y suele metamorfosearse en ese mood que los escritores reverencian cuando simplemente aparece. Felicidad incomparable: hallar el mood. Cuando no lo encuentras es que el diablo está jodiéndote la vida.
En una entrevista realizada al novelista estadounidense Michael Malone, de cuya obra se ha dicho que es tan importantecomo la de Don DeLillo —pero sin la fama crítica que este posee—, aquel subraya enérgicamente la pertinencia genérica de los textos no por su simple adscripción, sino por su eficacia comunicacional. El gesto de Malone puede parecernos un lugar común, pero en el contexto de la narrativa contemporánea y sus estándares esa eficacia es de primer orden.
Malone asegura, por ejemplo, no descreer del mystery o género negro —DeLillo tampoco, hasta donde conozco—, ya que, además de ser uno de sus cultivadores, el mismo acontecer histórico de la literatura así lo aconseja. Dickens, pone por caso, es un extraordinario autor ubicable a veces dentro del mystery —a causa de la naturaleza lateral de ciertos personajes que prosperan sombríamente en atmósferas subyugadas por el peligro y el crimen—, tanto como podrían serlo Dostoievski y Faulkner. A nadie se le ocurriría desestimar novelas como Crimen y castigo e Intruso en el polvo.
Lo que sucede, aclara Malone, es que el relato “aposentable” en los nutridos anaqueles del mystery será siempre un privilegiador de la historia por encima de la facturación del discurso; mientras que los esquemas de la crítica dan por sentado que, en los anaqueles de la literatura “de verdad”, las prerrogativas señalan hacia la artesanía del estilo y the craft of fiction, para poner la cuestión en los términos de Percy Lubbock.
Con el propósito de simplificar el asunto y hacerse entender, Malone divide la narración en prosa en dos grandes zonas: el relato de historia, donde la peripecia y el argumento poseen —o deberían poseer— un poder de fascinación incontestable, y el relato de arte, cuya urdimbre, aunque siempre sostenida en una historia, se nos aparece como “avasallada” por la graficación de la identidad de los personajes, sus mundos interiores y los paisajes o los climas que los envuelven.
Cuando el relato de historia se hace con los procedimientos del relato de arte, aparecen libros como Mi mujer manchada de rojo, de Rogelio Riverón, un cuentista que, entrando en los años 2000, nos confía sus extrañas y porfiadas fábulas como si, para desprenderse de ellas —y, de paso, hacerlo con algún sonreído retintín—, tuviera el deber de anidar bajo la piel de esos narradores del cine negro estadounidense de los años 40 y 50, capaces de proyectar una voz casi única, teñida de un escepticismo medio burlón y de cierta agridulce serenidad ante los hechos inexorables de la vida.
Entre paréntesis: esas “pequeñas” emociones producen las mejores metáforas que conozco, aparte de Shakespeare, Rilke, Gorostiza y otros muchos.
Oír ciertos relatos de Mi mujer manchada de rojo, intentar escucharlos mientras los personajes resuelven sus líos con los demás y con ellos mismos, es un ejercicio bastante parecido a la audición —la sola audición— de películas tan contemporáneas e indeliberadamente personales —sobre la lógica intimidad del sentimiento, quiero decir— como Gilda, de Charles Vidor, o Laura, de Otto Preminger; dos obras canónicas del cine negro en las que hay un narrador tocado por el escepticismo, el sarcasmo y el carácter distante e inapresable del goce. Un narrador que saborea el regusto a abatimiento o la reposada austeridad, sin desdeñar ni la malicia que casi prescinde del lenguaje ni la dosis estimable de impasibilidad ante las experiencias extrañas.
Riverón es uno de los poquísimos narradores cubanos que hace lo que quiere con esas difíciles acotaciones de los diálogos, tras la cuales —ya lo he dicho: la mayor parte de las veces se trata de un asunto de oído— una página puede elevarse a la categoría de irrepetible o un relato entero hallar su salvación o su estrepitoso fracaso. En una mano tiene Riverón un bisturí —o una lima— y en la otra un spray —uno entre varios— de United Colors of Benetton. Y aunque de esta hipérbole amable pueda inferirse que lo importante para él es la tramoya de sus historias, lo cierto es que no es así.
La tramoya —calculada sinuosidad de los argumentos, firmeza del paso del personaje por el espacio de un dilema complejo— le interesa mucho a Riverón, pero supongo que el aspecto que más lo atrae es el paradójico desenvolvimiento del personaje mientras interviene, desconcertado, en los hechos y se separa de ellos con una cuota reconquistada de lucidez. Y nada mejor para enunciar esa lucidez que una voz retroactiva: una voz como la de Glenn Ford intentando entender las indecisiones o las componendas de Gilda. Pienso en la voz modernísima e inimitable que oímos en “Muero por Amelia”; o la voz que podemos armar al leer “El cuento perfecto”, mientras el narrador, ese impávido peeping Tom, va refiriéndonos su asombro ante Fiammetta, su “remota shaved pussy girl”.
La poética de los textos de Riverón, pulimentador de las palabras sin parecer ni ser mucilaginoso, tiene detrás un camino bien andado. Uno imagina sus personajes y no puede menos que pensar en esos seres llenos de inquietud para quienes lo real es un espectáculo misterioso, difícil y asediado por incesantes conspiraciones.
Si en la relativa alquimia de la presunción crítica me fuera dado el poder de recombinar las tradiciones y enunciar el resultado con el fin de expresar tranquilamente una idea sobre los personajes de Riverón, tendría que referirme, de momento, a un sujeto tipológico —masculino o femenino, da igual— gobernado por la sospecha, inscrito en el paisaje insular, a quien se le ha inoculado el modo de mirar de Raymond Chandler, la paranoia de Philip K. Dick y el decir transversal y politrópico de Jorge Luis Borges.
Claro…, también podría afirmar, con mayor afinación y mejor temple, que la prosa del autor de Mi mujer manchada de rojo, cuando se articula con la rebambaramba que yace bajo la pulcra estructura de sus argumentos, es o parece ser hija de ciertos cuentos de John Cheever cruzados con algunos de Borges —¡siempre Borges!— cruzados, a su vez, con algunos de Raymond Carver.
No estoy ofreciendo más que otro “módulo crítico” posible, que en este caso prescinde de Chandler y Dick, no así de la aristocrática sentimentalidad de Cheever, atenuada —o acidulada— hasta la socarronería cuando el logos de Borges la interviene y que se zarandea hasta lo paradójico cuando brota en ámbitos de intimidación y violencia interior —los de Carver— y en los cuales el lenguaje se constituye siempre en un territorio de desencuentros.
El misterio de un cuento —la intervención del Potro, el fotógrafo de “Mi mujer manchada de rojo”, en la trama que se le oculta al narrador de esa historia, el escritor que encuentra una Nikon donde está la foto de su esposa en ropa interior, manchado el blúmer de rojo— tiende a resolverse con levedad ambigua en otro: “La camisa de Arrufat”. Recordemos que Borges “explica” lo increíble de las acciones de “Hombre de la esquina rosada” en un texto muy posterior: “Historia de Rosendo Juárez”. Sin embargo, lo excitante de esa experiencia de la mujer relacionándose con el Potro, de Arrufat —Antón, sí, ese mismo— dejándose retratar —con su camisa Calvin Klein— por el Potro, del narrador evocando una ciudad de provincias y acusando de infidelidad a su mujer, no se encuentra en los sucesos, por más que estos anuncien o subrayen su naturaleza opaca y dudosa, sino en la fragilidad de lo real y en los poderes del lenguaje —de la literatura— para crear o reemplazar experiencias.
Con esto quiero expresar algo que me parece muy significativo: Riverón quiere sumergirse en la acreditada y exclusiva mainstream de las ficciones que “regresan” a la vida no porque manipulen las convenciones lingüísticas de la representación, sino porque problematizan la tentadora idea de que lo literario no es las palabras de un relato ni se encuentra tan solo en ellas. Porque ya sabemos que la literatura es algo más que las palabras. Vive y prospera en un ámbito que podría renunciar a las palabras enunciables, a la “obligada” efabilidad de la experiencia.
A mí esa idea me resulta enormemente seductora porque también he sentido lo mismo, o sea: que lo literario ya está en los repliegues intersubjetivos de un diálogo como el que se produce entre Arrufat y Riverón —o alguien que se parece a Riverón— en un restaurante habanero de comida mexicana. Lo digo por una razón que me convierte en un inesperado testigo lateral: cierta vez, hace años, Arrufat y yo almorzamos en un pequeño restaurante —o cafetería bien surtida— que está en los altos de una delicatessen del corazón de la Habana Vieja, justo en la calle Obispo. Nuestro encuentro poseía todos los ingredientes de un intercambio de escritores, incluido el diálogo literario, centrado en aquella oportunidad en una pregunta: ¿fue Virgilio Piñera un gran escritor?
Pero lo más atractivo de la cita no fueron los pasteles tibios y crujientes ni los refrescos. Ni siquiera las pizzas liberales, cálidas y esponjosas. Lo más atractivo e inquietante fue comprobar —¿cuántas veces lo hemos hecho?— que un gran escritor lo es porque añade a lo real una porción de materia cuyo crédito literario depende de su aptitud —la de esa porción de materia— para explicar o complicar la vida, ya que dicho crédito es comprobable solo dentro de ella.
El final de “El cuento perfecto”, un presumible ménage à trois entre Fiammetta, su marido y el escritor que visita la ciudad de Santo Domingo, mezcla el sobresalto de lo excepcional con el dolor del sentimiento de lo perdido, o lo que está a punto de perderse en el mero lenguaje, en el recuerdo. Riverón, un romántico agredido y abrumado por la calidad somática del lenguaje, sabe lo que ya sabemos desde Henry James: la suposición es la madre torva y rezongona de algunas realidades fantásticas.
En ese atractivo relato, el autor de The Aspern Papers es un fantasma desalmidonado, el mismo fantasma que, en términos de tradición literaria, compareció en la prosa de narradores tan próximos y disímiles como Felisberto Hernández y Julio Cortázar, cuyos libros han formado parte —parece innegable— de las lecturas de Riverón. Sin embargo, en lo tocante a la invención o recomposición de lo real, el cuento tras cuyo examen el lector acaba medio zarandeado es “Las dos urracas”. Al tiempo que nos remite a una descacharrante tipología del célebre dibujo animado, Riverón logra confeccionar un thrillerposmoderno del que trasciende el aroma de Beckett y que se adentra en el orden artístico de la picaresca.
“Muero por Amelia” es una deliciosa aventura erótica que coquetea con los tics de la literatura sentimental, además de reverenciar o burlarse de la observación literaria de experiencias que no son literarias. Un tanto amorfa, o interesada en causar la impresión de amorfismo para destacar la ilusoriedad manierista de la trama, la pieza no deja de articularse anómalamente con “Salón Paraíso”, uno de los últimos cuentos escritos por Virgilio Piñera. Aun así, Riverón deja en claro que entre escritores —en el texto de Piñera no hay escritores— todo puede suceder y que, de alguna manera, muchos de nosotros somos fetichistas y mirones sin remedio; como lo sería, de cierto modo, el narrador de “Mi mujer manchada de rojo”, sorprendido por el hallazgo de la Nikon.
A Riverón se le dan bien los enanos y las enanas, incluso sin renunciar al empleo de los mitos acerca de su salacidad o su cómica arrogancia. “Pelos en el jabón”, un cuento envidiable —en la entrevista del enano con la pelirroja que aspira a ser escritora hay, por ejemplo, precisiones sicológicas cuya mera enunciación permite asegurar que Riverón es un estilista de talento insólito y divertidamente procaz—, deviene una pieza esperpéntica y testaruda, capaz de apoderarse de una visualidad que, debido a su corpulencia, resulta altanera. Tan altanera como la prosa de uno de esos libros que el enano, autor de cierta fama, custodia en su anaquel.
Con “El poeta, la ciega y el cuervo” Riverón consigue hilvanar una historia cuyo ritmo remeda o transcribe el tempo vital de uno de los personajes: la ciega. Lo que acabo de revelar es un mero detalle, pero en él hay una muy rara aspiración del relato. Texto misterioso, escrito desde una pulsión que nos lleva al unheimlich de Freud, confirma que muchas historias de Riverón se originan en una especie de acuerdo lunar entre un grupo de personajes separados de la retórica luz de todos los días —personajes vueltos hacia dentro, medio góticos, que están ocupados en una displicente fagocitación— y un tipo de lenguaje que se mantiene posado sobre un filo de navaja, avanzando con total equilibrio hacia un horizonte incierto.
A decir verdad, el unheimlich de Freud es una cómoda metáfora clínica que, luego de invadir la cultura hacia delante y hacia atrás, todavía hoy nos permite restaurar un símbolo obvio (la mariposa tatuada sobre el seno de Judit, en “Parricidas.com”) dentro de una historia que no es obvia. El triángulo formado por Isabella, Judit y la Sibila es de una taciturna y belicosa extrañeza, más allá de un lirismo que se torna dramático al acogerse a la oscura y bella ritualización de la compañía y el amor. Al mover la narración entre la primera y la tercera personas, Riverón crea un singular efecto de espectralización de los hechos.
En el cuento, la Sibila, de quien sabemos que es un travesti solo cuando la narración ha avanzado más allá de la mitad, se entrega al tatuador, padre de Judit. La Sibila acepta el pequeño dragón que este le ofrece y así surge, entre una mariposa y un dragón, una suerte de aciago vínculo simbólico. En el subsuelo de “Parricidas.com”, bajo su densa gestualidad, yace otra historia. Isabella y Judit se van al malecón nocturno y Judit entra en el mar. Ya se han besado. El amanecer sorprende a Isabella en el muro, frente a las aguas, sola.
No hay que engañarse: Riverón es el peeping Tom de su cuento dominicano, o al menos la mirada de este libro así lo indica. ¿Un mirahuecos? Ciertamente. Pero un mirahuecos de verdad: él ocupa, solitario, una estancia propia, una habitación como cualquier otra, y de vez en vez se acerca a la pared y planta el ojo tiránico en busca de sus personajes. No hay nada más íntimo que una mirada inevitable o un gesto provocado por el aturdimiento o la turbación. No se puede escribir un libro como Mi mujer manchada de rojo y no ser un voyeur consuetudinario.
Chesterton, uno de los fervores de Borges, sostuvo que el hombre no necesita de la literatura, pero sí de las ficciones. Algunos personajes de Riverón parecen rozar esa fe, o tal vez la cortejan con melancólica placidez. De cualquier manera, sin embargo, tanto el roce con ella como el acto de cortejarla se producen bajo el influjo de un vistazo obsesivo, en el que el compromiso con lo vital equivale a la entrega al lenguaje y viceversa. No por otro motivo, en las páginas de Mi mujer manchada de rojo Riverón es él mismo y el otro y, sobre todo, el que podría ser o el que los demás creen que es.
Cuando un escritor consigue que las cosas ocurran así, alcanza a abolir las fronteras que separan su yo —y su mundo doméstico— del yo y la domesticidad imaginales. Alcanza a literaturizarse, si se me permite el uso de una expresión harto romántica; una expresión que, al representar un deseo metamorfoseado en acto potencial, sería capaz de encadenar el espíritu de lord Byron —es un ejemplo— al poste fruitivo de la condición posmoderna.
Ese avatar, la literaturización, libra al escritor de las escribanías supernumerarias y lo va aproximando a la cautela y la discreción, pues viajando de convención en convención, de pacto en pacto, ya no tendríamos que saber con exactitud —lo cual es, creo, estupendo— dónde empieza o acaba la alarmada vigilia de lo real ni dónde muere o renace o en qué punto prosigue el ensueño de lo irreal, la ficción de eso que llamamos, con el debido recelo, lo inexistente.
© Imagen de portada: Ed Leszczynskl.
Visualidad gótica: Cuba y la carne
Hablar, en Cuba, de la carne, es viajar a tres regiones conexas y aposentarse en ellas simultáneamente: la carne sexualizada, la carne trucidada (asesinatos, feminicidios en su inmensa mayoría) y la carne comestible, que deviene cada vez más un manjar incorpóreo.