Un martirio colosal: la sangre huele al hierro de los machetes



Murmullos en la niebla, palabras aisladas. Siempre que vas a crear algo (un cuadro, un relato, un reel para Instagram), el pasado interviene allí y colorea tus ideas. Colorea la forma de tus ideas. Aunque sean nuevas, el pasado les da color. Así piensa David Lynch.  

A finales de 2010, año en que volví a pasar por Madrid —no lo hacía desde 1996—, regresé de Atenas tras cumplir con dos compromisos: uno académico y otro sentimental. Había viajado con mi esposa y mi hijo, y notamos que entre la llegada del avión a Barajas y el vuelo que nos devolvería a La Habana iban a trascurrir casi 7 horas. Por suerte, pudimos hacer algunas coordinaciones y un amigo nos esperó en su auto fuera del aeropuerto.

Todo consistía en emplear esas horas de escala del mejor modo posible y nos adentramos en la ciudad. Bebimos malteadas de frambuesa en el Café Central. Nuestro amigo dejó el auto en un estacionamiento y caminamos hasta el Museo del Prado. Nos paramos delante de la puerta de Velázquez. Y de pronto nos vimos forzados tomar una decisión: o nos metíamos en el museo a ver —rápido, demasiado rápido— la muy anunciada muestra de J. M. W. Turner, que me interesaba vivamente —pero solo a mí—, o recorríamos el Paseo y después nos íbamos a almorzar muy ligero a una cafetería de Atocha —recomendada por mi amigo— para regresar a la Plaza Mayor y seguir caminando hasta cansarnos, y, por último, llegar a tiempo al aeropuerto.

Una vitalidad en el vestíbulo de la muerte, desafiándola hasta el fin.

Turner quedó atrás, pero me acerqué al anuncio y supe que en el año anterior, 2009, el museo había celebrado los cien del nacimiento de Francis Bacon. Aquello me estremeció. Por Bacon y por lo que conocía ya de él, y porque se transformaba de inmediato en un indicador de cómo marchaba el mundo. 

En definitiva, uno vivía entonces —y vive hoy: tiempo presente— pobremente y en un país insular donde no puedes irte así como así a Europa a ver una muestra de pintura. Era 2010, además. Todavía existía eso que en Cuba se llamó “permiso de salida”.

En 2022 se cumplieron treinta años de la muerte, allí en España, de Francis Bacon. Dicen que el pintor estaba enfermo, que su condición de asmático ya era grave y que recién había experimentado una complicada operación. Aun así, voló a ver a su amante español, hombre encantador y culto, a quien le llevaba poco más de cuarenta años. 

En semejante paisaje emocional, romántico y heroico a partes iguales, ese dato es irrelevante. Uno puede, en cambio, ver el gesto de Bacon casi inscrito en el de su pintura: la expresión de una vitalidad en el vestíbulo de la muerte, desafiándola hasta el fin. Justo antes de sucumbir.

Si me hubiera ido a Grecia en 2009, no habría dudado en encontrarme con Bacon durante la presumible escala madrileña. (Renuncias a Turner y te pierdes el majestuoso volumen del color como naturaleza. Pero renuncias a Bacon y te pierdes una dimensión de ti mismo).

La escandalosa nulidad del lenguaje, la incompetencia paralizante y casi inmoral de las palabras.

Habitación 417. Clínica Ruber. Madrid. Paciente con severos problemas respiratorios y renales y con los pulmones destrozados. Infarto masivo. 28 de abril de 1992.




Hay tres referencias que me remiten a Bacon y su forma de explicar, mediante la pintura, que el apagamiento de la carne es el apagamiento de la conciencia. Ni siquiera es un artista de la espiritualidad, convencido como estaba de la existencia de un vacío absoluto después de la muerte. 

Le preguntan por qué pinta, pues, esas figuras “mentales” que se religan con el gran tema de la crucifixión, cortejándola, y responde que no es a causa de una fe, ni del razonamiento —conceptualización— de una fe, sino porque en la crucifixión aparece el momento más extremado de la crueldad y del castigo. 

Y añade que la fe —cualquier tipo de fe que no sea la de la belleza y la inmediatez del yo y lo vital— no es otra cosa que una fantasmagoría útil solo para los políticos, que la usan con el propósito de disciplinar a la gente.

Sabemos eso muy bien. Demasiado bien. La fe, por ejemplo, como fermento y colorante de la política.  

Habría que pensar en la bestialidad de las formas y de la carne misma como estado final que empieza en el crimen y el asesinato, y acaba en la oposición que, para Bacon, se produce entre violence e immediacy

La violencia, tan ramificable, tiene todo tipo de implicaciones; mientras que la inmediatez, o la inmediación, es la cercanía más clara o más sincera que puede experimentar un sujeto —un sujeto entregado al arte— con respecto a la vida y sus circunstancias.

En el silencio no se sabe.

Hoy estás vivo y vives —intensamente: tienes esa responsabilidad. Mañana estás muerto y eres tan solo un cuerpo corrompiéndose en una bolsa de plástico.

En la que se considera su última pintura, hay un toro moviéndose entre dos espacios presumibles: el de la vida y el de la muerte o la imagen de la muerte como vago espacio de sombras. 

Murió en un hospital católico, o eso aseguran algunos. Su amante español no estaba allí en ese instante. Lo rodeaban unas monjas que, obviamente, sabían más de Jesucristo que de él.

Bacon afirmó que, en un mundo donde prevalecen la impiedad y el desprecio por la existencia, el grito es la más humana de las expresiones. Y declaró que el más hermoso de la pintura es el de esa madre que implora y trata de impedir la muerte de su hijo, en La masacre de los inocentes (1629), de Nicolas Poussin.



Nicolas Poussin, ‘Le massacre des Innocents’.


Cualquier pormenor o anécdota que se refiera al pretérito lejano, donde la pintura dialoga con la Historia y testifica la barbarie feroz de ciertos momentos, tiende a parecer mera arqueología de hechos que, artizados, ya no nos tocan, no nos amenazan y han ganado irrealidad. Sin embargo, ahí están las trucidaciones de Bacon, sus bocas averiadas, sus dentaduras monstruosas, sus tajos sangrantes, sus miembros dislocados.

La boca y el rostro (los ojos) de la madre que pinta Poussin enseñan un desconsuelo atroz, lleno de desesperanza. ¿Como el de la madre de esa familia de Matanzas —Cuba, ahora mismo— que murió a machetazos junto a su esposo y su hijo, muertos también a machetazos? 

En el silencio no se sabe, como escribió Samuel Beckett. Un machete, un asesino, la sangre, la muerte. No se puede escribir de estas cosas sin que se advierta la escandalosa nulidad del lenguaje, la incompetencia paralizante y casi inmoral de las palabras.

Un martirio colosal: el del hombre del siglo XX.

En presencia de lo que no puede verse ni oírse, y que entra de lleno en la sorda negrura del no saber —de un no saber nada que está más allá de la perentoria seguridad “abstracta” del asesinato—, el triple crimen se entrevera con las imágenes de Bacon, que en esas circunstancias no parecen tan terribles.

No hay punto de comparación ahí, por supuesto, ni esa insensata y abyecta necesidad de comparar. A no ser que uno vea los videos de las ejecuciones practicadas por las bandas vinculadas al narcotráfico, en México y Colombia, donde la muerte es justo así, a machetazos, pero con una diferencia: al condenado primero lo mutilan. Se le cortan los pies, las manos y después van degollándolo poco a poco hasta que la cabeza cae y rueda entre risas, amenazas y exclamaciones de triunfo.

No es la sangre de las tragedias arcaicas de las que Bacon, tras leer a Esquilo y lamentar no saber griego antiguo, extrae el furor y la ambición de dejarse sacudir por las metáforas del dominio de la muerte. Es la sangre de nuestros días, de hoy, conectada de diversas formas a una pintura que evidencia, acaso desde el símbolo, la larguísima historia de un martirio colosal: el del hombre del siglo XX. 

Mártir como testigo. La testificación de que la criatura humana es lo peor y lo mejor del universo, el intelecto y la vida.   






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Crónica de un secuestro. Entrevistar a UPS!

Daniel Alvarez Mateo

Pensaba que las notitas de amenazas bajo la puerta eran una broma de mal gusto. También el DM en Instagramcomo respuesta a mi texto sobre la fiesta del agua: ‘Te vamos a partir las patas’.