Creo que ovulo de un solo ovario. Creo, no. Lo sé. Lo anuncia cada mes un dolor punzante en el costado.
Este mes el dolor es demasiado perro. No me deja permanecer ni sentada ni acostada ni de pie. Es tan duro que recurro a una pastilla. Por gusto. Una total pérdida de tiempo esa pastilla. El dolor permanece, dejándome insomne. Es otra noche más, que diría Jon Secada.
“Aprende a escuchar a tu cuerpo”, dice, entre una respiración y otra, una rubia yogaholic de Instagram. ¿Cómo repinga no escucharlo, si casi me rompe el tímpano?
Lo único que quiero hoy es que mi cuerpo enmudezca. Al menos esa parte que insiste en hablar a los gritos. Shut the fuck up, madafaka!
Pero el muy singao no escucha. Tan fukin loud y tan sordo a la vez. La persistencia de producir vida, aunque sea a medias, destrozando todo por dentro.
Ese camino del óvulo, doloroso desde el inicio. Enloquecedor. Ese camino siempre hacia la muerte. Todos los meses la muerte dentro de mí. ¿Cuándo dejaré de producir muerte en mi propio cuerpo?
Divago. Pienso en todas las veces en que casi fui madre. Intento encontrar algún sentido a este dolor persistente, cíclico. No lo hallo. No me hallo capaz de producir nada más dentro de mí. No me hallo llegando al clímax del dolor que es parir.
Lo más absurdo de esto es que he querido tener hijos con todos los hombres de los que me he enamorado. Así sea por unas horas en un pary, por un segundo en el metro, o por diez años en La Habana. Un experimento. Ver qué sale.
Pero mi cuerpo se niega a convertirme en madre. He tenido tres abortos en los años que llevo siendo una mujer fértil. Los tres deseados. Nunca, de las veces que he estado embarazada, me he sentido preparada para estarlo por nueve meses. Menos para lo que viene después.
En verdad no sé si se esté preparada para eso alguna vez. De todas formas, no era una vida lo que se formaba en mi interior sino todo lo contrario. Una vida iba a morir dentro de mí una, dos, tres veces.
El primero de los abortos fue a los 16. De los otros dos, solo recuerdo los tres minutos de dolor de la regulación menstrual sin anestesia y el diagnóstico de que mi sangre siempre ha sido incompatible con la de los padres de todos mis hijos malogrados.
Será que mi cuerpo me sabe algo que yo ignoro. Mi cuerpo entiende que ese otro cuerpo dentro de mí es un alien.
Exterminar. Eliminar. Asfixiar antes de que sea vida. Mi cuerpo, un ataúd. Otra vez la muerte.
Años después, un babalawo en Niuyor me dice que sólo tendré hijos con la persona adecuada. Que si no es así, nunca se va a dar.
No es una pregunta que le hago yo. En ese momento yo no estoy para hacer esa pregunta. En ese momento, el dolor dentro de mí no tiene que ver con ese tipo de muerte que me ha venido acompañando por tanto tiempo, sino con una más real, más tangible: la muerte del amor. Ese saber que de ahí no nacerá nada tampoco.
Quizá, de alguna manera no enunciada, sí que hice la pregunta. Quizá la pregunta siempre ha estado a la vista. Las ancestras no se equivocan. Ahí, en esa consulta online con aquel babalawo de Niuyor, entendí que mi cuerpo, en cierta medida, ya me había contado el mismo presagio.
Irónicamente, soy siempre la primera en saber que mis amigas van a ser madres. Incluso antes que sus propias madres. Tengo ese imán. Así fue con Nena. Así con Olivia.
Hace poco estuve un par de semanas en Mayami. Cada vez que voy, la precariedad me obliga a quedarme en casas de gentes. Esta vez, como muchas otras, me quedo con Nena.
Estoy en la cocina de su casa. Nena se acerca y se sienta al lado mío en la barra donde desayunamos siempre. Estoy enfocada en trabajar, sacar números, entender este Excel que me tiene la vida hecha un ripio desde el amanecer.
No miro a Nena, pero siento su mirada. Sus manos entran a cuadro. De repente dos tests de embarazo sobre el teclado de mi laptop. Positivos.
Yo no sé si soy autista o qué, pero en este tipo de momentos he aprendido a darle órdenes a las partes de mi rostro para que reaccionen. A la boca que ría, a la lengua que se mueva y diga algo. De lo contrario, me quedo inerte. La gente no entiende que estoy sintiendo cosas si no lo expreso. Tal vez por eso hay algo de falso en mis reacciones.
Mis labios, mis dientes, mis ojos, mis cuerdas vocales expresando la felicidad que de verdad siento al ver a Nena feliz. Sé lo mucho que ha esperado este resultado. Su marido graba el momento. Espero que mi reacción calculada exprese la real felicidad que da el berro dentro de mí.
La molestia del costado sigue jodiéndome el sueño. Googleo: “Es normal sentir tanto dolor durante la ovulación?”:
WTF!
Sigo leyendo.
Sensación de querer quemar cosas, ciudades, todo.
También el médico puede recetar anticonceptivos orales para prevenir la ovulación y ayudar a reducir el dolor relacionado con la ovulación.
Ya, eso. Hay que aprender a vivir con el dolor. Nos toca. Si los hombres ovularan, menstruaran, parieran, San Google me daría otra respuesta, seguro.
Vuelvo a Niuyor. Vuelvo al momento en que Olivia me cuenta por chat, embarazadísima ella, de la felicidad que es tener hijos con alguien a quien amas. Ese estar on top of the mountain y sentir que puedes con todo. Las hormonas volviéndote loca, volviéndote fiera.
Busco dentro de mí y no consigo entender ese nivel de felicidad. Entiendo amar. De hecho, he amado, con un amor partehuesos, al hombre con quien viví los últimos años. Pero había mucha oscuridad ahí. No se puede, al menos yo no pude, traer hijos a esa oscuridad.
Vuelvo a Mayami. Vuelvo a casa de Nena. En los días que siguen a la noticia, todo se transforma en planet beibi. Video-llamadas sorpresa, grabaciones para la familia en Oriente. Dudas, dudas, dudas.
―¿Y tú, al final, quieres tener hijos? ―la pregunta de Nena en este momento hits different.
―Solo si me reproduzco con un milloneta, o me vuelvo milloneta yo.
Una vez más la necesidad de ocultarme tras una excusa infantil, disfrazada de broma. Una vez más sacando a la duraka que vive en mí a pasear. Pura máscara.
Me pregunto si pudiera ser yo Nena algún día. Si me haría tan feliz saber que, dentro de unos meses, mi vida será de otra persona, entera. Un sacrificio.
Lo intento, pero no consigo verme ahí.
“Keep smiling”, mi boca recibe la orden y obedece.
Handle With Care
Una copa rota, frágil, como un cuño, como un susurro que escurre sangre detrás de la oreja.