Handle With Care

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Tatatatatatatatatata… la aguja golpeteando a un paso de mi oído. Justo detrás. La vibración sacudiendo mi cabeza. El interior, un batido de nervios. Tensión como de hierro oxidado en la mandíbula.

Tumbada en la camilla, veo el mundo de la cintura para abajo. Eso, cuando abro los ojos. La mayor parte del tiempo los mantengo cerrados. Apretados. Mis ojos, una almendra arrugada.

Mis ojos, una almendra arrugada.

Tatatatatata… ¿Por qué le hago esto a mi cuerpo? Y no es que duela demasiado, pero ¿vale la pena el sacrificio por algo tan permanente? ¿Por qué buscamos el infinito? A veces me pongo tan deep. En realidad, vivo ahí. Overthinking es mi pasión.

Para distraerme, miro unos gaveteros plásticos. Evidentemente, chinos. Entre turbios y traslúcidos.

A pesar de la opacidad, dentro de las gavetas se pueden ver pomitos de colores bien organizados. Colores brillantes que hacen del mueble una cosita bastante cute. De ser otro el contenido, el mueble no sería cute, sino cutre. Aun así, pienso que me vendría bien uno igual para poner en la casa.

Hago nota mental mientras imagino ya mi cuarto de Centro Habana con su gavetero plástico esquinado. Puro placer.

Puro placer.

Miro ahora las losas de granito fake del piso. Grises con pintas negras y blancas, o casi blancas. Dime que estás en un apartamento de micro, sin decirme que estás en un apartamento de micro, you know. Miro los pies de L. Sus pies chancleteando unos Converse negros. Dime que es Cuba 2007, sin decirme que es Cuba 2007. Granito fake de fondo.

―No te muevas. ¿Te duele? ―apenas escucho a L por encima del ruido de la máquina.

―Todo morti.

No sé cómo logro engrasar el óxido de mis mandíbulas y abrirlas. Hablar.

Tatata… es todo lo que escucho por unos minutos. No sé cuántos.

Los dientes, rechinando. Se escuchan tan alto como la máquina. Me da miedo que mis dientes se vuelvan arena sobre la lengua.

―Ya está ―la voz de L clara, sin el ruido de la máquina―. Mírate.

L me alcanza un espejito de mano y me señala uno más grande, colgado en la pared.

Me paro de frente al grande. Sostengo el espejito en la mano, a la altura de la nuca. La veo por fin: una copa rota, frágil, como un cuño, como un susurro que escurre sangre detrás de la oreja.

Hay que estar muy cerca para ver esta pista. Handle with care.



Soy así de fresa.

Ese día me hago dos tatuajes más. Tres, en total. Todos en el lado izquierdo del cuerpo. En el tobillo, un ancla. En las costillas, debajo de la teta, una frase de una canción de Leonard Cohen.

“I was born like this. I had no choice”.

Soy así de fresa.

Casi todo el que llega a verlo pregunta si es de Lady Gaga. A veces les digo que sí.

Camino con mi amigo, el amigo más amor platónico y teenager de mi vida, por el Barrio de las Letras. Después de 10 años sin vernos, hay rutinas persistentes.

Caminamos por calle de Echegaray como quien camina por Aguacate. Entramos al Jazz Bar como quien entra al Chanchullero. Los mismos gestos, las mismas palabras con más de un significado. La misma conversación doble vía de siempre.

Esta vez no tiro el vino sobre mis piernas. Esta vez no hay necesidad de desnudar mis pies empapados en alcohol. Las seis margaritas que nos tomamos entre los dos van straight de la copa a nuestras bocas. No hay accidentes.

No hay accidentes.

Hablamos de lo absurdo de huir de los sentimientos. Esta cosa generacional de correr para el otro lado, cuando el cora late un poquito más fuerte de lo soportable. Decimos: “Esta juventud está perdida”.

Hablamos de lo que hemos escrito en estos años. Él dice que siempre me lee. Que le gusta cuando escribo del cuerpo. Desde el cuerpo. Digo “Somos un cliché”.

Hablamos de nuestros tatuajes. Él me muestra los nuevos suyos. Repasamos los míos viejos.

Le digo que mis tatuajes son un organismo vivo. Que se han esparcido un poco por debajo de mi piel. Se han regado. Como micelio, buscan alcanzarse entre mis poros.

Llegamos a la copa rota. Le digo que la grieta se ha unido. Que el tatuaje ya no tiene significado. Que muchos, cuando se acercan y la ven, preguntan si es una copa de vino. Que casi siempre digo que sí, le digo.

Es ahí entonces que tengo algo así como una epifanía.

Entiendo que lo frágil se ha endurecido. Que la grieta ya no es grieta, ahora es cicatriz. Kintsugi de tinta negra.









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Adam Driver no tiene nada que ver con esto

Claudia Muñiz

Los corazoncitos en los ojos no te dejan ver bien. Es muy de pinga el apego.