Uno de los entretenimientos que tiene un editor pobre en España es zapear entre canales (de la televisión en abierto, así es la pobreza) y presenciar las nuevas cruzadas de la gente rica.
En las últimas semanas ha saltado en la parrilla el duelo por la audiencia de una franja del prime time que se disputan El hormiguero (Antena 3) y La revuelta (La 1). Atresmedia (Grupo Planeta) vs. TVE (dopada con dinero público), o Pablo Motos vs. David Broncano.
Acabado de emigrar de Movistar, donde conducía La resistencia (archivos mp4 ultracopiados en el Paquete Semanal cubano: la única resistencia creativa, y un modelo de resistencia en crisis), lo primero que hizo Broncano en el plató de Televisión Española, para muchos una extensión audiovisual del cuerpo de Pedro Sánchez, fue sugerir que La revuelta era una suerte de vacío legal indiferenciable de La resistencia, el programa madre nacido en la televisión de pago. “Es la misma mierda”, reconoció.
Motos, como el título de su programa refleja, tiene en plató a dos o tres hormigas que interpelan a los invitados. Son unas marionetas de peluche insufribles, pero que llevan casi veinte años funcionando. Uno de los primeros invitados de esta temporada fue Lamine Yamal, que tiene más o menos la misma edad que esos muñecos.
Cambié el canal. En ese mismo momento Broncano le estaba diciendo a Grison, su músico beatboxer: “Debimos haber traído al padre de Lamine Yamal”. Esa misma noche, o quizás otra, la invitada es esa diosa egipcia con cabeza de gata llamada Najwa Nimri. “¿Cuántas veces has ido a El hormiguero?”, le pregunta Broncano. “A mí me tienen vetada en El hormiguero”, responde ella.
Interrogado sobre mascotas, Lamine Yamal dice que le encantaría tener un pulpo. (Ya hay hinchas del Barça recogiendo dinero para comprarle no uno, sino varios pulpos.) Después, Motos le pide su opinión sobre el tema del racismo en el fútbol. Y al otro lado del mando a distancia, Broncano estrena la pregunta que, nos dice, formulará a todos sus invitados esta temporada: “¿Eres más machista o más racista?”.
No importa si no eres ninguna de las dos cosas, aclara. Porque, aunque puntúes cero cero en ambos expedientes, digamos, uno de esos ceros tendría que ser por fuerza un 0,01, un 0,001… Elige.
Broncano reconoce (o finje que se da cuenta de ello en medio del programa, en un acto de desPSOEización) que se trata de una pregunta compleja. Hay que calcular. No creo que le dure mucho tiempo en el aire.
Otra noche, el invitado de Motos es un skater minusválido. Uno o dos días antes, Broncano había llevado a un surfista ciego. Obviamente, no pudo ponerlo a surfear ante las cámaras. Pero la producción de El hormiguero sí que ha montado una rampa afuera del estudio. Allá se va Motos con su invitado y este se lanza desde la altura, rueda rampa abajo, rueda rampa arriba (¿qué es lo peor que le puede pasar?, pienso al verlo, ¿terminar en una silla de ruedas?) y da varios mortales en el aire con su silla de ruedas.
Todo va a ser así, todo el tiempo.
Quizás Motos juega más en la liga de la post-ironía del late night show de la vieja escuela; va sobrado de anticuerpos (ya David Foster Wallace en los 90 adelantaba lo que se venía, en aquel relato-crítica-ensayo sobre David Letterman). Quizás Broncano tiene a su favor la comedia de derribo y cierta premisa de show ya lobotomizado y por lo tanto listo para recibir la inyección de casi cualquier cosa. Pero es un error pensar que La revuelta y El hormiguero son dos programas en lugar de uno solo.
El otro, el mismo, como decía Borges: el show es el zapping.
Entre Motos y Broncano no hay competencia sino cooperación, intercambio de genes, sexo en directo. Creo que ellos lo saben. O al menos tengo la impresión de que Broncano ha captado algo, porque no me parece casualidad que en una de estas emisiones de estreno sus invitados fueran un singular tándem evolutivo: Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga, los autores de La conciencia contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2024).
Millás está publicando novelas, cuentos y artículos desde 1975; ha ganado casi todos los premios literarios de España, pero ha tenido que reclutar al paleontólogo y antropólogo más célebre del país para empezar a vender libros por un tubo.
Arsuaga fue portada de la revista Nature, estuvo al frente de las excavaciones en Atapuerca que revolucionaron la comprensión de las especies humanas y ha publicado unas veinte obras de divulgación científica, varias de ellas muy sólidas, pero solo de la mano de Millás ha conocido los efectos de la tarjeta de crédito cultural.
Ambos se sentaron en el sofá de La revuelta como dos viejos rockeros. El público aplaudía frenético. Millás no quería quitarse las gafas oscuras, seguramente súper caras.
La conciencia contada por un sapiens a un neandertal cierra una trilogía de éxito iniciada con La vida contada por un sapiens a un neandertal (2020) y continuada por La muerte contada por un sapiens a un neandertal (2022). Parece que van a parar ahí, pero pudieran seguir; después de la vida, la muerte y la conciencia: el arte, la política, la economía, la guerra, las gastronomías del Mediterráneo, la literatura cubana, qué sé yo. Cualquier cosa.
¿Por qué no? Una franquicia serial, al estilo de los libros For dummies. En este caso: For neanderthalensis.
El neandertal nunca pasa de moda. Es el homo blockbuster. Sobre todo, aquí en Europa, hoy en día, es posible que a muchos les seduzca la idea de una especie humana perdida, 100% no africana, cuya huella puede encontrarse en el genoma. Gente que ha aprendido una nueva palabra: genoma, y ha conectado ideológicamente con ella.
Pero el neandertal es aquí el escritor “literario”.
Millás tuvo una idea: no necesito ideas. No más contenidos propios, que al parecer no sirven para nada. Ese es el concepto. Escribir va a ser poner aquí a alguien que aporte el contenido y me traiga otra biblioteca. Ready-made. Arsuaga es el urinario duchampiano de Millás.
Arsuaga es el invitado del late show de Millás (late por la edad de ambos), quien sin darse cuenta es a su vez el invitado en el show de historia natural que Arsuaga ha aprovechado para lanzar en simultáneo.
O dicho de otro modo: el escritor buscó al científico y le dijo “quiero ser tu Sancho Panza”. Sería un Sancho más parecido al de la hipótesis de Kafka (lean el texto, es breve como un post). Y sin burro. Recorren España en el Nissan del paleoantropólogo. Este cuenta y su escudero registra.
El resultado está en una triangulación, una frontera, un lugar de La Mancha entre el ensayo divulgativo, la autoparodia socrática y el docu-reality. En sus peores tonos y momentos, tememos la regresión infantil de un Jostein Gaarder; en sus mejores páginas, estaríamos leyendo una curiosa puesta en escena de algo que explica muy bien Rodrigo Quian Quiroga, el neurólogo que hace de guest star en este libro final de la trilogía, a propósito de la conciencia.
Gracias a Millás (me creo también que puede haber dado a conocer a Juan Luis Arsuaga en un círculo de literatos despistados), muchos lectores se enterarán este año de quién es Quian Quiroga, que suena a personaje de Borges: Herbert Quain Quiroga.
Este Quiroga también es argentino, por supuesto, y por supuesto que ha escrito una obra sobre el autor de “Examen de la obra de Herbert Quain”: Borges y la memoria(Sudamericana, 2011). En ese libro explicaba qué son y cómo trabajan las células cerebrales que llamó “neuronas Jennifer Aniston”, también conocidas como “neuronas conceptuales” o simplemente “neuronas de concepto”.
El concepto es Jennifer Aniston.
Borges y la memoria tiene como subtítulo: Un viaje por el cerebro humano, de “Funes el memorioso” a la neurona Jennifer Aniston.
El prólogo es de la difunta María Kodama, no de Jennifer Aniston.
Quiroga estaba investigando con los cerebros de pacientes epilépticos. Durante una intervención quirúrgica les mostró fotografías de distintas celebridades y analizó diferentes patrones de activación neuronal.
Dicho así, es verdad que suena un poco turbio, y hasta recreativo, pero son experimentos controlados. Nada de qué preocuparse.
El consenso en neurociencia hasta hace unos quince años era que la representación mental de los conceptos requería la interacción de grandes redes neuronales. El argentino y su equipo, gracias a una serie de imágenes de Jennifer Aniston, demostraron la existencia de neuronas aisladas que responden de manera altamente específica a la abstracción y serían las responsables de organizar y codificar la información compleja en nuestros cerebros.
Todos tenemos neuronas Jennifer Aniston.
Una de las conclusiones más inquietantes del estudio de Quian es que Jennifer Aniston también tiene neuronas Jennifer Aniston.
Aunque es un hecho que ha encontrado otros lectores (no tan ingeniosos como ingentes en número), estos libros de Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga estarían pidiendo lectores así, unos lectores de concepto.
¿De cuál concepto?
No sé. Consultar a un neurólogo.
Quizás tenga que ver con que el materialismo, propio de la divulgación científica, ponga a prueba un consenso literario de la escritura como representación, en alguna medida, o en tanto codificación más o menos abstracta. Y cuando digo que lo ponga a prueba, estoy diciendo algo así como que lo ponga a podcast, o que lo ponga a excavar restos humanos: no hay término medio.
En el libro anterior a este, La muerte contada por un sapiens a un neandertal, leímos que Arsuaga decía:
Curiosamente, resulta más difícil ser materialista en estos momentos del siglo XXI que a finales del XIX o principios del XX. Yo soy un aguafiestas, un agorero, un tío indeseable que va diciendo por ahí que no hay nada. Un hijo de puta. Nadie quiere oírme porque la gente necesita creer en algo. El materialismo está proscrito, Millás. Se considera lo peor. No te conviene estar conmigo. El verano pasado, en la playa, valorando el proyecto de este libro sobre la vejez y la muerte, pensé que debería darte la oportunidad de salvarte… ¡Madre mía!, pensaba yo. Le voy a joder la vida a Millás, que todavía cree en la posibilidad del sentido.
Pero Millás no quiere salvarse. Aunque no lo dice con esas palabras, él ya no cree en la posibilidad de sentido. Al menos no en el sentido al que se refiere el hijo de puta de Arsuaga. En el mismo libro nos cuenta:
Hacia finales de año, tuve que renovarme el DNI y me dieron uno que caducaba en el año 9999. Cuando hice indagaciones, porque creí que se trataba de un error, me dijeron que una vez cumplidos los setenta te dan un carné para el resto de la vida. Salí de la comisaría, pues, con una tarjeta que certificaba mi identidad para siempre, lo que venía a ser lo mismo que certificarla para nunca. Significaba que el Estado me daba por amortizado, por muerto.
Como el Estado (que también es la Literatura) lo da ya por muerto, el escritor busca otras formas de estar vivo. El escritor literario es una pensión de genes que ya dio todo lo que iba a dar, si es que alguna vez dio algo.
Saltamos ahora a La vida contada por un sapiens a un neandertal: en otro momento significativo, los dos viejos pasean por el cementerio de la Almudena. Buscan la tumba de Santiago Ramón y Cajal. En el camino, observan la lápida de un niño. Dice: Luisito Meana González. La Habana 31/12/1926 – Madrid 9/1/1936. Tus padres no te olvidan.
El pasaje me enterneció y entristeció a partes iguales. Sentí mucha lástima por ese pequeño inmigrante. Pensé en Cuba sin nostalgia (eso no existe), como una tierra de puro esqueleto desperdigado, como un esqueleto de mucha tierra desperdigada. Y recordé que Ramón y Cajal fue médico del ejército español en la Isla, entre 1873 y 1875. Con los ahorros de su estancia allá pudo comprarse un microscopio y habilitar el laboratorio en el que inició sus investigaciones histológicas, a su regreso a Zaragoza.
Es decir, la Guerra de los Diez Años fue lo que permitió el desarrollo de la llamada “doctrina de la neurona”, que saltó al ruedo la década siguiente derribando el modelo reticular del sistema nervioso, que era el consenso científico de la época (a pesar de que la teoría celular estaba en pie desde alrededor de 1830; hay un retraso ahí que no consigo explicarme, pero bueno).
La doctrina de la neurona de Santiago Ramón y Cajal es lo más parecido que hay en biología humana a la Teoría del Todo de la física. Las guerras de independencia se hacen para eso.
La Guerra de los Diez años, por lo tanto, desbrozó en aquella manigua llena de paludismo un sendero que llega hasta Borges y hasta Jennifer Aniston.
Se puede estirar el chicle y considerar que la Guerra de los Diez años es el tejido histórico que cimenta las redes neuronales (naturales y artificiales) y el conexionismo del siglo pasado, y por tanto las obras de los Herbert Quain, la ficción de los senderos que se bifurcan, etcétera.
La diferencia entre una red y un esqueleto.
Seguimos en el cementerio de la Almudena. Escribe Juan José Millás:
Vamos de sepultura en sepultura, en busca de un epitafio que podamos hacer nuestro, y en todas aparece alguien que no olvida a alguien.
—Una de las formas más comunes de la inmortalidad consiste en seguir vivo en la memoria de los otros —dice Arsuaga—. De ahí la insistencia en la fórmula del “no te olvidan”. Tus padres no te olvidan.
—Pero es una inmortalidad de andar por casa —apunto—, una inmortalidad doméstica. Y realista, por cierto. Nada que ver con la posteridad a la que aspiraban los escritores de otras épocas. Yo creo que hasta muy entrado el siglo XX, la mayoría de los novelistas seguían trabajando para la posteridad, todavía algunos creen en ella.
—¿Por ejemplo?
—No sé —titubeo—, Vargas Llosa quizá. Pero la posteridad está muerta.
Encuentran la tumba de Ramón y Cajal y el diálogo continúa. “El paleontólogo sigue hablándome al oído, como si los muertos pudieran escucharnos”, dice el escritor extinguido. Hablan de la inmortalidad, de la longevidad y la esperanza de vida. Todo lo cual conduce a la selección natural.
“Con la memoria evolutiva solo se aprende de los éxitos, jamás de los errores”, explica Arsuaga.
“El error es la muerte”, apunta Millás.
“La extinción”, le corrige Arsuaga. “La genética de la especie es el resultado de los antepasados, que aprendieron de los éxitos y solo de los éxitos. No hay segundas oportunidades”.
Yo sigo sin olvidar a Luisito Meana. Sus padres ya están muertos, así que ahora la memoria recae sobre mí.
Me he dado cuenta de que, para mí, ese niño al que solo conozco por una lápida leída al vuelo en un libro, ni siquiera en un cementerio real, está mucho menos muerto en mi cabeza que el concepto “Cuba”. Acabo de darme cuenta también de que lo estoy convirtiendo en un símbolo.
¿Pero un símbolo de qué?
De vuelta a La conciencia contada por un sapiens a un neandertal: ahora Arsuaga trae a colación el Número de Dunbar, un límite cognitivo teorizado por el antropólogo y evolucionista británico Robin Dunbar en la década anterior a la explosión de la web 2.0:
—Recuerda lo que decía Dunbar: que el tamaño del cerebro determinaba el número de personas con las que podíamos relacionarnos, y que, en el caso de los seres humanos, no pasaba de unas ciento cincuenta. Ahora bien, si eres capaz de construir un símbolo eficaz, en un abrir y cerrar de ojos se convierten en ciento cincuenta mil.
—¡Ya lo veo! —grité—. El símbolo equivale a lo que Harari llama las realidades imaginadas.
—Olvídate de Harari. Tú te has caído del guindo con él porque no nos habías leído a los antropólogos, que llevamos años hablando de la etnicidad. Gracias a identidades simbólicas como la patria o la religión pueden constituirse grupos identitarios de millones de personas que representan esa identidad con banderas o con imágenes y, a veces, como en el caso de los seguidores de un club deportivo, con un simple color. La de las identidades simbólicas es una de las manifestaciones más misteriosas de la conciencia.
“Olvídate de Harari” es una de las frases más subrayables de este libro. En las mesas de novedades de varias librerías he visto La conciencia contada por un sapiens a un neandertaljusto al lado de Nexus. Una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA (Debate, 2024), de Yuval Noah Harari. Duelo de superventas. “Olvídate de ese que está al lado”, le susurran Arsuaga & Millás al lector desde las páginas. Habría que haberlo puesto en la faja (la editorial se fue por lo fácil y eligió un blurb de David Broncano que sirve para promocionar cualquier ensayo).
Ese “Olvídate de Harari”, dardo del sapiens de Arsuaga & Millás hacia el autor del megabestseller Sapiens, forma parte del consenso creado en los últimos años en contra de la divulgación científica populista, como le llaman. Harari sería un populista, y por eso se ha vuelto tan popular. No es posible ser un científico populista (es una contradicción de términos), pero sí se puede ser un populista científico.
Harari se ha vuelto una especie de oráculo. Obama lo ama y Mark Zuckerberg lo mima, mientras sus críticos señalan que sacrifica el rigor de la información en beneficio del sensacionalismo y el storytelling. Por ahí se entiende que los tres libros de Arsuaga & Millás intenten poner a prueba también (no estoy seguro de que lo consigan, quiero pensar que sí) el consenso de la escritura de no ficción en tanto modelo de storytelling.
Una especie extinguida de escritor vs. el escritor de ciencia como infotainment.
Ahora bien, en la actualidad hay al menos otros dos grandes modelos de storytelling, dos líneas maestras que cruzan también la ficción narrativa. Solemos hacer zapping entre las dos, todo el tiempo, bajo la lluvia del ruido estático de las historias.
Aquí es donde La conciencia contada por un sapiens a un neandertal, en su cierre de temporada, deja la tumba abierta. Aquí es donde hay que volver —para cerrar esta mierda ya— a la neurología.
Otra de mis lecturas de divulgación de este 2024 es Cosas que nunca creeríais. De la ciencia ficción a la neurociencia, recopilación de ensayos de Rodrigo Quian Quiroga que también publica Debate (al igual que Alfaguara, un sello editorial de Penguin Random House, competidor de Planeta, y los tentáculos de Planeta, como los del pulpo de Lamine Yamal, se extienden hasta Antena 3: me pregunto si Pablo Motos podría llevar alguno de estos libros a El hormiguero).
En Cosas que nunca creeríais, Quiroga vuelve a las neuronas Jennifer Aniston. Volverá cuantas veces sea necesario: la neurona es suya. Hay hasta una foto de la Rachel de Friendsentre dendritas y axones.
Aquí el punto de partida para abordar la dupla memoria-conciencia no es Borges (aunque Borges está presente en todos los ensayos) sino Blade Runner. De ahí el título del libro.
La frase con que empieza el célebre monólogo final de Roy Batty, el androide que no sabía que era androide de la película de Ridley Scott, es uno de los grandes modelos de storytelling a los que me refiero: “I’ve seen things you people wouldn’t believe”.
El segundo sale de otra de las películas comentadas por Quian Quiroga para tratar cómo la conciencia percibe la realidad que nos rodea: The Matrix. Aquella escena donde Morpheus le muestra a Neo la píldora roja y la píldora azul, y pronuncia un parlamento ya tan icónico como el de las lágrimas en la lluvia del replicante de Blade Runner:
After this, there is no turning back. You take the blue pill: the story ends, you wake up in your bed and believe whatever you want to believe. You take the red pill: you stay in Wonderland and I show you how deep the rabbit hole goes.
I’ve seen things you people wouldn’t believe, por un lado, y After this, there is no turning back, por el otro.
Esas dos leyendas de las dos últimas décadas del siglo XX siguen resumiendo las dos líneas por las que se empieza a contar. En ese arco se dispara todo.
¿Hay alguna otra posibilidad?
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.