Se sabe: los poetas cubanos se multiplican en proporción geométrica; los lectores en proporción aritmética. De no frenarse en Cuba la pasión por publicar —dense cuenta que de un total de 176 libros enviados a mi convocatoria, 121 son poemarios—, vamos hacia un país con más poetas que lectores. Eso explicaría muchas cosas…
El caso es que los bardos son incansables. Batería de litio. Ejemplo al azar: The New Yorker recibe 40.000 poemas al año, de los cuales publica solo 150; lo que le cuesta una fortuna, porque necesita una persona a tiempo completo que lea todos los poemas recibidos: 800 por semana, para solo escoger tres. Lo jodido de esta estadística es que pone el dedo en la llaga: a medida que aumenta la población mundial, no aumenta el número de los que leen, sino de los que quieren ser leídos. Los poetas cubanos no son la excepción.
Alguna vez, Judson Jerome dijo que si uno fuera realmente considerado con sus lectores, debería insertar un billete de cinco dólares en cada uno de los libros que publica. Es una solución racional en una economía de mercado: si hay más oferta que demanda, y nadie está obligado a comprar, se hunden los precios hasta el punto de volverse negativos: pagar, en vez de cobrar, por ser leídos.
Eso sería lo mejor: que alguien me amortizara una buena cantidad por el tiempo perdido leyendo poemarios cubanos recientes. Repito: 121. Se han hecho cálculos dantescos sobre el aumento de la población mundial, por ejemplo: el año en que no quede lugar sobre el planeta más que de pie; pero nada comparado con la emisión de poemas cubanos. Los poetas cubiches publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Son como curieles: los tiras en un rincón sin nada —sin talento, sin editorial— y a la semana tienes una nueva camada en el pesebre de la Asociación Hermanos Saíz. Empecé a escribir esta columna ayer y en menos de 24 horas ya tenía referencia de nuevas y posibles antologías para auscultar: La isla invertebrada (Capiro, 2018), de Luis Manuel Pérez Boitel; la compilatoria en proceso: Temblor de Luz. Breve muestrario de poesía amorosa y erótica. 50 poetas jóvenes, de Elizabeth Reinosa & Milho Montenegro; La estrella en germen (Sed de Belleza, 2017), compilación de Sergio García Zamora con un prólogo de Roberto Manzano que ni Elton John en la banda sonora de El Rey León.
(No he contemplado aquí ninguna antología circuncidada en lo que Orlando Luis Pardo Lazo denominó “Generación Años Cero”. Por dos razones: 1) la etaria, y 2) revisando los mencionados libros uno encuentra una especie de polémica de tags: al parecer están los poetas de la Generación Cero, o Generación 0, o los “madre mía qué malos poetas son”).
Una cosa que pasa con las antologías es que, entre que sale una y sale otra, decenas de poetas antes ignorados se han vuelto imprescindibles. Lo que podría dar la impresión de que cada vez hay mejores poetas cubanos. Y no. Recuerdo una curiosa antología digital, hecha por Raúl Heraud Alcázar, que junta a 49 poetas nacidos después de 1970 que son la pera. Me admira que sea difícil encontrar 30 grandes poetas en la historia de la literatura cubana y Heraud haya encontrado 14 solo en Holguín. Maldades al margen, los invito a visitar una librería y comprar cualquier libro de Yunior Felipe Figueroa, Moisés Mayán, o Rafael Carballosa Batista; imagínense esos poemas dentro de cinco años; luego, dentro de diez; sigan sumando polvo a su imaginación y díganme si no es justo el olvido que merecen hoy.
La literatura cubana como bluff
Voy a explicar, de gratis, por qué le va mal al 98 % de la joven literatura nacional: en Cuba, casi todos los narradores tienen los pies firmemente apoyados en la tierra de lo inargumental.
Borges se ufanaba de los libros que había leído más que de los que había escrito. Pero yo creo que la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan.
A mí hay dos cosas de la joven poesía cubana que me enervan. La primera es el “yo” vacuo. Mientras escribo esto pienso en Ezra Pound y en la forma inquietante en que algunos de sus poemas hablan de mí: “I have sung women in three cities / But it is all the same; […] / Lips, words, and you snare them, / Dreams, words, and they are as jewels / Strange spells of old deity, / Ravens, nights, allurement: / And they are not”. Pero, ¿cómo es posible que de un poeta norteamericano nacido en 1885 a mi vida haya apenas un paso: una conversación tan elocuente entre distintas formas de soledades? En realidad, es muy fácil: con el “yo” de Ezra Pound, el literario, sientes que el autor habla de ti. Miles de poetas cubanos hoy parten de la premisa inversa —la lírica nacional es como un carné de identidad: personal e intransferible—, cuando la poesía interesa porque, bien hecha, trata de todos nosotros. Esa es la diferencia entre lo doméstico y lo íntimo (que es lo rabiosamente universal).
La segunda es la uniformidad. En principio, todo aquel que lleva la contraria me tiene de su parte. Es tan fácil sumarse al coro de lo común, al mercadeo sentimental, que la voz impar merece siempre reconocimiento. En décadas pasadas esa gente valiente se llamó Ángel Escobar, Diáspora(s), Javier Marimón, Reina María Rodríguez, Juan Carlos Flores, etc. Ningún cuaderno escrito hoy es tan ambicioso como La foto del invernadero o Distintos modos de cavar un túnel. Es más, da la impresión que los poetas de ahora no escriben libros, sino poemas sueltos, o como se dice en la música urbana: singles. ¿Recuerdan aquella pelea de Pierre Bourdieu por la distinción? Pues no hay tal pelea. La poesía cubana resulta hoy —como ya dije en mi columna anterior, copiando a David Foster Wallace, no se engañen— “soporíferamente idéntica”. Hay mucha lengua transparente, mucho semen (“En la soledad de mis estrías, / se enfría / la natilla de tu sexo”), mucho kamasutra gay (“Agachado espero la phana. / Agachado no hay perdón. / De pie menos. / En cuatro satisface, pero no cura”), y mucha Tukola (“Un poeta que es negro como el cielo / como la Tukola”).
Si hace seis años tuvimos aquel hit de Legna Rodríguez Iglesias: “Una mujer que singa / piensa”; hoy merecemos: “Si preguntas qué cosa es poesía / te respondería / que es mi teta, / una uva caleta en medio del matorral nocturno”.
Mestiza, CAAW Ediciones, 2017), de Darcy Borrero (Santiago de Cuba, 1993).
¿Tenía razón o no Severo Sarduy cuando escribió que “solo en la medida en que una obra del barroco latinoamericano sea la desfiguración de una obra anterior que haya que leer en filigrana para gustar totalmente de ella, esta pertenecerá a un género mayor”? O lo que es lo mismo: ¿no es la teta poética de Darcy superior al genérico y hermafrodita “tú” (“¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo / preguntas? / Poesía… eres tú”), de Gustavo Adolfo Bécquer?
Todo este sermón se me ha ocurrido leyendo Asedio a Lezama Lima y otras entrevistas (Letras Cubanas, 2009), de Ciro Bianchi, mientras creía que leía Para leer debajo de un sicomoro (Letras Cubanas, 1998), de Félix Guerra. Es una cosa que pasa poco: leer un libro creyendo que lees otro. El caso es que iba hojeando Asedio a Lezama… con mucha pereza y di con esta definición zodiaca de poesía: “La poesía [es] un caracol nocturno en un rectángulo de agua […]. El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad”. Por ello es tan raro que uno lea después versos de este tenor: “Llegué con el cañonazo de las nueve / delator de historias confidenciales, / delator de medianoches sin sombrillas. / Llegué húmeda de sangre / con un corazón palpitante, / sin el menor asombro, / sin saber que llegaba, / sin los temores de una alumna aventajada / de la vida, / como una gata que se arrastra en cuatro patas”. ¿Tanta teoría y tanto perfume lezamiano para leer esta cursilería de pupitre? Por otra parte, ¿alguien sabe de una gata que se arrastre en dos patas? ¿Una gata bípeda?
Apunto estas cosas ridículas, amigos, porque no solo están los malos poetas, también están los malos editores, y estos “libros jóvenes”, son el paraíso, las Islas del Coco de la mala edición. ¿Y dónde está el piloto?
Por qué Buena Fe va a ganar el premio UNEAC de poesía
Las canciones de Buena Fe están rellenas de palabras, digo rellenas: del verbo empanada.
Sabemos que editar es una forma subrepticia de opinar sobre el estado de la cultura contemporánea. Pues aquí el primer signo poético de nuestro tiempo: la logorrea. Esta vana fecundia es perfectamente erradicable con un buen editor. La joven poesía cubana está llena de lugares comunes hasta las amígdalas: “La ciudad sonríe mientras cree ver a la luna / reflejada sobre un plato vacío” (Yenys Laura Prieto); “He amado a muchos hombres / los he venerado con la fuerza de mis cartílagos / el pulso frenético de estos huesos / como se ama la desnudez de un ángel” (Milho Montenegro); en los poemas dedicados al cáncer, siempre hay “células podridas”, “olor agrio”. Una terrible angustia de las influencias de Buena Fe: “Niña que se mira en mí como si yo fuera espejo, / azulejo, / catalejo / para interpretar la distancia. / Pendejo” (Darcy Borrero): noten por debajo la prosodia del tema “Pi, 3,24”: “Aritmético / elíptico / párvulo. / Alfa / beta / gamma / rectángulo”.
Poemas que infringen el código penal de lo cursi: recuerdo un poemario muy malo de Ariel Maceo (¿Sabes quiénes son los monstruos?, Guantanamera, 2016) que, a pesar de que él no se lo propone, funciona mejor que IMDb para resumir películas: “Disculpa que te pregunte pero… / ¿Sabes qué son los monstruos? / ¿Esos cadáveres que chorrean sangre de la boca? / ¿Que no tienen dedos en los pies pero sí tentáculos / en los que corren líquidos amarillos? / ¿Que tienen dos cabezas y ningún ojo? / ¿Sabes qué son los monstruos? / ¿Esos cuerpos que andan con peceras incrustadas en el cráneo? / ¿Esas sombras que esperan debajo de la cama a que te acuestes?” [Díganme si no ven aquí un perfecto blurb de Monsters, Inc (Pixar, 2001)]; “Tengo que hablar del viejo que navega en su bote / buscando el pez que devora sus sueños. / Sale a cazarlo / degollarlo / como sea da igual. / El viejo no tiene otro propósito / por eso sale temprano desde su Cojímar” [The Old Man and the Sea, Warner Bros, 1958]; “Les voy a contar la historia de la bailarina. / Ella no siempre fue bailarina. / Primero fue bodeguero / estibador / proxeneta” [Una onda Suite Habana (Wanda Visión & ICAIC, 2003), de Fernando Pérez].
¿Sabes quiénes son los monstruos?, Guantanamera, 2016.
Pero hoy vengo ante ustedes como Celestina. Mi socio Aldo nunca me perdonará esta columna, porque vengo a airar sus intimidades. Pues estaba yo en mi casa cuando apareció Aldo con un requerimiento. Obviemos todo contexto, y vayamos a la frase en sí: “Ahora que viene la Feria del Libro, necesito que me recomiendes un poemario para una jeva”. Filología y alcahuetería, ya les dije. Parecía una tarea fácil. Un malestar, luego estupor, luego un ictus rampante se fue apropiando de mi cordura. ¿Dónde puedo encontrar poemas cubanos que sirvan para flirtear?
Está demás decir que Aldo no quiere nada como esto: “Por qué pienso que puedo escribir, cuando lo único que / tengo para ofrecerte / es un condón de menta y chocolate” (Damián Padilla, Phana, Bokeh, 2016), que es lo que había más a mano, sino algo en la línea “Fuera de foco”, de Reina María Rodríguez: “el toro de la primavera se me encima / estoy en celo / mi cuerpo untado de canela tiembla / como una cabra blanca. / entre tus piernas y mis piernas / un río fluye vegetal / hay ruido y mi oreja es un girasol / recién cortado. / no soy más que una línea / una espalda a contraluz / y los objetos del mundo se van todos / se elevan / para que lo difícil de nosotros / prevalezca”.
¿Y si la poesía cubana ya no sirve para flirtear, entonces, para qué es buena?
Los grandes misterios de la joven poesía nacional son: 1) ¿Por qué hay tanto homoerotismo en nuestros versos y tan poco en nuestra Constitución?, y 2) ¿Dónde están los disidentes, los “infelices anormales” (para traer el lance a Retamar); toda esa gente inoportuna? Debe de haber un gran contenedor de libros ardiendo en alguna parte o el Estado está muy feliz con los poetas cubanos.
Continuará…
Nota: “Cilicio para los poetas cubanos” es la segunda entrega de la serie “La literatura cubana como bluff”.
Lezama y la eyaculación precoz
No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por la cosa de eyacular en sus senos, una parte cayó sobre el manuscrito.