Por qué Buena Fe va a ganar el premio UNEAC de poesía

Imaginen a un crítico que elige las obras que sabe que no le van a gustar, como un viajero que toma las rutas menos atractivas para volver diciendo que todos los países del mundo son feos. Existe esa clase de viajero, el que desea —quizás sin saberlo— sufrir el viaje para tener luego algo más enjundioso que contar, más interesante que “Todo bien”, “Qué bonito”, “Preciosa la ciudad”, y despertar así la atención y la complicidad de sus oyentes. El viajero masoquista no ama viajar, ama volver ofendido; el crítico masoquista no ama el arte, ama su insatisfacción. Ambos practican una suerte de aristocracia de la infelicidad, un ejercicio decadente y envilecedor.

Imaginen que soy, por el tiempo que dura esta columna, esa segunda clase de crítico. El masoquista.

“Cuando permutas tu risa llovizna / por esa cara de leche cortada”, dice la canción de Buena Fe, para continuar “Si de la calma que guarda tu boca / vienen tormentas de palabras malas. / Si tu latir es de hierro con hierro / para quemarme con mil centelladas / Sé que te vas a pasear con mi entierro / cuando te cierras y no entiendes nada”. Créanme, no se escribía así en español, o en cubano, antes de publicarse “Dame guerra”. No se volvió a escribir igual después.

Las canciones de Buena Fe están rellenas de palabras, digo rellenas: del verbo empanada.

Ejemplo al azar: “Disculpa si a veces me pongo bemba con diptongo quemada por café / Pero cuidado no te hayas quedado en el cúcara mácara títire fue”. Se pone peor: “Arranca para la pachanga, fritura de malanga con verbo desnudo / En serio, que aquí no hay misterio aquí se estudia estéreo y en 5.1, tribuno”. Y para el final, una frase que no parecía posible: “¡Aquí también se emborracha el barroco!”. Puedo seguir con los fragmentos —del tema “Acompáñame” o de otros— toda la tarde, pero la mayoría de nosotros tenemos otras cosas que hacer, aparte de escuchar estupideces.

Así las cosas, uno tiene ganas —con algunos trovadores latinoamericanos: Ricardo Arjona, sin ir más lejos— de empezar a hacer como los yanquis, que a “deténgase, señora, por el amor de dios” le dicen “stop”.

Con Buena Fe la trova cubana retorna a su fase fálica.

Hay palabras que suenan a lo que son (“agua”, ya que estamos), y otras a las que hay que ponerle voluntad. Por ejemplo: “hipibano”. Yo en esta vida tengo dos prejuicios: algunos nombres de mujer y los neologismos de Buena Fe. Uno se puede acostar, medio borracho, con una mujer muy fea, siempre y cuando no se llame Berta. Eso hace mal. Es como haber fracasado en la vida, como ser viejo a los treinta, como haber perdido el tren de las Natalias, las Malús y las Valerias. Con los neologismos en la discografía de Buena Fe sucede lo mismo. Una incomodidad similar me ha pasado por la cabeza estos días mientras escuchaba el fonograma Sobreviviente (Egrem, 2017), donde aparece la susodicha palabrita: “Yo soy un hipibano / una canción clandestina, un corazón en la mano”, puchero, “viviendo en la comuna de las mentes desnudas que no tienen salario”, puchero, “Yo soy un hipibano que quería mostrar que era posible mi hermano”, puchero, “parar guerras con flores y expandir con el humo el alma del ser humano”; hipo. ¿Por qué a mí, Señor?

Como si todo el tiempo intentaran hipnotizarnos, Israel Rojas & Yoel Martínez son como una pareja de recién casados que no para de contarse cosas. Mucha gente dice que las buenas relaciones se basan en los silencios cómodos, en la idea de que no hace falta decirse nada para estar a gusto. Buena Fe es justo lo contrario: lo suyo es la incontinencia verbal. ¿Sexo? No. Never. Esa es una actividad muy poco cognitiva.

Hay de todo en sus discos: canciones pertenecientes al género fanfarria (“Casanova, Cecilia Valdés y La Bella Durmiente”) y al género mongólico (“Alabanza”); letras que duran lo que David Beckham en el Real Madrid (“En cueros”); otras para aliviar esfínteres (“Pasa o parece”); canciones estancadas en las búsquedas intelectuales que teníamos entre los tres y cinco años (“El duende del bache”); un par de temas cantados por Yoel Martínez con esa vocecita suya de hacer globos con chicle (“Besos”, “De ti depende”); canciones de una belleza sin ambages (“No juegues con mi soledad”); temas ingeniosísimos (“π 3,14”) y que exudan talento (“Nalgas”); otros que engranan sonoridades ya conocidas (“Noviembre”, “Catalejo”, etc.). A este híbrido entre homenaje y plagio se le llama posmodernidad. Y justo cuando ya no pensábamos que se podía utilizar en una canción la palabra “párvulo”, ahí está la trova nacional para desmentirnos.

Hipótesis a verificar: con Buena Fe la trova cubana retorna a su fase fálica. Esto lo pueden investigar ustedes mismos que no sé bien cómo resumirlo aquí, pero les dejo algunos temas que convergen en la obsesión: “Soy”, “Miedos”, “π 3,14”, “Alabanza”, “Nalgas”.

Miraba la semana pasada, entre embobado e incrédulo, un videoclip de Buena Fe. Son esas cosas que a veces miro en la televisión cubana para poder enojarme con algo.

Pocos reparan, sin embargo, en que —a pesar de las alusiones a Mario Benedetti, Juan Gelman y Antonio Machado—, lo literario, precisamente se les da bastante mal a los Buena Fe. Se le da pésimo, de hecho. Desde el punto de vista poético, las canciones de Buena Fe son una verdadera calamidad. Se escuchan cosas como “Sinceridad de clítoris tamaño de aceituna” o “espermatozoide: ínfimo trago de luz”. Horrible. Y recuerda un poco aquel dislate de Baltasar Gracián de llamar a las estrellas: “Gallinas de los campos celestiales”.

Miraba la semana pasada, entre embobado e incrédulo, un videoclip de Buena Fe patrocinado por la Sociedad Cultural José Martí. O algo parecido. La canción era algo así como la versión actualizada de “Con todos y para el bien de todos”. Son esas cosas que a veces miro en la televisión cubana para poder enojarme con algo. Había en el video representantes sociales válidos: no recuerdo exactamente la nómina, pero pongamos que había un doctor, un pelotero, un chef, un ama de casa ilustrada, un constructor, uno de esos tipos que escriben libros y que se hacen llamar intelectuales; es decir, gente aburrida de bien. Habían invitado también, cómo no, a algunos minusválidos bravucones. Todo el estereotipo necesario para dar la impresión de pluralidad. Como ya es costumbre, este era uno de esos clips en los que la producción se cuida muy bien de que todos estén de acuerdo con lo mismo. Donde no se invita a nadie dispuesto a contradecir las reglas de la hipersensibilidad social. No aparece en el video ninguna Tania Bruguera, por ejemplo. Y Buena Fe, que nunca quiso representar a nadie, termina hablando, hasta hoy, por casi todos. Pero me desvío.

“Llegaron para quedarse”, dicen los titulares de nuestra prensa.

Vaya.

Y uno aprovecha para preguntar: quedarse, ¿dónde? ¿En La Habana? ¿En el catálogo de la Egrem? ¿En un territorio sin mapa, como es el de una música cubana, más inventariada que realmente cartografiada por una crítica menoscabada e indigente? ¿En ese consultorio sentimental que es nuestro país, en el que ningún hecho artístico, por mucho que se lo proponga, suscita demasiados ecos, contestaciones, debates? ¿En la noria empobrecida y casi desmantelada de los concursos de poesía de la UNEAC, de los aniversarios de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), de los congresos y festivales? ¿En el canon de los funcionarios? ¿En la fábula de los trovadores provincianos que tocan en una plaza universitaria un infinito número de versiones de un país posible? ¿En la andanada de palabras? ¿En la montaña rusa de las palabras? ¿En la catarata de palabras sin sentido?

Díganme que no, que es lo que quiero oír.