Hay una película de los hermanos Marx en la que viajan de polizones en un barco. Es un transatlántico de lujo. De repente, el capitán advierte que hay pasajeros de más y ordena encontrarlos. Comienza una persecución llena de disparates hasta que Groucho, por azar, termina escondido en la habitación donde se cambian los camareros. Decide entonces disfrazarse hasta que, obviamente, el capitán se percata. Hay un corte, y la toma siguiente muestra a los camareros formados de frente a la cámara. Es un lento paneo de izquierda a derecha en el que aparecen uno a uno: altos, esbeltos, elegantes. Hasta que la cámara llega al último: es Groucho, fumando un puro, mal peinado, con una bandeja que apenas puede sostener en la mano, completamente fuera de lugar.
Cuando terminé la carrera de Letras en la Universidad de La Habana me sentí como Groucho Marx en Pistoleros de agua dulce.
Recuerdo la ceremonia de fin de curso, y la terrible sensación compartida de que nos habíamos equivocado, de que habíamos cursado unos estudios inoperantes, sin contacto alguno con la realidad. Quienes pudieron casarse con alguna extranjera lo hicieron. Otros se marcharon del país becados por la Fundación Carolina o por alguna universidad. Y también hubo quien tuvo suerte y pudo mezclar música en una disco o ser ghostwriter o azafata.
Yo decidí prolongar el sinsentido de mi vida con una Maestría. La mía fue sobre los diarios —más que diarios son, en verdad, anotaciones fechadas— de José Lezama Lima, unos textos tan fastidiosos de leer como inútiles de estudiar. Durante los dos años siguientes al final de la carrera me sepulté en la Biblioteca Nacional y en la Casa-Museo de Trocadero 162.
La mitología literaria considera las casas de los escritores como un espacio suspensivo y aurático: no está demasiado claro qué puede ir a encontrar uno a esos lugares, pero muchas veces son preservados como si algo del espíritu que los habitó se hubiera adherido a las paredes y a los vidrios de las ventanas.
La casa de Lezama no es la excepción.
“En las paredes, en todas”, escribió César Aira después de su visita, “descomunales manchas de humedad han hecho saltar la pintura y hasta el revoque: ‘La humedad es invencible —me dijo la guía—, hagamos lo que hagamos vuelve siempre, como el espíritu mismo del Maestro’. No se diría que hacen mucho, pero la idea es poética. Si quisiera ser ingenioso, podría decir: ‘¿Qué es lo que más me gustó de la casa de Lezama? La humedad’”.
A lo que voy. Pasaba más tiempo en Trocadero 162 y en la Biblioteca Nacional José Martí que en mi casa. Llegaba temprano. Pedía cuanto bodrio involucrara la palabra “Orígenes” o la palabra “Lezama” y durante ocho horas diarias copiaba en un cuadernito notas que luego pasaba a limpio en casa.
Aquella fue una época caótica en la Biblioteca Nacional. Los bibliotecarios, digo yo, no parecían personal especializado, sino funcionarios de otras administraciones que habían sido destinados allí. Nadie controlaba nada. Yo pedía más ejemplares de los permitidos, me movía a mis anchas por todos los departamentos y me permitían sacar algunos libros, en calidad de préstamo, como a cualquier empleado del recinto. Hice fotocopias de los documentos que quise, y una vez me colé con la ayuda de Malú en los depósitos donde están los manuscritos valiosos.
Malú era la chica que todas las mañanas me sacaba los libros de los fondos de la Colección Cubana. Tenía dos años menos que yo y estaba condenada a su servicio social en la biblioteca. Aquel verano lo pasamos juntos en la Sala. Llegábamos los dos a primera hora, ella se ponía a servir peticiones y yo a copiar referencias en mi cuaderno. Comíamos juntos y después volvíamos a la faena. Jugábamos a ser los únicos habitantes de la tierra, y en cierto modo así era, porque La Habana se quedó vacía aquellos meses. Todos nuestros amigos se habían ido de vacaciones menos nosotros, que íbamos adquiriendo a medida que pasaba el verano un tono de piel entre cerúleo y verdoso.
Un día, poco antes de cerrar, Malú me preguntó si me gustaría ver algo de la papelería de Lezama. Su estado era tan penoso que habían restringido el acceso a la cámara donde se encontraba. Ella, sin embargo, podía pasar.
Cuando la biblioteca cerró al público, subimos a un elevador de servicio, recorrimos unos pasillos formados por estanterías repletas de libros y pliegos atados, y llegamos a la cámara. Dentro una caja contenía Paradiso. Muy cerca vi el legajo de los diarios. Se trataba de dos cuadernos manuscritos: una carpeta con el rótulo de “Diario de J. L. L” y una agenda de 1956 con anotaciones esporádicas referidas a ese año y a los de 1957 y 1958.
Opté por la agenda. El 13 de agosto de 1956, como un río que simplemente se mueve, que no desemboca en ningún sitio, allí se lee: “Faltan tres días para que nos paguen la quincena. No sé si pedir anticipo, o pasarme tres días sin dinero”.
Pero ya que tenía la oportunidad de revisarlos, lo más racional era respetar el orden cronológico de los diarios. Abrí entonces la carpeta con apuntes fechados entre el 18 de octubre de 1939 y el 31 de octubre de 1949: “Conviene hacer de cuando en cuando alguna locura”, reza una frase de Goethe anotada por Lezama en 1943, “para poder vivir tranquilo algún tiempo”.
Uno piensa que estas cosas van a afectarle, pero la verdad es que no me estremecí al rozar con la yema de los dedos unas hojas que parecían garabateadas. Lezama, había tocado esas mismas páginas medio siglo atrás, a la edad ridícula de 33 años. Pensaba en todo esto cuando Malú se acercó por la espalda y me besó en el cuello. Si aquello hubiera sido una novela de Bram Stoker, sería allí donde clavaría los colmillos. Y volvió a besarme y me besó de nuevo, esta vez en los labios, porque la intención de Malú nunca fue mostrarme la papelería de Lezama, sino violarme en las entrañas de la Biblioteca Nacional.
Yo entonces era bastante competitivo (por esos días, un amigo había tenido relaciones sexuales sobre el buró de Miguel Barnet en la UNEAC) y el corazón se me desbocó ante la posibilidad de tener sexo allí. ¿Qué podría superar eso?
Intenté no pensar que Eliades Acosta Matos podía entrar en cualquier momento. Intenté recordar si me había duchado aquella mañana y si llevaba condones (además del viejo condón de la billetera, con más de diez años de dataje). Pero a Malú no parecía importarle ni lo uno ni lo otro a juzgar por el entusiasmo con que se enfrentó al sexo oral. Yo seguía hojeando el diario como si tal cosa. Por un lado trataba de aparentar indiferencia y por otro intentaba concentrarme en Lezama para no terminar demasiado rápido.
“Lento es el paso del mulo en el abismo”.
Entre eso y entre que el sitio era incomodísimo, el resultado fue desastroso. No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por la cosa de eyacular en sus senos, una parte cayó sobre el manuscrito. Sí, sobre el manuscrito del diario, concretamente en las páginas dedicadas —terrible ironía— al “Gráfico de una concepción del mundo”: un complejo esquema donde Lezama intenta explicar algo totalmente inexplicable —como es habitual en Lezama— y escribe cosas como estas: “El griego solo concebía al ente como opuesto al no ente”.
La chispa de esperma cayó sobre un apunte marginal, una acotación en el borde inferior izquierdo que decía: “fluir de lo heterogéneo”.
Malú se asustó, sacó a toda prisa un kleenex e intentó limpiarlo, pero en su afán no hizo sino empeorar las cosas. El semen debió hacer una reacción con el metilbenceno, no sé, la tinta se ablandó y el pañuelito de papel casi se llevó por delante lo que parecía una oración crucial.
Recuerdo la irritación de Malú mientras cerraba a toda prisa la puerta y me sacaba de allí a empujones. Fue un poco humillante para mí, la verdad; como aquella cinta, Ilsa, la loba de las SS, de 1975, sobre la comandante de campo Ilsa, que todas las noches elige a un preso y lo viola, lo único es que, debido a su libido insaciable, se enfurece cuando su víctima eyacula y lo castra de inmediato.
Malú era una especie de Ilsa centrohabanera, y la simpatía que sentía por ella se hizo tan borrosa como las palabras en el diario de Lezama. Aunque seguimos viéndonos en la biblioteca lo que restaba del verano, la relación entre nosotros se estropeó para siempre.
Años después, cuando me enteré de que Ciro Bianchi Ross había publicado un volumen con los dos diarios inéditos hasta entonces: José Lezama Lima. Diarios 1939-1949 / 1956-1958 (Ediciones Unión, 2001), corrí a comprarlo, y comprobé que aunque mis columnas se olvidarán para siempre, yo ya he cumplido el sueño de todo escritor: dejar una huella, modificar la literatura o por lo menos una pequeña parte de ella: manchar eso que llaman literatura nacional.
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