Tengo una conocida desde la infancia —proveniente de una familia de militares— que siempre había sido muy leal a lo que ella denominaba “mi revolución” cubana.
Desde que nos tratamos en la niñez, durante la juventud, en la mediana edad —ya muy escaso en este período—, siempre había expresado su apoyo total a un sistema que consideraba positivo y ejemplar para la nación cubana.
Su vida profesional y emocional se movió en ese sentido: estudió en un instituto superior del Ministerio de Interior (MININT), trabajó casi toda su vida profesional como oficial en una de las dependencias de dicha institución y se casó y tuvo familia con un colega oficial del mismo ministerio.
Ese vínculo profundo con el totalitarismo cubano, siempre radical, la llevó hace muchos años a romper toda relación conmigo, cuando en los inicios de las redes sociales, después de breves intercambios, me bloqueó y me envió un mensaje con otro amigo común en el que me informaba que “no quería saber nada de alguien como yo, que se la pasaba hablando todo el tiempo mierda de la Revolución”.
No supe nada de ella hasta hace poco más de un mes, cuando me envió un breve mensaje —después de desbloquearme, imagino—, donde me decía que “había vivido equivocada toda su vida” y que, desgraciadamente, “la gente que pensaba como yo había estado en lo correcto”. “Ya no se puede aguantar más vivir en este país”, y cerraba con estas palabras.
No le respondí; tampoco tengo idea de si sigue vinculada formalmente a su profesión. Pero, después de leerla, pensé cuán precaria se ha tornado la vida para la gente en Cuba, de modo que una mujer como ella haya cambiado de parecer —y que me lo anunciara, además, de manera abierta— sobre esa “Revolución” a la que le ha dedicado su vida y sus afectos.
Me acosté ese día con esa idea en la cabeza. Si alguien como ella había perdido el halo de respeto y admiración que sentía por el régimen cubano, ¿cuántos otros no habrá como ella? ¿Cuántos, dentro de esa masa acrítica y fanática que ha sido durante años un soporte crucial para el sostenimiento de un sistema totalitario como el cubano, han dejado de serlo? ¿Cuántos pueden entonces pasarse al bando de los críticos y convertirse en un eje fundamental para el cambio de régimen?
Empecé así a pensar en porcentajes. ¿Qué porciento en la Cuba actual dentro de la población adulta, o por lo menos de la mayor de 15 años, aún se presta de manera consciente, con una fe ciega en el régimen que los utiliza, para apoyar a un totalitarismo generador de terror y pobreza extrema? ¿Cuántos, en números, aún están dispuestos a inmolarse por este régimen que idolatran, o a eliminar de manera violenta a compatriotas que, como ella, sufren las penurias y los horrores de una prolongada utopía violenta siempre en construcción?
Como esta noche de cavilaciones ocurrió a principios de septiembre, calculé que la profundización de las penurias cubanas después de un duro verano podría haber disminuido esa masa de creyentes en el sistema religioso totalitario construido por el castrismo. El número, sustentado por completo en mis especulaciones y sin ningún basamento científico, lo calculé, caprichosamente, para ese momento, en un 20% de la población cubana mayor de 15 y menor de 64 años. Aunque sí tuve en cuenta la cifra dada por Miguel Díaz-Canel en mayo de 2021 —inflada, a mi consideración— de un millón de militantes del Partido Comunista de Cuba (PCC) y su organización juvenil satélite, la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC).
De ser cierta esta cifra, cerca de 8,85% del total de la población cubana entraría en este grupo de apoyo irrestricto al régimen, incluida mi conocida, que siempre ha sido militante comunista. Este porcentaje fuera mayor si se considerase que alrededor de 68% del total de la población cubana en 2021 pertenecía al rango de edad de entre 15 y 64 años —edad funcional para dar golpes, palazos, machetazos, empuñar un fusil o desempeñar cualquier tipo de apoyo violento o no al régimen—, que sumaría 7.48 millones de personas, de los cuales, si se promedia ese millón de militantes comunistas, equivaldría a 13,36% de esta población. Finalmente, redondeé a 20% con 6,64% de personas que, aún sin ser militantes comunistas de manera oficial, podrían respaldar al régimen.
Este 20% incluiría a toda la gente que nutre los puestos de dirección y gestión partidista y estatal, las que participan activamente como miembros de la UJC, de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y otros órganos similares, las que alimentan a la oficialidad y parte de la soldadesca del ejército y de los órganos de seguridad.
Este minoritario porciento es, en resumidas cuentas, el que mantiene engrasada la enorme burocracia totalitaria y sus mecanismos de control social, el que dice “somos continuidad” y “patria o muerte”. Es el encargado de ejecutar —no diseñar— la concepción estratégica defensiva del régimen —nombrada con un eufemismo terrible y falaz: «guerra de todo el pueblo».[1]
Es este grupo minoritario de personas el que siempre está en pie de guerra, preparado para ejercer la violencia (limitada o extrema) contra el resto de los ciudadanos del país, si estos osan amenazar la seguridad e integridad del Estado totalitario; que, claramente de acuerdo a la Ley 75 de la Defensa Nacional, está dirigido por el PCC como “fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado”.
Por esto, pensé, importa este 20%. En este grupo, conformado por varios sectores, destaca aquel que integran los efectivos (oficiales, soldados, informantes) de la institución más macabra del castrismo: el MININT y sus órganos constitutivos, del que forman parte la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) y la Dirección General de Inteligencia (DGI). Sin dudas, vitales para el mantenimiento de esa “guerra” eterna contra su propia ciudadanía.
Son precisamente las personas que integran estos órganos represivos quienes siempre han constituido el eje fundamental y terrible que mantiene la integridad del Estado totalitario y las élites minúsculas que lo controlan. Mi conocida es —o era— una ellas; por tanto, su mensaje, más que un chisme sobre la vida de alguien de quien no había tenido noticias por años o la reivindicación de que yo había tenido siempre la razón, era una fuente importante de información sobre el estado de opinión —y definición política— de ese 20%; más pequeño aún si solo se toman en cuenta a los integrantes —oficiales o no— del MININT.
Así, reduje mis porcentajes a este grupo más pequeño, pero no por ello menos tenebroso, en el que los cubanos incluyen a los policías, chivatos, segurosos, represores o simplemente esbirros, que siempre han sido sinónimo de terror y violencia para la ciudadanía de la Isla. ¿Cuántos de estos, en activo o en retiro, podían haber cambiado de parecer sobre el régimen?
Dada la profundización de la crisis que afecta incluso las prerrogativas —antes más o menos tentadoras— para ellos, ¿hasta qué punto han sido afectados para que, a nivel de conciencia o de acciones, dejen de creer en las falacias de un régimen al que deben defender en modo de combate contra sus conciudadanos? Si este proceso es mínimamente significativo, al menos entre 10%-20% dejaría de creer. Pero, ¿podría esto tener un impacto en el actual proceso de resistencia civil que se está produciendo en Cuba?
Pasarían semanas hasta volver sobre este asunto, luego de que, tras el paso del huracán Ian por Pinar de Río, el país experimentara un apagón eléctrico total que posibilitó una nueva dinámica en el proceso de resistencia civil activo iniciado el 11J. Ahora, con nuevas estrategias de desobediencia pacífica localizadas en las zonas de residencia de los protestantes, y no en concentraciones masivas, con cierres de calles y vías de comunicación, lo cual mostraba una enorme creatividad y flexibilidad de resistencia civil cubana.
Tristemente, con las nuevas protestas y estrategias regresaron los mismos desafíos: el terror y sus agentes. Se movilizaron brigadas especiales para reprimir las protestas. Policías, oficiales de la Seguridad del Estado vestidos de civil, agentes y jóvenes cadetes del mismo MININT, armados con palos y bates de béisbol, reprimieron en modo “guerra” a una ciudadanía desesperada por la falta de libertad y de condiciones materiales mínimas para una vida decente. Aquí volvía, como tropa de choque para el mantenimiento del totalitarismo, ese supuesto 20% que yo había calculado.
Después de las dos primeras noches de protestas continuas —no tan masivas como las del 11J y concentradas en La Habana—, se hacía evidente que la capacidad represiva del Estado —con una brutalidad escalofriante— era aún enorme.
Uno de los videos compartidos en redes sociales de la represión, que me sobrecogió sobremanera, muestra una calle iluminada donde una decena de policías golpean sin misericordia a un par de mujeres que protestaban en una esquina. Ya había visto otras imágenes similares: cadetes de civil reprimiendo con palos a los manifestantes, un tipo blanco derribando impunemente de un golpe a una mujer negra de mediana edad, niños arrastrados a patrullas policiales. Se repetía el horror de Estado ante unas manifestaciones que de nuevo muestran un hartazgo generalizado de la población cubana ante un régimen totalitario criminal.
Pero, ¿qué pasaría si estas últimas protestas no violentas aumentasen en número de personas, intensidad, duración y se expandiesen en barrios de residencia, con mini bloqueos, en toda la Isla? ¿Usaría el régimen ese 20% que yo había calculado aleatoriamente para reprimir simultáneamente un porcentaje mayoritario de la población diseminado en muchas locaciones? Pese a la muestra de fuerza bruta no espontánea, ¿habría ese supuesto 20% de adeptos totalitarios disminuido ante el colapso absoluto de un Estado incapaz de generar un bienestar mínimo a la ciudadanía?
Estas preguntas me remitieron enseguida a Why Civil Resistance Works: The Strategic Logic of Nonviolent Conflict, de Chenoweth y Stephan, cuya tesis principal argumenta que las campañas no violentas tienen más probabilidades de tener éxito en el derrocamiento de regímenes como el cubano, por su capacidad para reclutar a más participantes dentro de una demografía más amplia, a diferencia de las violentas, que requieren una población joven. Esto resulta en alteraciones severas en el funcionamiento del Estado opresor debido la parálisis del funcionamiento de la sociedad.
Las autoras se concentran, precisamente, en esa parte de la población que sirve de apoyo al régimen; sobre todo en el grupo minoritario que nutre a los órganos represivos y militares en este tipo de gobiernos. Para ellas, las campañas no violentas, al comprometer el apoyo amplio entre la población, tienen más probabilidades de obtener respaldo de los grupos en los que el gobierno debe depender para establecer el orden.
La lógica es simple: si el proceso de resistencia es lo suficientemente masivo, durable y esparcido, es más probable que los miembros de las fuerzas de seguridad se abstengan de reprimir, si temen que miembros de su familia o amigos estén en la multitud.
Esto significa que la fortaleza represiva de un régimen como el cubano es inversamente proporcional a la intensidad, duración y difusión de las protestas. Ese porcentaje de represores, o incluso simpatizantes, que también padecen las mismas penurias que el resto de sus familiares y conciudadanos, podría estar —y esto siempre es hipotético— en un proceso de desilusión hacia la élite que los utiliza, como mi antigua conocida.
Estos esbirros, que tienden a mantener casi hasta el último momento el apoyo a un régimen en crisis, pueden, además, cambiar de parecer por otras razones más prácticas: “cuando están mirando el (enorme) número de personas involucradas, podrían llegar a la conclusión de que el barco ya zarpó y ellos no quieren hundirse”.[2]
También existen otros elementos que pueden explicar cómo se ha modificado y se puede aún modificar la capacidad represiva del régimen que, llegado el momento de quiebre absoluto con su población, puede dejar de ser lo suficientemente eficiente para contener los deseos de cambio hacia un sistema democrático de gobierno.
Estos otros aspectos están más relacionados con la centralidad del aparato de seguridad cubano en el mantenimiento del régimen, caracterizado por tener un sistema de represión masivo e omnipresente —que mucha de la literatura académica puede definir como estalinista—, donde la represión y no el compromiso social o los incentivos materiales funciona como el único eje sustentador de la estabilidad del régimen, cuyas bases de apoyo se han respaldado en convicciones ideológicas o intimidación, con pocos incentivos materiales para lograr el apoyo popular.[3]
Estos incentivos, entre los que pudieran incluirse la idolatría a un líder mesiánico como Fidel Castro, han dejado de funcionar en Cuba por la desaparición física del líder del culto y la falta de un sustituto viable. También se ha producido la desideologización de un régimen totalitario que, paradójicamente, clama legitimidad en un sentido ideológico de partido único comunista, pero en la práctica se comporta como un régimen neoliberal de capitalismo de Estado que beneficia a una élite minúscula. A la vez que manifiesta ahora una incapacidad total para generar un bienestar social mínimo, que permita captar amplios sectores poblacionales dispuestos a cambiar estabilidad material por falta de libertades, como en los modelos chino o vietnamita.
O sea, la falta de incentivos —incluso aquellos materiales en forma de dádivas individuales a cuadros medios o menores del régimen— ha socavado grandemente la capacidad real a mediano y largo plazos de mantener la lealtad acrítica de los cuadros represores directos, como los policiales o los órganos de seguridad del Estado; e incluso ha comprometido la capacidad real de mantener y ampliar otro elemento crucial del sistema represivo cubano: su red de informantes.
Por años, la represión estatal cubana se ha caracterizado por estar enfocada sobre personas o grupos particulares, aislados y vigilados, por los órganos represivos visibles (la policía o la Seguridad del Estado) y los no tan visibles (informantes, CDR y órganos de masas, laborales). Este sistema de represión, en su conjunto, ha realizado una labor histórica de profilaxis contra disidentes o probables disidentes a partir de estrategias de vigilancia, intimidación masiva de la población, selección de disidentes probables o activos, amenazas, seguimiento, represión bruta, encarcelamiento, exilio forzado y, en última instancia, asesinato.
En un país con una disidencia siempre limitada y controlada, esta labor de terror concentrado en grupos o personas particulares ha funcionado. Sin embargo, la actual situación de resistencia civil masiva ha modificado y limitado esta capacidad histórica de reprimir eficientemente. Y es que, pese al uso de todas estas herramientas profilácticas por los órganos represivos del régimen, estas pueden dejar de ser efectivas si un porcentaje enorme de la población decide tomar el camino de abierta oposición al totalitarismo.
La realidad es simple: el régimen no posee ahora mismo la capacidad —ni material ni humana— para vigilar de manera efectiva a millones de personas que ya están dispuestas a involucrarse en el proceso activo actual de resistencia civil pacífica. Por un tema numérico, tampoco pueden reprimirlos si salen en masa y mucho menos encarcelarlos a todos. Es, matemáticamente, imposible. ¿Podría ese 20% hipotético reprimir eficientemente al 80% restante si este decide resistir en bloque? La respuesta es negativa.
El momento de quiebre ha llegado y está en frase de articulación efectiva. Lo que pudiese explicar por qué, pese a la aparente fortaleza represiva del régimen, las protestas no han cesado y parecen extenderse geográficamente.
Otro elemento explicativo de por qué la represión pudiera dejar de ser efectiva si este proceso actual de desobediencia civil masivo persiste y se intensifica, recae en la falta de sentido estratégico —y la más absoluta desconexión con la verdadera realidad del país— del liderazgo totalitario que controla la nación cubana. De manera estúpida, ha priorizado una agenda represiva como único medio para contener demandas razonables de la sociedad civil, tratando de tapar los graves problemas políticos, económicos y sociales que ponen en peligro eminente su permanencia en el poder y subestimando la capacidad de movilización y resistencia de la sociedad cubana.[4]
Es evidente que los porcientos, cualesquiera que sean, no están a su favor y, aun así, no consideran salidas no violentas al predicamento que enfrentan; como tampoco consideraron la llamada de alarma del 11J ni han querido tener en cuenta la profundización de la crisis precedente. Esto significa, pues, que están dispuestos a medidas desesperadas con tal de mantener su poder.
Pero, por otra parte, las movilizaciones masivas, cuando son transitorias, sin un objetivo y organizaciones bien estructuradas que las encaucen —como ocurrió durante el 11J— no son capaces de imponer las demandas populares. En estos casos, para los autócratas, siempre ha tenido más sentido coaccionar, hacer concesiones reversibles y esperar a que pase la tormenta.
Según Acemoglu y Robinson, es necesario que el aumento y continuidad de las protestas sean respaldados por recursos, organizaciones y redes de comunicación que puedan sostenerse en el tiempo para que los regímenes dictatoriales poco populares se vean obligados a ceder. Estos recursos organizativos, cuando se enfocan en un proceso de resistencia no violenta como el cubano actual, serían los que, en última instancia, respaldarían las demandas de los disidentes al coordinarlas, en vez de centralizarlas.[5]
Creo que esto es posible en las circunstancias cubanas actuales. Pero quedaría un reto aún mayor: lograr que más de esas personas comprometidas hasta ahora con el régimen castrista se sumen a la causa de la democracia en Cuba. Si una persona como mi ex amiga de la infancia se ha quitado la máscara totalitaria, ¿por qué otros como ella no lo pueden lograr?
Tratar de que el porcentaje que hoy defiende a esa élite, o que duda de que estaremos mejor sin esos que han llenado de miseria a la nación, no solo se reduzca casi a cero, sino que se sume a la resistencia, es un elemento crucial para lograr el cambio. Esto únicamente se logrará rompiendo el statu quo promovido por la dictadura, con el diálogo con familiares, vecinos, amigos, conocidos, que aún están del lado del terror.
Hay que mostrarles alternativas socioeconómicas y políticas plausibles para el futuro de Cuba —diferentes de las propuestas de los que hoy desgobiernan la Isla—, que convenzan a los escépticos de que su futuro en una democracia es mejor que su presente con la dictadura.
Por lo pronto, no paran las protestas. Hay esperanza. Todo depende de esa ciudadanía en resistencia.
© Imagen de portada: Ramón Espinosa. Mujer golpeada y arrojada al suelo por fuerzas represivas cubanas.
Notas:
[1] Este principio de guerra y violencia como elemento intrínseco de regímenes totalitarios comunistas de tipo leninista fue copiado por el castrismo desde muy temprano. Cfr. Tobias Hirschmüller y Frank Jacob (War and Communism: The Violent Consequences of Ideological Warfare in the 20th Century, Brill, Paderborn, 2022) para un análisis sobre cómo los teóricos comunistas y sus repetidores han interpretado la guerra —con el leninismo como eje central—, tratando de sancionar el uso de la violencia como necesaria en nombre de una utopía comunista. La concepción cubana de “guerra de todo el pueblo”, entonces, no puede conducir a otra dinámica que no sea la violencia contra el pueblo que dice defender.
[2] Chenoweth y Stephan plantean, asimismo, que el éxito de las protestas no violentas en varios casos históricos estuvo garantizado solo cuando se logró un umbral de 3,5% de compromiso activo, una cifra que, a mi entender, ha sido superada en Cuba. Sin embargo, este número “mágico”, según ellas, no garantiza el éxito de los procesos de cambio, pero sí establece un umbral de participación mínimo para que pueda producirse (Why Civil Resistance Works: The Strategic Logic of Nonviolent Conflict, Columbia University Press, New York, 2011).
[3] Cfr. Robert C.Tucker (ed.): Stalinism: Essays in Historical Interpretation, Transaction, New Brunswick, 1999; y Alexander Dallin y George W. Breslauer: Political Terror in Communist Systems, Stanford University Press, Stanford, 1970.
[4] El actual liderazgo cubano ha roto toda la lógica aplicada a otros regímenes similares que han enfrentado crisis existenciales: aplacar el descontento adoptando políticas de compromiso que tienden a bajar la presión social. Sin embargo, el cubano fomenta solo la represión y la emigración como válvulas de escape; una estrategia suicida para ellos y para el futuro de la nación. Cfr. Bruce Bueno de Mesquita et al.: The Logic of Political Survival, MIT Press, Cambridge, 2003.
[5] Para ellos, las protestas masivas que derrocan regímenes y posibilitan una transición democrática típicamente han involucrado interacciones estratégicas sostenidas, en las que las élites en el poder casi siempre han intentado contener las protestas a través de una combinación de represión y concesiones parciales. En Cuba, solo se ha usado represión, pero pueden verse compelidos a buscar salidas diferentes si se profundiza el proceso de resistencia civil, iniciándose un proceso de interacciones estratégicas entre población en resistencia y dictadura que puede durar por un tiempo indeterminado. En este sentido, el actual proceso cubano aún no ha llegado a esta etapa aún (Daron Acemoglu y James A. Robinson: Economic Origins of Dictatorship and Democracy, Cambridge University Press, New York, 2006).
Poder y saber en Cuba totalitaria: una relación envilecida
Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes.