El 13 de junio de 1948 la ciudadanía cubana abarrotó en masa los colegios electorales que se habían abierto a lo largo de la Isla para votar en las elecciones generales que definirían quiénes llenarían los escaños en el Congreso bicameral nacional (representantes y senadores) y quién ocuparía el máximo puesto político-administrativo de este país, con un régimen de gobierno presidencial.
El sistema electoral de entonces, definido ocho años antes por una Constitución muy avanzada en materia legal —modelo en su época—, garantizaba que cada cuatro años se sometieran a sufragios libres, competitivos e inclusivos todos los puestos de elección popular a nivel nacional o local.
Las largas colas en los centros de votación del país reportadas por la prensa de la época reflejaban el éxito del sistema democrático electoral, establecido por la Constitución de 1940. Bajo un régimen multipartidista, institutos políticos de diverso corte político e ideológico competían por la conducción del rumbo de la nación por un tiempo limitado por elecciones periódicas.
La alta participación electoral (78%) —cifra envidiable para los sistemas democrático electorales actuales— mostraba un respaldo ciudadano muy claro al sistema de gobierno constitucional democrático; el cual, si bien con imperfecciones importantes que contribuyeron a su desaparición, garantizaba un sistema político inclusivo donde lo electoral era el medio político legal para dirimir diferencias y garantizar la gobernabilidad.
Cuando los colegios electorales cerraron a las 6 p.m., seis partidos políticos de corte diverso —entre ellos el Partido Socialista Popular (PSP)— lograrían escaños en el nuevo Congreso; mientras una coalición de otros dos, el Auténtico y el Republicano, impondría su candidato a la presidencia y ganaría una mayoría de asientos en el Congreso.[1]
A las 7:45 p.m., Carlos Prío Socarrás, el flamante presidente electo desde su casa de campaña —también sede de su partido—, se enteraba de la noticia de su elección, siendo rodeado por los periodistas. En su casa se cambiaría la guayabera que había traído todo el día por un traje de lino y saldría al Palacio Presidencial a ver al presidente en funciones: Ramón Grau San Martín.
Senadores y representantes a la Cámara recién electos ofrecían entrevistas a los diversos medios de prensa; mientras la ciudadanía, que recién había votado, se pegaba a la radio para saber quiénes habían sido los ganadores y escuchar sus declaraciones en vivo. Nadie imaginaba que ese día se volvería tristemente histórico, al ser la última jornada en que la población cubana elegiría un presidente de manera democrática.[2]
En marzo de 1952, Fulgencio Batista —exmilitar y expresidente constitucional del país—, ante la realidad de las encuestas, desfavorables para él en las próximas elecciones de ese mismo año, daría un golpe de Estado al gobierno del presidente Prío, suspendería todas las garantías constitucionales y gobernaría de manera ilegítima el país —con unas elecciones espurias convocadas bajo su mandato que intentaron validar su gobierno.[3]
El gobierno autoritario de Batista terminaría siendo depuesto por uno peor, en enero de 1959, que, bajo el liderazgo de Fidel Castro, inauguró un sistema de gobierno totalitario absoluto aún imperante en el archipiélago cubano. Pese a la retórica inicial de inaugurar un gobierno democrático popular de transición que eliminase las deficiencias del régimen anterior, Castro siempre mostró desprecio por el sistema democrático electoral establecido en la Constitución de 1940, al cual había definido como partidocrático.
Este sistema totalitario impuesto por Fidel, y continuado por su hermano Raúl Castro y los títeres que actualmente gobiernan de manera nominal en su nombre, nunca ha convocado elecciones democráticas en Cuba. Más bien se ha valido de eufemismos constitucionales y legales —establecidos por la Constitución totalitaria de partido único de 1976 y continuados en su sustituta de 2019, y sus sistemas complementarios de leyes, entre ellas la electoral— para realizar ejercicios de votaciones espurias que son la negación misma de lo que implican unas elecciones democráticas libres, justas, competitivas e inclusivas.
Lo paradójico es que estos burdos simulacros electorales realizados en Cuba desde 1976 —entre 1959 y 1976 ni siquiera se sintieron en la necesidad de convocar a tal cosa— han servido como el medio idóneo para legitimar la legalidad de un régimen —autodefinido como sui géneris por el alto grado participación popular en lo político— que se erige como “único y revolucionario”; el cual, supuestamente, introdujo un nuevo concepto de democracia que garantiza el acceso a la vida política activa a grandes sectores poblacionales, antes excluidos. Una mentira mayúscula que ha sido validada por el régimen con los números de alta participación de “votantes” en estos simulacros.
Es bien sabido por los cubanos, cuya forzada participación en estos falsos comicios ha sido organizada por el castrismo de manera periódica, cuáles han sido las causas de la participación masiva de una ciudadanía desprovista de los más mínimos derechos ciudadanos políticos. Terror, falta de información, bombardeo de propaganda, apatía, han sido algunas de las razones que explican los altos niveles de participación popular en estos ejercicios de validación totalitaria.
Y hablo aquí de validación totalitaria porque estos ejercicios de falsas votaciones no han servido para otra cosa que para validar hacia lo interno y lo externo un sistema de gobierno autocrático en extremo que no solo debía ser mantenido, sino también reproducido y exportado.
Esto implica un contagio externo de dicho sistema de gobierno cubano y de sus mecanismos “electorales”, donde el poder popular imaginado de una manera leninista, de dictadura redefinida no ya como proletaria sino como popular de masas oprimidas por un capitalismo brutal, se asume ahora como el sistema que debe sustituir al democrático liberal capitalista, que, paradójicamente, en el siglo XXI, ha conducido al poder a aquellos que ven al totalitarismo cubano como ejemplo a seguir. Un ejemplo que se ha vanagloriado de poseer números casi siempre cercanos a 90% de supuestos votantes cubanos que, de una manera segura, han garantizado la continuidad de un sistema de gobierno no democrático, donde, además, lo validan y legitiman.
El desmantelamiento de los sistemas electorales autónomos y no partidistas en Venezuela o Nicaragua, imperfectos pero de raíz democrática liberal —y la intención del gobierno de Andrés Manuel López Obrador de desmantelarlo en México— y su sustitución por un modelo similar al cubano actual, ilustran no solo las implicaciones para el mantenimiento y la legitimación de un régimen nefasto y brutal, que ha tenido la legitimación de este sistema electoral espurio para la población en Cuba, sino también para la instauración, legitimación y mantenimiento de regímenes de corte similar en todo el hemisferio.
De ahí la enorme responsabilidad de la sociedad civil cubana en la perpetuación de este sistema de falsas elecciones que ha servido de base a las narrativas de creación de un nuevo modelo, en teoría, más democrático y popular. Han sido el gobierno totalitario cubano, sus mecanismos de propaganda —y sus repetidores cubanos y extranjeros— y los “votantes” cautivos que han acudido periódicamente a estos ejercicios de validación totalitaria, los que han perpetuado el mito de la superioridad democrática de un régimen y sus métodos, que son todo lo contrario.
Sin embargo, el eje fundamental de validación totalitaria cubana ya está haciendo agua, se desmorona. Con las protestas del 11 de julio de 2021, la brutal represión que le siguió y el continuo estado de desafección permanente de una población cubana cansada de falta de derechos político-económicos, se ha puesto en evidencia lo falaz de este mecanismo de validación electoral, absurdo en su esencia, concepción e implementación, donde ningún “candidato” a la denominada Asamblea Nacional del Poder Popular ha perdido jamás una elección.[4]
Este estado de desafección permanente de la población cubana no solo se ha demostrado con el crecimiento de las protestas populares en los tres últimos años, sino también con el aumento mayúsculo de las personas que salen del país y un importante incremento de la no participación popular en estos ejercicios de falsas elecciones, con apenas 69% de votantes registrados en las “elecciones” de noviembre de 2022.
Este número resulta significativo, pues contempla un cambio, de modo radical, en la tendencia a la participación masiva de la ciudadanía en estos ejercicios de validación del régimen totalitario; más aún porque se sabe que las cifras de participación en estas seudoelecciones siempre han sido infladas y manipuladas por un colegio electoral nacional que es, simplemente, un aparato controlado por esta dictadura leninista de “poder popular”.
Es por eso que grupos disidentes cubanos de diverso corte político e ideológico —si bien con el objetivo común de lograr la democratización de Cuba— no erran al convocar al llamado de un ejercicio de resistencia civil básico, pero poderoso y eficaz, como es el no ir a votar en las próximas elecciones del domingo 26 de marzo de 2023.
El llamado a no votar se torna fundamental en las actuales condiciones sociopolíticas cubanas y continentales. En lo interno, se trata de implementar una estrategia simple, factible, que logre reactivar un proceso de resistencia civil masiva en contra de la dictadura.
La acción de no ir a votar en estos ejercicios totalitarios de validación de régimen no es algo desdeñable ni simple desde el punto de vista ciudadano pues, si se produce de manera masiva, puede tener implicaciones tan o más significativas que las protestas en las calles, los carteles antigubernamentales o cualquier accionar activo de índole similar.
Es, quizás, el mayor ejercicio masivo de resistencia civil que puede realizar la ciudadanía dentro de la Isla hoy y que podría dar inicio a acciones de más alcance y envergadura, no necesariamente relacionadas con el ejercicio del no voto. Por ello, el triunfo o el fracaso de esta campaña será primordial en el desarrollo futuro de campañas de enfrentamiento a la dictadura que, eventualmente, podrían conducir a interacciones estratégicas sostenidas entre los que quieren democratizar el país y el régimen, con éxito para los primeros.[5]
En lo externo, el éxito de una campaña de no voto también implicaría el fin de la imposición de una narrativa falsa que trata de dibujar a Cuba y a su régimen como un ejemplo de democracia de nuevo tipo a imitar. Si las bases que justifican el ejercicio de autentificación fundamental de un modelo electoral falso, basado en alta participación y validación positiva de votantes, se desmorona con una no votación masiva, aquellos que han impuesto y tratan de imponer el sistema político —falso electoral— cubano no tendrían asidero real para continuar justificándolo. Entonces, todos aquellos en la Isla en edad de votar, harían de esta manera un servicio a la ciudadanía de los países que han padecido o pudieran padecer de un sistema similar al suyo.
Ahora, este llamado a no ir a votar por parte de diversos grupos disidentes dentro y fuera de Cuba implica retos que no deben ser dejados de lado. En primer lugar, se debe diferenciar el ejercicio que implica el no ir a votar en sí, con aquel de ir a votar y abstenerse ante una plataforma, iniciativa o candidato(a).
Por eso, es importante subrayar que lo que se solicita a la población es el abstenerse de ir a votar. Lo cual resulta la estrategia correcta porque implica un enfrentamiento más frontal contra el régimen, que se reflejaría en seudocolegios electorales vacíos, enviándole con ello un claro mensaje a la dictadura totalitaria —y a sus controladores— de oposición masiva a un eje central de su poder.
Esto también complicaría el ejercicio fraudulento de falsificar votos; aunque no lo hace imposible. Sin embargo, abstenerse en el voto implica participar en estas seudoelecciones, aunque lo invalide. Son dos ejercicios diferentes en esencia y resultados.
Por otro lado, el mensaje de no ir a votar, que debe ser repetido en cuantas elecciones espurias la dictadura realice, debe ser trasmitido de una manera clara, sencilla y sin elementos que contradigan o confundan a la ciudadanía cubana a la que se pretende hacer llegar el llamamiento. Mezclar este llamado con otros que convoquen a la abstención, a la realización de plebiscitos o a la vigilancia electoral pudiera diluirlo, confundir a los destinatarios o generar oposición entre sectores de gente, lo que podría terminar boicoteándolo.
El llamamiento a los plebiscitos, por ejemplo, contradice el propio mensaje a no ir a votar. Hay que entender que los plebiscitos son ejercicios complejos —y muy caros— de consulta popular para elegir entre dos posibilidades políticas o legales, que, en Cuba, solo el Estado tiene capacidad legal y real de organizar, cuyo resultado ya sabemos cuál será.
Un ejercicio plebiscitario de continuidad o no continuidad del actual régimen que no esté garantizado por un sistema electoral independiente, con leyes electorales claras, imparciales y democráticas —inexistentes en Cuba— conduciría en las actuales condiciones político-legales a un resultado que, invariablemente, legitimaría al régimen.
Los llamados continuos al monitoreo independiente y ciudadano del proceso electoral falso convocado por el régimen también se constituyen en un llamado contradictorio. Si el proceso está viciado de origen, con condiciones, alcances y resultados predefinidos por el régimen, no tendría sentido un monitoreo ciudadano. Este funciona en ejercicios electorales definidos por reglas e instituciones que son democráticas en lo formal y, precisamente, tratan de contener prácticas, injerencias y resultados no democráticos en convocatorias electorales.
En Cuba no hay elecciones reales, sino simuladas; por tanto, no hay nada que validar desde lo legal, pues todo está preconcebido y diseñado para ser antidemocrático. Monitorear por la ciudadanía un proceso de sufragio espurio como el cubano implica reconocer en última instancia su utilidad o validez. Esto también contradice e invalida el llamado a no ir a votar.
No obstante, un ejercicio de vigilancia fotográfica y videográfica de los falsos centros de votación para comprobar inasistencias sería un ejercicio de otro tipo, útil, que debe ser claramente definido como tal.
Para concluir, si nos atenemos a los bajos resultados de participación en el último ejercicio de simulación democrática del régimen en 2022, se puede prever que la atinada y necesaria campaña de no voto promulgada desde diversos grupos pro democracia para Cuba será exitosa, aun cuando el régimen trate de manipular los resultados. Lo cual será un claro mensaje al régimen, a la ciudadanía y a la comunidad internacional de que las bases de legitimación del sistema han dejado de funcionar.
Hace más de siete décadas desde que los cubanos(as) votaron en aquellas elecciones libres de 1948 —bajo un régimen electoral justo, competitivo, inclusivo y multipartidista, aunque imperfecto y con fallas legales y políticas de origen— que garantizaban un cambio democrático de gobierno cada cuatro años, permitido por una Constitución modelo para su época. Desgraciadamente, las imperfecciones autoritarias de un modelo de nación la invalidaron, dando paso a un período nefasto para la nación cubana, donde se impuso un modelo autoritario de gobierno que derivó en un largo totalitarismo del que aún no se sale.
Hoy no ir a votar puede ser quizás el inicio de un camino para que todos podamos de nuevo ejercer el sufragio en libertad, como en aquella Cuba imperfecta pero democrática de 1948. La abstención de ir a votar, entonces, resulta crucial para el futuro de una nación en crisis.
© Imagen de portada: Campaña “Cuba dice No a la dictadura”.
Notas:
[1] Para los datos de las elecciones generales cubanas de 1948, véase Dieter Nohlen: Elections in the Americas: A Data Handbook, vol. I, Oxford University Press, New York, pp. 203-204.
[2] Una nota de prensa narraría con detalles cómo concluiría ese día de elecciones, notorio en la historia de Cuba(“Cuba: A Job at the Palace”, Time Magazine, vol. 51, no. 24, 14 de junio de 1948.
[3] Carlos M. Rodríguez Arechavaleta trata de manera magistral este proceso de desarrollo democrático en Cuba, originado con la promulgación de la Constitución de 1940 y culminado con el golpe de Estado de 1952. Un proceso único, según él, en la historia de Cuba, no exento de retos y problemas (La democracia republicana en Cuba, 1940-1952: Actores, reglas y estrategias electorales, Fondo de Cultura Económica, México, 2017).
[4] Ángela Fonseca Galvis y Chiara Superti: “Who wins the most when everybody wins? Predicting candidate performance in an authoritarian election”, Democratization, 26(7), 2019, pp. 1 278-1 298.
[5] El no voto ha sido un elemento crucial en la literatura sobre resistencia civil no violenta. Cfr. Gene Sharp: The Politics of Nonviolent Action, 3 vols., Porter Sargent, Boston, 1973; Peter Ackerman y Christopher Kruegler: Strategic Nonviolent Conflict: The Dynamics of People Power in the Twentieth Century, Praeger, Westport, 1994; Adrian Karatnycky y Peter Ackerman: How Freedom Is Won: From Civic Resistance to Durable Democracy, Freedom House, Washington D.C., 2005; Kurt Schock: Unarmed Insurrections: People Power Movements in Nondemocracies, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2005; Paul Wehr, Heidi Burgess y Guy Burgess (eds.): Justice without Violence, Lynne Rienner, Boulder, 1994; Stephen Zunes: “Unarmed Insurrections against Authoritarian Governments in the Third World: A New Kind of Revolution”, Third World Quarterly, vol. 15, no. 3, septiembre, 1994.
Poder y saber en Cuba totalitaria: una relación envilecida
Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes.