Gatos S. A.

Hay un cuento de H. P. Lovecraft donde los gatos de toda una extraña comarca van siendo cazados por un no menos extraño y tenebroso matrimonio de ancianos horribles, hasta un día en que los gatos, tras adquirir un conocimiento inimaginable traído por unos forasteros egipcíacos, toman venganza y devoran a los ancianos, que son personas tan siniestras como turbadoras. 

Comprendo que ahora mismo estoy dejándome invadir por el adherente magnetismo de la escritura de Lovecraft, donde una enfática sobreadjetivación subraya dos cuestiones que funcionan en medio de una atmósfera pavorosa: la angustia y la incertidumbre ante lo ignoto. 

Casi no hay forma de escapar de la a ratos grandilocuente entonación de su estilo, tan parecido —pero solo en determinados aspectos— al de su predecesor más connotado: Edgar Allan Poe.

A todas estas, el efecto de leer a Poe en inglés es muy curioso. De pronto te adentras en las cadencias ceremoniales de “Ligeia”, por ejemplo, y a tu mente vienen los espectros de Lovecraft. Y viceversa: lees a Lovecraft en inglés, apachurrado por ese singular barroquismo suyo, y a tu mente viene una “perennidad” que Poe ha dejado caer como el martillo de un inquisidor.

(Entre paréntesis: siempre he pensado que el mood del estilo de Lovecraft es el de un contador de historias cuyo carácter pervive, a ratos, entre lo pueril y lo adolescentario. Creo que no es difícil ver ocasionalmente en él a un muchachón que juega con el miedo y a quien le gusta sentirlo e inculcarlo sin reparar demasiado en las realidades de la vida cotidiana.)

El terror lascivo del cuerpo, las puertas del conocimiento oscuro, un tipo de quimera letal que el gato absorbe.

Los gatos, que no por domésticos dejan de ser palaciegos y excluyentes, llegan a todos los rincones de la literatura. A inicios de los años 60, Roman Jakobson y Claude Levi-Strauss publicaron una revisión estructuralista —muy paranoica, por cierto— del poema “Los gatos”, de Charles Baudelaire

El análisis en sí mismo es notable por su valiente búsqueda de simetrías y significados, y lo mejor que tiene es la demostración de que, dentro del propio poema, los versos de Baudelaire viajan de lo real a lo irreal, de lo concreto a una abstracción ensoñada.

Amigo de Édouard Manet, es muy posible que haya sido el propio Baudelaire quien haya sugerido al pintor la presencia, a los pies de su más célebre desnudo, la Olympia, de un gato que bien podría ser una gata. No es difícil conjeturar que las visitas que le hizo se debían más al deseo de ver a la modelo (Victorine Meurent), que a la intención de admirar la hechura del retrato de Manet (un desnudo de cuerpo entero y casi de tamaño natural: 90 cm x 130 cm), que con el tiempo iba a convertirse en su obra más famosa.

Supongamos que, si es un gato, lo que se refuerza allí es la presumible gatunidad de Victorine, y que, si es una gata, lo que saltaría al primer plano es una complicidad llena de sigilos previsibles y gestos canónicos. 

Sin embargo, sea gata o gato, de cualquier modo es un minino o una minina pequeña, una chatte, una metáfora peluda y tibia de la vulva. Nada que ver, por supuesto, con esas ideas prejuiciosas e insultantes sobre la vida supuestamente ligera de Meurent, que fue pintora, que expuso sus lienzos, que se desnudó con intrepidez para varios pintores, que gobernó a su aire su vida, que dio clases de violín, y que, casi con seguridad, no fue amante de Manet, pues este le habría contagiado su sífilis y ella no habría muerto con más de ochenta años, en 1927. Había sido, tal vez, la modelo más famosa de la pintura europea del siglo XIX.

Una prostituta muy especial, una virago representativa del sadomaso decimonónico francés.

A lo largo del tiempo, todo indica que existe una doble condición en los gatos. Por un lado, los enigmas y los simbolismos oscuros, los contactos con el mundo de lo espectral y el diálogo con los muertos. Por el otro, una sensualidad cuya condición mejor es la de no ser fonocéntrica.

Los terrores supersticiosos que el gato concentra en sí se despliegan en la bruja —una entidad que Jules Michelet genealogiza de manera insuperable, desde las vestales de los tiempos antiguos hasta las cortesanas del siglo XIX— y en otras impías criaturas de la noche. El gato es lo oculto, la delectación, el vigilante del rito. 

Doméstico y montaraz, el gato es el suspenso del yo que se aposenta entre lo conocido y lo desconocido, y subraya con fuerza las revelaciones del instinto.  

Hay un cuento de Alfonso Hernández Catá titulado “El gato”, dado a conocer a inicios de los años 30. Allí comparecen un fraile tentado —invoquemos a Luis Buñuel— y un ambiente lleno de vaticinios. El fraile, un distante avatar del monje Ambrosio —el personaje de la novela El monje, de M. G. Lewis, aparecida en 1796—, combina dentro de sí el terror lascivo del cuerpo, las puertas del conocimiento oscuro —abiertas con el auxilio del crimen— y un tipo de quimera letal que el gato absorbe. 

¿Qué es “El gato” entonces? Una repetición, en clave modernista, de algunos subtextos del gótico clásico, de Poe y de los versos salmodiables de Baudelaire. 

No sabemos bien qué tremenda combinación de silencio más gato más chinita obra allí.

La consagración de lo aciago ocurre en la periferia social. Y los gatos del autor de Las flores del mal, venidos directamente de Poe y la brujería de Massachusetts, se insertan bien en el spleen de París —mezcla de ira y hastío— y son inspiradores de un ronroneo de convocatoria sexual que excluye a la ciudad —la odiada y amada ciudad de Baudelaire—, pero que se ejerce al amparo de espacios citadinos, cerrados y tibios donde el cuerpo resplandece voluptuoso.

Mucho antes de la disección practicada por Levi-Strauss y Jakobson, ya los gatos de Baudelaire habían cautivado a Joris-Karl Huysmans, quien en su novela Al revés hace que una de esas criaturas ligeras y de densa semiosis se atraviese en el camino de Jean Floressas des Esseintes, su solitario protagonista, el hombre que reina en la mansión de Fontenay-aux-Roses, un individuo que se rodea de objetos refinados, libros de brillante sabiduría y obras de arte que le permiten soñar con la vida como si esta fuera un Gran Artefacto. O sea, la vida en tanto artisticidad suprema y como suma de artificios. 

De entre esos libros salta Baudelaire, como en efecto salta ese gato ante los pies de Des Esseintes, poco después de salir, desesperado a causa del dolor, del antro donde acaban de arrancarle una muela que lo ha martirizado mucho. A partir de esa visión terrorífica, Huysmans va contándonos cómo transcurre la existencia cotidiana de ese marginal de la cultura en su mansión.

El gato de Des Esseintes precede al fantasma de la sífilis, traído por un personaje de áspera androginia con quien se encuentra el protagonista en la propia casona de Fontenay-aux-Roses. Se trata de una prostituta muy especial, una virago representativa del sadomaso decimonónico francés y que, con su gatica —recordemos otra vez la palabra chatte, esa aún singular e insustituible metáfora de la vulva, y también de la cocotte oficialmente registrada—, doblega a Des Esseintes antes de que él regrese a sus raras plantas ornamentales, a sus versos y a sus pinturas simbolistas.

(Entre paréntesis: Manet se inspira, para componer su Olympia, en la Venus de Urbino, de Tiziano. Pero la Venus que Victorine encarna, con su mirada retadora, no tiene esa mano recogida, suave —y, sin embargo, levemente procaz—, de la Venus de Tiziano, cuyos dedos sin tensión se doblan hacia dentro y tienden a ocultarse en el pliegue del sexo, como si estuvieran aprisionándolo. La mano con que Olympia se cubre la vulva parece una araña crispada. El gato/gata de la Olympia tiene la cola en alto, bien erizada.)

Una sensualidad cuya condición mejor es la de no ser fonocéntrica.

“Los gatos de Ulthar”, el referido cuento de H. P. Lovecraft, se publicó a finales de 1920. Esos gatos son, repito, los embajadores de un orbe sideral, de un arcano de la civilización, de una dimensión administrada por algo que no está ni vivo ni muerto.  

Hernández Catá reúne en “El gato” a un misionero occidental muy joven, de veintipocos años, que se halla al abrigo de una familia china cultivadora del respeto, la discreción y el silencio, cualidades que a la larga son una misma. El misionero tiene un gato y es servido por una frágil, hermética e intensa chinita. No sabemos bien qué tremenda combinación de silencio más gato más chinita obra allí para enloquecer de deseo al misionero. El caso es que este se suicida.

Releído el cuento, no es ocioso reparar en la combinación referida, que al fin y al cabo deviene una eficacia de la escritura —un asunto del rendimiento de la morbosísima prosa del autor—, cuando el estilo acaba por ser no solo una adjetivación feroz en una sintaxis aplazadora, sino mucho más.

Siempre he pensado que la erótica de este importante narrador cubano consigue ocultar, y al mismo tiempo, brindarnos una alta concentración de imagen y sentido en el más corto plazo. 

No sabemos qué pasó entre la chinita sirvienta y el misionero blanco, pero podemos imaginar la dolorosa estupefacción cotidiana del joven religioso, acrecida hasta el tormento gracias a mil detalles erotizables, y la muerte como consecuencia de una rara culpabilidad. Entramos, pues, en el territorio del deseo, sus sueños, su ansia irreprimible y, acaso, en la comprensión de un poder muy simple: el de la pasión del cuerpo por el cuerpo.

Por las noches, muy tarde ya, en cualquier época y lugar, los gatos y las gatas chillan como bebés atroces que lloran mientras sueñan con cosas inimaginables.




Enzzo Hernández

Enzzo Hernández y la arqueología poética

Ray Veiro

“Comencé a escribir para conjurar algo a lo que no sabía cómo dirigirme”.






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