Posar desnudo en calle Paseo

Una amiga me quiere tirar unas fotos con la boca pintada de rojo. Yo me quiero tirar unas fotos con Laura Mónica desnudos los dos. Pero Laura Mónica me dejó por un tipo con dinero, una clase de mongo que si se cae come fango. 

Así que acabo en un apartamento en Paseo, encuero, con unas medias puestas y la boca pintada de rojo. La fotógrafa me tira unas veinte fotos y para. Me da ron. Subimos a una terraza y vemos el atardecer. “La hora mágica” para el cine. 

Pinga hora mágica ni hora mágica: la hora de la tristeza, del aterrizaje, del bajón, del súper bajón.

Laura Mónica es una asere fula. Una niña boba. Ahora me cambió por ese, pero antes me cambiaba por lo que fuera. Cada vez que la llamaba y le decía: amor, quiero amanecer contigo, cucharita, besar tu nuca, oler tu pelo, ven, plis…, ella me decía: estoy prendida, no puedo. 

Me cambiaba por lo que fuera. Y yo muerto en la carretera con ella. Frito. Por gusto.

Trato de olvidarla y pienso en los fotógrafos y fotógrafas que me han caído bien.

La primera fotógrafa de mi vida fue Sarah. Sarah, mi primera noviecita. Grande, alta, con unos muslones y unas axilas hermosas. 

Una vez un familiar nos contrató para hacer unas fotos y aquello acabó mal. Yo lo único que hacía era posar como un gran fotógrafo sin pensar en lo que tiraba. Ella se esmeró, pero se le trabó el rollo y esas fotos se velaron. Cuando aquello las fotos eran de rollitos: 35 mm. 

¿Qué se perdió en aquellas imágenes? Familiares. Familiares que ya están muertos. Abuelo gordito, cuidadito, bonito, con su barba blanca. Tía sin cáncer, con su cara rellenita. Para los cubanos, eso de estar gordito es importante. Quiere decir salud.

En ese rollito se perdió la salud. Y ahora: ni foto ni familia.

Al final, con los años, Sarah se convirtió en una gran fotógrafa. Ahora vive afuera, como todo el mundo, y seguro que tiene un buen par de discos duros de 2 teras para salvar las fotos. 

Lo que más retrata son edificios. Concreto. La vida es así. No la juzgo. 

Hay que dejar algo. Estas mismas fotos que me hice ahora, estos desnudos, son para poder verme cuando esté viejo. O, si tengo hijos, para que mi descendencia diga: “Verdad que el viejo era un loco, míralo ahí, con el rabo corto por el frío y la boca pintada. Y sus tatuajes”. 

Tatuajes que duren toda una vida. Fotos para el futuro.


Fotos, Carlos Lechuga
© Megan Schlow

Luego de Sarah, apareció en mi vida Karl Haimel. Karl es un fotógrafo austriaco nacido el 22 de abril, como yo. Pero tenía 70 años cuando lo conocí. Tocayos de día y de nombre. El tipo era un loco que se alquilaba en casa de mi tía y de borrachera en borrachera abría el refrigerador y le metía una mordida a lo que fuera. 

Karl me regaló una cámara y juntos caminamos por La Habana tirando fotos. Ese recuerdo lo borré, porque eso de hacerse el yuma y tirar fotos a la miseria me parece tremenda mierda. Pero el tipo sacaba buenas fotos, y sacó una de Korda y Compay Segundo bien rara. Los dos estaban sabrosos. Los dos están muertos, pero dejaron su arte: canciones duras y fotos de milicianas a la moda que son un 10. 

Karl me tiró la única foto que tengo con mi mamá y mi papá. Esa no me la quita nadie. 

Mi abuelo tiraba fotos también, pero yo nunca lo vi haciéndolo. Cuando murió, revisé muchas de sus fotos y de sus películas. Dejó material. Fotos de la Plaza. Fotos de los viajes. Revolución y burguesía

Yadira llegó a mi vida hace unos 15 años. Cuando yo empezaba a fumar tabacos. Estaba sentado una tarde en la Escuela de Cine fumándome un Serie D y ella pasó y me tiró par de fotos. Se acercó. Conversamos y terminamos en su apartamento, en el área destinada a los profesores. 

Yadira era lesbiana y su novia era una alemana bella que se parecía a Sigourney Weaver en 1976. No sé por qué, ni cómo, pero acabé mojado y con un billete de veinte pesos en la mano, posando para unas imágenes bien locas. 

Al acabar me despedí. Besito en el cachete para las dos, y volví caminando por el pasillo aéreo. De repente las escucho detrás de mí, me dicen: “Carlos, queremos descargar contigo”. Yo no sabía lo que eso significaba y demoré un rato en reaccionar. Yadira me vio cara de comemierda y dijo: “Queremos acostarnos contigo, las dos”. Sonreí como un niño de seis años y les dije que no había problema. 

Compramos cervezas y llegamos a mi habitación. Nos sentamos los tres en mi cama. Yo estaba muy nervioso. No sabía qué hacer. En un momento, Yadira se funde y se va. Me deja solo solo con la alemana, solo con Sigourney Weaver.

Poco a poco nos empezamos a besar. Nos desnudamos. Y no sé cómo, pero me di cuenta de que a Sigourney le molestaba mi miembro. No quería verlo. Lo echaba a un lado. Entonces la detuve y le dije: “Oye, no tiene que haber penetración, déjame mamarte un rato y ya”. La tipa entendió y acabó en mi boca. Yo acabé con mi mano. Al otro día me regaló un abrigo azul hermoso.

Un abrigo azul que se robaron de mi casa. 

Ahora no tengo ni la foto ni el abrigo.

Esto de las fotos es una locura. Preparando mi tercera película agarré a un vecino, tocayo mío, Carlos el papá de Mariela, y me lo llevé al parque de H y 21 y le tiré un par de fotos bajo una ceiba, como si fuera un muerto, con algodón blanco en la boca y medias en las manos. 

Hoy Carlos está muerto de verdad y yo tengo esas fotos. ¿Cómo se las doy a Mariela? En algún momento, en una onda bien espiritista, pensé que las fotos lo habían matado. No sé. Me da una pena de pinga. 

Aquello de que los aborígenes del Amazonas pensaban que las fotos robaban el alma…

Una vez en Rotterdam entré a un elevador y estaba Bernardo Bertolucci. No pude tirarle una foto. No tengo selfie de ese momento. Ni con Todd Solondz en México. Esas son fotos del ego. Aunque últimamente estoy pensando que el ego tiene su cosa. Cuando no hay ego, es que ya estás muerto.

Por eso, ahora que las tetillas y la barriga no se me han caído del todo, claro que sí: foto encuero. Y candela al jarro. 

Preparando un video junto a un artista plástico revisé las fotos de Figueroa, vecino mío. Lo adoré. Leandro Feal me ha tirado fotos un par de veces, pero las ha perdido o no está para eso. 

Atardece en La Habana. Me acabo de desnudar para una socia y con una servilleta me quito el creyón de la boca. Me doy un buche. En este momento Laura Mónica debe estar prendida. Fumada. Sabrosa. En alguna casa de bombillos amarillos. Mi casa tiene bombillos blancos. Luz blanca. Luz de policlínico. Bueno, no es mi casa, es la casa de mi madre. 

No sé por qué me he hecho estas fotos. Pero tampoco sé por qué me hice los tatuajes. Bueno, lo sé, pero no puedo decirlo. Nada. Ojalá quede una fotico mía cuando yo no esté. 



En la terraza de Paseo el sol ya se fue. 

Pienso en el sabor del algodón en la boca del papá de Mariela. Pienso en la mano de mi abuelo en mi hombro, en una foto que no salió. Pienso en los besos que no tienen foto, y si ella lo olvida y yo muero: ¿qué queda? 

Pienso en la leche caliente derramada dentro de Laura Mónica. No hay cámara en Cuba para tirar esa foto, diría Chichi el de mi barrio. Momentos, situaciones, miradas, olores, pelitos, carnitas, cantidad de cosas que se quedan sin su foto. 

Noche cerrada. Cero luz. La cámara no registra. Negro sobre negro. Solo sonido y siluetas. Los grillos, los carros que pasan. Gente que va de regreso a casa. Para sentarse a la mesa y comer con la familia. Con las novias, las mujeres. Cama tibia. Señales raras me entran por el oído. Niño que llora. Silla de ruedas. 

Y de aquí a sesenta años, con suerte, alguien verá mi foto desnudo y dirá: qué bobería.

Un gesto por gusto. 

Uno más. 

Empieza a llover. 

Regreso a mi cuarto.

Tengo tres películas abiertas en el reproductor de video de la computadora: Una de Jarmusch, una de Szabo, y The Square. Arrastro “Así fue”, de Juan Gabriel, y al carajo el arte.

Canto y pienso: borré sin querer a Jim Jarmusch

Borrado seré. 

Un gesto inútil.

Un texto cursi.

Mamar un bollo con merengue casero. 




Alejandro Hernández: La vida está en otra parte

Alejandro Hernández: La vida está en otra parte

Carlos Lechuga

Por estos días se está estrenando Mientras dure la guerrala nueva película de Alejandro Amenábar. Una historia que habla de la España de ayer, pero también de la situación actual y el peligro de la vuelta del fascismo. El guionista de esta película es un cubano sencillo y generoso llamado Alejandro Hernández.