Mi abuelo combatiente y bocarriba

Me cuestiono esta tarde por qué filmé a mi tía abuela en el hospital, aquella única vez en que fui a visitarla. Cuando la mujer de mi tío aprovechó para ir al baño, yo saqué mi móvil y capturé el aliento grave de quien se ha despedido hace mucho tiempo de la existencia.

Soy una manipuladora egocéntrica, me dije, qué tal si una sobrina nieta tuya te filma encamada. Pero aligero, no quiero extinguirme humanamente: si me fuera posible escoger, quisiera ser un cíborg. Pasar en algún momento a un estado superior, no perpetrarme en mi claustro biológico. 

Quiero una bóveda robótica que exista a continuación de mí. Un modo mal y rápido de definir el aliento cíborg.

Un modo banal de no aprender nada de Donna Haraway y aplicar la literal condición de transhumanidad como única salvación; idea que aún no llega al imaginario de la gente de Centro Habana, cuya relación organismo vivo-máquina puede ser ordenada por una antena de televisión enterrada en el pie.

Una carne roída, unos huesos desgastados, depender del cuidado de otros… No merezco envejecer, me dice mi madre, que no se anda en rodeos conmigo. Pero yo no hago drama. Como tampoco hago drama por no querer hijos. 

Cada cual tiene derecho a abandonar su forma humana o a negarse a traer más gente a este mundo. Pero a lo que no tengo derecho es a filmar a mi tía abuela enflaquecida y ausentándose.

Si alguien hubiera filmado a mi abuelo, yo lo hubiera matado. 

Mi abuelo es el hombre que más he amado, y me hice más consciente de mi amor cuando murió. Mi abuelo tabacalero, combatiente, tomándose la sopa ruidosamente, agujereando con el tabaco la colcha de la cama y sacando el cinto de cuero para disciplinarme.

Mi abuelo llevándome pizzas, pizzetas, panes, chicles picados en tiritas y coffee cakes del Ten Cent. Mi abuelo atlético, seguirle el ritmo te dejaba sin aliento. Mi abuelo recostado, leyendo Cien horas con Fidel sin marcar nunca las páginas. Mi abuelo amante del boxeo y de las mujeres achinadas.

Si alguien se hubiera atrevido a documentar los últimos días de mi abuelo con un vulgar móvil, yo habría sacado lo de combativa que tengo de él y le hubiera partido el móvil en la sien.

Probablemente no llegue a vieja porque alguien me va a rajar algo contra la cabeza. Me lo merezco. 

Ahora busco el archivo y no lo encuentro. He acumulado tantos videos diletantes que se me confunden fechas, cronopios, segundos…

Me dedicaba entonces a hacer videos de un minuto sobre cosas trascendentales: una saya avivada por el aire; moscas fornicando en la tendedera; unos niños gritando “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”; la presión del agua quitándole el churre a la Iglesia de Reina; una manifestación pacífica porque un grupo de policías no dejaba cruzar la avenida Paseo hasta que no pasara el presidente Barack Obama…

No tardé mucho en descubrir a un artista argentino que hacía unos “diariominutos”; me dieron ganas de denunciarlo, con sus videos aniquiló mi carrera de cineasta experimental. Aunque Paulo Usunoff no tiene la culpa: todo le resta valor a mis pretensiones de videasta, cada día me convenzo más y más de mi irreprochable falta de autenticidad, de mi exagerada fijación con los objetos comunes.

En mi abuelo, cada órgano era auténtico. Su miedo a la electricidad, su sentido del humor maquiavélico y su manera de picar la col: pequeñas tiritas que se digerían mejor y producían más placer porque eran flequillos vegetales milimétricos y perfectamente cortados.

Mi abuelo me hablaba mal de toda la familia, nadie se le escapaba. Me miraba y sonreía, así, como si nada; a veces veía su rostro de niño detrás de la sonrisa, su jocosa y maldita idea de los demás, los comemierdas que entrábamos y salíamos de su casa. He visto esa risita en mi papá, sobre todo cuando es enteramente él.

Las medallas de mi abuelo, la bala que guardaba en su cuarto, la máquina de enrollar tabaco y su sombrero. De pronto, de manera inesperada, mi abuelo enferma, infarto cerebral; mi familia hace de todo para cuidarle y, al segundo día de hospital, mi papá lo tomó del brazo para que caminara y caminó. 

Recuerdo ese día porque en ese instante estaba segura de que se recuperaría. Pero mi abuelo no salió del hospital caminando. No caminó nunca más.

Ayudé en los cuidados, no lo suficiente, entonces estudiaba en el ISA, pero ahora siento que podía haber hecho más y eso me perseguirá toda la vida, va a estar caminando detrás de mí la idea de una culpa no común.

Mi abuelo dejó de hablar, señalaba con el dedo, me seguía contando barbaridades y jodederas con sus códigos extraverbales. Yo entendía claramente sus gestos cuando algo le molestaba o cuando alguien le parecía ridículo. 

No hay una cosa que mi abuelo soportara menos que una vieja. Una vez llegó una vieja para cuidarlo; él hizo tantas muecas de desprecio que la vieja terminó ofendida.

Mi papá consiguió ayuda de todas partes para evitarle las escaras, que se defecara encima, que se le despellejara la piel; buscó el modo de crear una mínima comodidad.

Aún así, me parece cruel mencionar la comodidad pensando en un cuerpo como el de mi abuelo en su último año. Todo esto hacía más llevadera la depauperación, su dolor y la idea de una dignidad intacta. 

¿Cómo se las arregla la gente en Cuba para dignificar un cuerpo que va depauperándose? ¿Cómo disponemos cómodamente el mundo para la enfermedad, el envejecimiento y la extinción?

¿Hubiera sido capaz de filmar a mi abuelo mientras se deterioraba? Nunca. Pero a mi tía abuela la filmé con una arrogancia autómata: capturar la belleza de lo que va esfumándose, mantener la entereza del pulso de mi mano derecha, cámara en mano. Quería inmortalizar su desgaste.

Es la misma arrogancia de Annie Ernaux en No he salido de mi noche (Cabaret Voltaire, España, 2017), con la angustia por desaparecernos al mismo tiempo que la comprensión del otro se desvanece. Así fluye su diálogo sobre la pérdida que constituye un alegato por ese final propio que se dispara con la muerte de un ser querido.

La novela de Ernaux, agrietada y confesional, escrita mientras visitaba a su madre enferma, me hizo recordar también los ingresos de mi madre por la epilepsia, momentos exactos de mi madre y yo en un hospital frío, en el vaivén de las drogas que le impedían hablarme. 

Me hizo pensar en cómo las familias cubanas reajustan sus tiempos para cuidar al que ha empezado a morir, porque saben que donde único estará bien es en casa. Y casi siempre son las mujeres de la familia quienes abandonan todo para cuidar al que desfallece. Deben padecer juntos el final. Hijas, hermanas y nietas que están ahí.

Y quizás sea eso lo que me deja pensativa al ver Frágil (2018), cortometraje de Sheyla Pool. No es la ficción de una madre que puede tener un último día lúcido: es la sensación de que una hija entregada a cuidar aquel cuerpo agotado toma una acción definitiva. En ese estado de agotamiento acumulativo encuentra el deseo de frenar su dolor, en nuestras formas de vida casi nunca hay lugar para lo definitivo.

La fragilidad es la resistencia de esa mujer que yo veo repetirse en conocidos, ese estar ahí y recordar los detalles de la vida del otro como en un video que nos hace conscientes de lo que somos: carne.

La piel, la esponja arrugada en la mano, el amante joven limpia la carne del hombre que ama, Rosario. Morir como un hombre (2009), la película de João Pedro Rodrigues, me hizo pensar en el cuidado del cuerpo de manera poética y ritualizada. Cuando prepara el cuerpo amado para el enterramiento, toca suavemente lo inerte en el acto de bañar. Esa escena se aleja de mi video de un minuto: se convierte en un tacto de devoción.

Me llamaron al móvil. Tu abuelo se murió. 

Llegué a casa y abracé a mi abuelo, que estaba acostado bocarriba. La mujer de mi padre, que hizo más de lo suficiente por él, me pidió que me levantara, me rogó que lo soltara, lo tuvo que repetir varias veces. Me levanté de su colchón antiescaras atragantada por un buche de dolor; lo miré ya muerto, y algo en mí no resistía la posibilidad de que su cuerpo agotado finalmente descansara: yo deseaba revivirlo con un abrazo insuficiente.

Filmar un minuto de mi tía abuela en el hospital es tan insuficiente como ese abrazo final.

En el entierro, uno de los tíos de mi papá, que estuvo muy poco en casa para ver a mi abuelo, lo despidió diciendo que era un gran revolucionario, un gran combatiente; le concedió epítetos y frases rimbombantes, a su entender, patrióticas y necesarias. Yo quise gritarle que se callara, que ese era mi abuelo, que era el padre de mi padre, un loco, un testarudo, un fumador. 

Quise gritar y todos los pensamientos se me atoraron.

Mi abuelo era casi analfabeto cuando llegó de Cienfuegos a La Habana. Trabajó lustrando zapatos, se unió a la lucha antibatistiana, se enamoró para siempre de mi abuela, de sus ojos achinados y su silueta ligera. Nunca olvidaré la caligrafía de mi abuelo ni dejaré de extrañar el ruido de su aparato para la sordera. Quisiera instalar ese sonido dentro de mí.

Deseé gritar que no quería despedirlo, que lo buscaría en las calles por las que caminaba corriendo, por los mercados en los que robaba limones, en el juego de dominó de Gervasio y Reina. Quería decirle que siempre iba a ser su mentecata, su maldita, haciéndole cosquillas en los pies antes de tener memoria del mundo.

Alguien me alcanzó una toalla azul y la deshilé de tanta rabia. Mientras el tío de mi papá daba su discurso, en el cementerio, yo me tragué la toalla azul: la devoré para soportar aquel momento, y aceleré mi odio por el breve tiempo en el que compartí el mundo con mi abuelo.

Todos los viejos que me recuerdan a mi abuelo, son mi abuelo. El video de mi tía abuela también es mi abuelo. Mi papá es cada día más idéntico a mi abuelo. Las jabas de saco son mi abuelo. El olor a tabaco es mi abuelo. Esconder el doble nueve en un bolsillo es mi abuelo. 

He aprendido a reconstruirlo en todos los axiomas. Preferiría un abuelo cíborg, conservado, intacto. Un estado de conservación definitivo.

Después de su muerte organizaron una misa en la Iglesia de la Caridad del Cobre, en la calle Salud. Pero al rato de estar en la casa, tomando y riéndonos, la familia decidió que no había que ir, que esta era la mejor manera de homenajear a Arístides: la risa que entraba por el balcón y atravesaba la sala, se metía entre los azulejos, se colaba en el escaparate, danzaba con las camisas y pantalones que aún no se habían regalado. Los ceniceros de metal vibrando por ese estado familiar del recuerdo.

Al unísono, se nos apareció mi abuelo; todos lo vimos sentarse en su sillón y balancearse. 

El humo de su tabaco en los tragos de ron, en el arroz y la carne. El humo de tabaco que se le salía por los ojos a mi papá cuando reía o cuando decía su nombre. El humo de tabaco que me reverbera dentro cuando es de madrugada, me acuesto en su cama y me sale este buche de nostalgia.

No quiero encontrar el video que hice de mi tía abuela para que no se me aparezca y me maldiga por ser tan banal. Detrás de mi acción, una razón trágica: pathos de personaje obsesionado con no convertirse en bulto de carne podrida, aún sabiendo que se pudre un poco con cada baño caliente, con cada caminata bajo el sol para llegar a algún destino, nunca definitivo.

Mirar a mi abuelo en el dolor fatuo, todo aquello leído e imaginado en mi madre después de una crisis epiléptica, pero nunca antes sentido con tanta precisión. Mirarlo en los ojos de mi tía abuela en su féretro. No acercarme al féretro de mi abuelo, no volverlo a ver.

Quiero ser un cíborg por mí y por mi abuelo, para que no nos entierren nunca en la tierra, y menos en esta, donde la exhumación es una conversación con cucarachas y restos de otros. 

Quiero un imposible.

He aquí mi despedida. Suenen las cornetas. Suenen los carritos para limpiar zapatos extintos. Hagan gárgaras los lectores de tabaquería. Masquen el tabaco, la baba que queda en el tabaco. No es un epitafio, es mi duelo final.

Abuelo, tendrás que quedarte conmigo para esta vida futura. Yo no quiero la palabra futura, la tecnología futura; no quiero ser cíborg si no te metes tú para cantar “Mala lengua tú no sigas, hablando mal de Machado, que te ha puesto ahí un mercado que hoy te llena la barriga”.

Te abrazo durante un minuto y cantamos juntos en el balcón “La cucaracha, la cucaracha, ya no sabe caminar”. 

Para ti todos éramos unos comemierdas. Y es verdad que somos unos comemierdas, reventándonos carne y rodillas para sobrevivir en lo indefinido. Concentrándonos en soportar una vida como esta y sin hacer más que imaginarnos envejecer y ser cuidados por otros.

Te espero en el balcón, te veo venir con tus pasos agitados, te abro la puerta, me acuesto contigo, me pego a tu olor de muerto, me pego a tu olor en mí, ese olor se me pega para siempre.

Tú no me dices nada. Tampoco me miras. Estás ahí a mi lado, estás ahí y punto.

A veces creo que mi abuelo tiene el rostro de mi tía abuela, que en el segundo final del video abre los ojos y me reconoce. Mi tía abuela que se levanta de la cama y se sienta en mis piernas para que pueda mecerla. Mi tía abuela que hizo una sola cosa en la vida: fundar y refundar una familia, una familia que también se encargó de ponerle esas flores en las que se inscribe el nombre del muerto y en la que firmamos los que la queremos mucho, tus hijos, tus nietos, tus bisnietos.

Si fuera un cíborg no tendría estas lágrimas al mirar a mi abuelo bocarriba, me consuelo. ¿Qué quedaría entonces de nosotros? ¿Qué quedaría de tu heroísmo y de tu patriotismo? ¿De tus combates? 

¿Qué heredé de ti y de tu aliento final? ¿Puedo tragarme tus medallas, tu bala y tus fotografías? ¿Quién cuidará de mí? ¿Quién le enseñará a mi hermana tu amor mentecato, que es el único amor que conozco?

Abuelo, tendrás que escuchar mi duelo final, aunque seguro preferirías las palabras de mi tío abuelo aquella mañana. ¿Las preferiste? ¿Las escuchaste? ¿Me miraste rabiar, chirriar los dientes, mientras los sepultureros hacían chistes sobre el clima y nadie hacía nada?

Me acuesto contigo, te abrazo duro. No lo hago para apretar tu muerte, no lo hago para que me vean: me acuesto contigo para aletargar ese momento en el que nos despedimos, ese momento en el que tu carne no se ha enfriado y yo sigo siendo tuya, y yo sigo siendo la nieta que te piensa cuando mira una navaja suiza o cuando roba limones en los agros de La Habana, o cuando se acerca a una mujer achinada y sonríe.

Me acuesto contigo, quiebro tus huesos ya débiles, ya rotos, tus huesos en mí, no hago más que quebrarlos en mí. 

Alguien ha filmado este momento tuyo y mío. Lo clasifica. Lo pone en una cápsula. Dura exactamente un minuto.

Ya has vivido suficiente, suelta tu cachimba, tus medallas, tu sombrero, suelta tu aparato para la sordera y deja de celebrar el Día del Inocente. 

Abro el escaparate que ya no tiene ropa tuya, te huelo. Me acuesto en tu colcha que ha sido lavada tantas veces, me pasas la mano por la cabeza, tú también sientes que no nos abrazamos lo suficiente, por eso te me quedas mirando fijo y no piensas en nada definitivo. Tampoco yo. Solo el aparato para tu sordera rechinándome dentro, conectando mis tímpanos con tu ausencia y definiendo como una brújula el lugar en el que te enterraron y que ya no existe más.

Alguien documenta este momento. Cuando ese video salga a la luz, en un futuro transhumano que no llegará jamás a Centro Habana, probablemente yo no pueda verlo.




Darle una patada a todo

Darle una patada a todo

Martica Minipunto

El tipo se hace una paja al lado tuyo en el almendrón. La paja es algo coyuntural: ¿por qué tendrías que molestarte? El gremio de machongos que se dan palmaditas en los hombros, te miran y dicen: “oh, qué niñita, qué bonita, qué cosita, qué palabritas”. Tú no te atrevas a quitarle el hombro al intelectual que quiere verte de rodillas, con la boca abierta, tragando ausencia.


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