Del camino de ida y el “necropoder”
Hice un muy largo viaje en tren el último día de junio de 2025. Comenzó en Normandy Isles y tuvo como destino un pueblito llamado Willimantic. Pongamos que se produjo, o produje, un tránsito desde el arenal en la duna de una playa ─a diecisiete minutos de la pequeña habitación donde estuve rentado─ hasta la gruesa grava de un río, a diecisiete minutos de un apartamento con el piso notablemente inclinado.
¿Del tórrido cenagal de Florida a la fría algaba de Connecticut?
La presencia del agua no es asunto baladí. Tampoco la distancia ni la inclinación del piso.
Fue un camino de ida el mío. Un viaje con destino a un programa de maestría en la Universidad de Connecticut (UConn). Y fue El camino de Ida (Anagrama, 2013), de Ricardo Piglia, el último libro que leí en las noches de insomnio en Miami Beach. Según la nota de cubierta, Emilio Renzi emprende un viaje “al campus de una prestigiosa universidad en New Jersey”.
En la novela, Renzi imparte “un seminario sobre los años argentinos de W. H. Hudson. Fue invitado por la directora del departamento, la bella y belicosa Ida Brown”.
En 2024, Ahmel aplicó al programa de maestría de lengua, cultura y literatura española y le concedieron uno de los cupos. En el campus de UConn él imparte dos turnos de español en las mañanas. En las tardes recibe las clases del programa de maestría.
“Pequeños incidentes y extraños equívocos culminan con la trágica muerte de la profesora Brown en un inexplicable accidente. Que incluye un detalle inquietante: Ida tiene la mano quemada, y eso parece conectarla con una serie de atentados contra figuras del mundo académico”.
Transcurre la mitad del 2025 y he tenido que sobreponerme a pequeños incidentes y extraños equívocos en mi rol como profesor y estudiante. Por suerte, he sobrevivido incluso a la inclinación del piso en el viejo apartamento nuevo.
Persisten las noches de insomnio y me he acostumbrado al desnivel del suelo. Las lecturas acontecen a un ritmo frenético, así como la constante rectificación de la postura vertical, mientras voy de una habitación a otra.
He pensado en Renzi, en su viaje al campus, en Thomas Munk, “un brillante ex alumno de Harvard, profesor de matemáticas en Berkeley, mente privilegiada de su generación y autor de un radical Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico”.
Munk, en tanto sujeto, detenta un singular poder. Ejerce “un derecho” sobre ciertos individuos.
Ida Brown tenía la mano quemada, lo cual parecía conectarla “con una serie de atentados contra figuras del mundo académico”.
He decidido no “conectar” mi destino en UConn con el de los académicos asesinados, sino trazar una constelación a partir de ciertas coincidencias respecto del libro de Piglia, y de las notas tomadas a lo largo de las lecturas orientadas en el semestre.
A la par, no dejo de pensar en la precariedad del equilibrio, las obsesiones, la vida, y en la posibilidad de fugarme al mar o al río en cada una de las casas o apartamentos donde he vivido.
Esta podría ser la parte de la constelación donde hablo de la violencia, la muerte, y quizá acerca del derecho ejercido por el victimario sobre la víctima. ¿Una “soberanía” ejercida en/sobre el cuerpo del Otro?
Precisemos: hablo de la posibilidad de que el sujeto elegido por el victimario muera o viva. ¿Una suerte de “necropoder”? ¿Se puede enlazar en una misma oración “necropoder” y Cuba, acaso mejor Cuba y “biopolítica”?
La jerga académica y no el inglés podría devenir mi segunda lengua.
La sala funeraria en la ʻgeografía física y políticaʼ del necropoder
“Sentado en la cafetería de la funeraria, bebiéndome un café, traté de imaginarme al señor Acevedo como una especie de rey Midas Guatemalteco, o quizá como una versión más joven del rey Cole, el del alma alegre, gobernando su Reino de la Muerte Violenta con un buen humor necesario y franco que sus súbditos de clase alta habían aprendido a emular con el fin de hacer que las actividades de la vida cotidiana resultaran soportables y apropiadamente banales”.
La cita, tomada de la novela La larga noche de los pollos blancos (Anagrama, 1994) de Francisco Goldman, responde a un fragmento donde Rogerio Graetz (Roger o Royer) sitúa al lector frente a la atroz singularidad de Guatemala en la década de 1980.
Es la capital de Guatemala y el reinado de terror del General Ríos Montt. Precisemos: política de exterminio, masacres, desplazamientos forzosos, pueblos borrados de la geografía rural de Guatemala.
La cifra de asesinados y desaparecidos en la capital se conjugó en un presente continuado y en números ascendentes con las cifras de sujetos detenidos, torturados, mujeres violadas, muertos y desaparecidos, viudas y huérfanos y desplazados en las comunidades rurales. Números creciendo de manera inverosímil.
La lucha contra los guerrilleros para mitigar o anular la subversión política e ideológica, la propia guerrilla y las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) ─milicias rurales, variante de militarización de la población y también una forma de sobrevivencia─ situaron a la población indígena en el “no-lugar”: un espacio donde el Ejército, en el despliegue de una contrainsurgencia, tenía el poder de otorgar/permitir la vida o la muerte.
Es la violencia un fin en sí mismo, como declara Elisabeth Falomir Archambault en el prólogo de Necropolítica (Editorial Melusina, 2011) de Achille Mbembe. Es, sin lugar a duda, la soberanía sobre el otro. Como proceso de dominación, se desacraliza “lo biológico, lo demográfico y todo lo referente a la vida humana”.
El asesinato de Flor de Mayo Puac, directora de un orfanato a quien involucran con la supuesta adopción ilegal de bebés a través de una “casa de engorde”, es el punto de ignición de una novela que tiene el aliento de un largo y lento relato (neo)policial. Cercano a la manera de las “ficciones paranoicas” en la obra de Ricardo Piglia, el acto delictivo y la muerte se instituyen cual punto de partida de una indagación que va más allá de la investigación de un crimen.
Sí, un cuerpo sin vida dentro de una constelación de hombres y mujeres asesinados. La Muerte ocupando el lugar de La Vida. Es el “ejercicio del derecho a dar la muerte”, como plantea Mbembe cuando decodifica colonialismo y soberanía, el racismo cual condición intrínseca al necropoder, los espacios o contextos de muerte (zonas de guerra, guetos, territorios ocupados, etc.), la militarización. Es el “derecho” del Ejército y las PAC sobre los guerrilleros y, especialmente, sobre la población civil: los sujetos sobre los que se normalizará la exposición a la muerte.
“Tu madre opina que debemos enterrar a Flor aquí”, dice el padre de Roger. Ambos están en Ciudad de Guatemala.
Flor aparece en la vida del narrador bajo la forma de una huérfana proveniente del departamento de Chiquimula, pueblo desértico en el que asesinaron al padre. Llega a la familia para servir de criada. Es poco menos que una adolescente. Con el paso del tiempo, deviene hermana y objeto del deseo. Sí, el amor en (casi) todas sus variantes.
La muerte de Flor es el suceso que le permite a Goldman entreverar la espiral de violencia desatada por el gobierno en la vida de los sujetos más allá de la clase social. Y la muestra tanto en el espacio privado como en el público. Precisemos: a Flor la asesinan con una cuchillada en la garganta, lo cual nos lleva a pensar en el asesinato político o el ajuste de cuentas.
A Flor la descubre una de las huérfanas, luego de entrar en la habitación de la directora del orfanato. La niña, otrora víctima de la violencia, nuevamente debe encarar la violencia.
“Durante los peores momentos de la violencia urbana […] no era extraño que en una sola noche se utilizaran las ocho salas de la funeraria. Muchas personas cumplidoras y bien relacionadas se encontraban con que tenían que visitar la funeraria varias veces a la semana, o debían presentar sus respetos a más de una familia en una misma tarde, yendo primero a permanecer […] de pie ante el ataúd cerrado […] de la hija menor de una destacada familia, profesora universitaria de psicología […] supuestamente vinculada a la izquierda; y luego a la sala contigua, […] en el velatorio de otro rico político cristianodemócrata asesinado; y después […] a la sala donde se hallaba expuesto el cadáver del primo segundo de la joven profesora de psicología […] asesinado por la guerrilla”.
Es “el control de la mortalidad y definir la vida como el despliegue y la manifestación del poder”, dice Mbembe en Necropolítica. Es el efecto del necropoder en el tejido social y la población. Es, también, el silenciamiento del cuerpo.
Memoria, vida y muerte se entretejen a lo largo de la novela. Flor no escapará a la violencia. La ha visto en los huérfanos que llegan al orfanato que dirige. En su niñez, la vio en su propia familia. Y nuevamente la violencia la ha alcanzado.
Para Piglia, “el tratamiento del cuerpo de las víctimas es otro elemento fundamental en la descripción de las formas de la violencia”. El gobierno, a través del ejército, controlaba el espacio físico y el político, también los cuerpos.
“Guatemala no existe”, dice Luis Moya Martínez, el periodista, lo cual no solo es o fue cierto en la novela. Precisemos: lo que existe o existió en esa larga noche de varias décadas en Guatemala es un vasto mapa de dolor, muerte. Un territorio cartografiado para la no-vida, un no-lugar en Centroamérica. En palabras de Mbembe, es el terror “erigido como componente casi necesario en lo político”.
“Pero si Funerales El Progreso no es un negocio tan boyante como en otro tiempo, las funerarias que atienden a sectores más pobres de la población siguen igual de ocupadas. Las ves por doquier en las Zonas 1, 4, 7… como esas capillas para bodas en Las Vegas y cuyos rótulos anuncian que permanecen abiertas veinticuatro horas al día, amén de ofrecer otros servicios”.
Sí, es la sala funeraria instaurada en la “geografía física y política” del necropoder. Es el resumen o cristalización de los departamentos o municipios donde carena una parte de esos sujetos ultimados y silenciados.
“Y, efectivamente, dentro [de la sala funeraria Funerales del Progreso] hay una cafetería con iluminación apropiadamente tenue y mármol verde claro con acabados de madera noble; hay detectores de metal como los de los aeropuertos junto a la puerta principal, y un rótulo advierte con cortesía, pero con firmeza, que los caballeros deben dejar sus armas en el guardarropa.”
Insomnio
Puede que todas estas notas y las que sigan terminen reunidas en un diario. ¿Las notas de un insomne?
Sería una serie interminable en la que, aquel que no consigue conciliar el sueño, insiste en encontrar relaciones, un significado.
Es preferible construir una suerte de “ficción paranoica”, como quien decide ir a por la resolución de un enigma. Lo cual siempre será recomendable antes que volarse los sesos. Porque tras el disparo tampoco podré conciliar el sueño.