“El problema no es meramente cómo incluir a más personas dentro de las normas ya existentes, sino considerar cómo las normas ya existentes asignan reconocimiento de manera diferencial”, escribió Judith Butler en Marcos de la guerra. Las vidas lloradas (Paidós, 2009), libro que “se centra en los modos culturales de regular disposiciones afectivas y éticas a través de un encuadre de la violencia selectivo y diferencial”.
De súbito, pienso en una de las formas extremas de encuadre de la violencia en extremo selectivo y diferencial que tuvo lugar en Cuba entre 1965 y 1968, en la antigua provincia de Camagüey: el confinamiento en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de trabajo forzados donde, a través de un sistema de clasificación, movilización, control y adoctrinamiento, las Fuerzas Armadas Revolucionarias enviaron a más de 30.000 hombres no solo en edad de cumplir con el Servicio Militar Obligatorio.
“Una vida concreta no puede aprehenderse como dañada o perdida si antes no es aprehendida como viva”, dijo Butler. En ese punto, en el daño o la pérdida, pienso en el casi inmutable silencio de mi tío, que no era gay y sí muy joven cuando a la casa de mi abuela (es decir, su madre) llegó la citación del comité militar. El campamento al que fue destinado estaba situado en una geografía política y afectiva ajena a ese joven que mi tío fue, y a sus padres y hermana.
Oficialmente, con aquel mensaje el gobierno revolucionario disponía de la vida de otro joven. Uno más. Lo insertaba, o lo enmarcaba, en una economía de plantación upgradeada con un plan de reeducación contingente y a gran escala, donde la metodología de enseñanza de una conducta acorde con el nuevo tempo de la Revolución carecía tanto de métodos científicos como de personal adiestrado.
¿La letra con sangre entra, o con sudor o sufrimiento?
¿Detectar el miembro “enfermo” y ejecutar la cura?
La disciplina de cuartel injertada en el tejido social.
Muy tarde entendí el elocuente silencio de mi tío, hombre de muy pocas palabras. Ante mi ingenua insistencia, ante el rosario de datos que puse ante él, dijo: “te hablaré de eso una sola vez: hoy”.
Ese “hoy” prefigurado e impuesto por un testigo tuvo lugar un lejano domingo en Altahabana. Era la casa de mi madre y el 2021. Era la tarde de un domingo cuando mi tío dijo: “todo eso que me dices, que no sé de dónde lo sacaste, fue verdad”.
Su relato del viaje en un tren vigilado por soldados con fusiles, de la vida en el campamento, de las jornadas de trabajo en el campo, los castigos, la comida, y de un sargento al que llamaban Caballo Loco, duró lo que tarda en escucharse una oración de tres líneas con no más de dos adjetivos.
Para la instancia detrás del comité militar que envió el telegrama, la vida de mi tío, como la del resto de los 30.000 hombres enviados a los campamentos en la antigua provincia de Camagüey, viviéndolas como la vivían, eran, por defecto o decreto, “susceptibles de perderse o de dañarse”. Sí, la clasificación cual “operación del poder” u operación de poder. Un gesto unilateral.
Como parte de las políticas de higienización a las UMAP enviaron a quienes consideraron lacras sociales: religiosos, homosexuales, disidentes, burgueses, y aquellos sujetos que, por razones varias, fueron denunciados sin que necesariamente se ajustaran a las etiquetas anteriores.
Sobre estos individuos se construyó “un marco tal que el estatus de culpabilidad de esa persona” se convirtió “en la conclusión inevitable del observador”. Para el caso de las UMAP, en los límites del frame, del marco, se alzan unas altas alambradas de catorce pelos de alambre espinado, con sistema antifuga y guardias armados.
Sí, esas vallas que, para el presente y el porvenir, también se levantan en una canción de Pablo Milanés, y donde el observador seguirá siendo el gobierno revolucionario y, de paso, el pueblo que ese gobierno persistía en construir, o mejor, en producir.
Si ejecutamos una reducción del marco y nos quedamos con una parte de esos 30.000 hombres, veríamos a los homosexuales reunidos en el parqueo de un estadio, luego conducidos en camiones bajo la custodia de militares armados y perros, para ser confinados en un estadio de béisbol, en la noche, iluminados con reflectores.
Hay, aquí, un doble proceso de enmarcado en desarrollo: serán clasificados según un criterio poco científico, creado por psiquiatras y psicólogos en el propio campamento: por el grado de “afocancia” y por el de compromiso con la Revolución.
Judith Butler sitúa sus ensayos en un contexto de guerra. Y se refiere a “un ser que siempre está entregado a otros: a normas, a organizaciones sociales y políticas que se han desarrollado históricamente con el fin de maximizar la precariedad para unos y de minimizarla para otros”.
Pienso en ese sujeto e insisto en precisar, al menos para mí, que no estamos asistiendo a un proceso de entrega, de cesión o transmisión por voluntad propia, sino de imposición, la obligación de ajustarse a reglas, a organizaciones políticas y de masas, a una colectividad forzada donde no se admite ningún tipo de diferencia.
En el salón de clases de la Universidad de Connecticut donde descubrí a Judith Butler y a Achille Mbembe, persistí en la necesidad de conectar a Cuba con las teorías de ambos ensayistas. Esas teorías en las que los sujetos se ven inmersos y sin capacidad de agencia en espacios donde se les ha otorgado un estatus de culpabilidad, donde esa instancia que los culpabiliza, y es superior a ellos, se administra en un contexto de guerra, de masacres sostenidas en el tiempo, la vida y la muerte.
Para precisar: en el caso de Cuba, hablo de un necropoder en el orden del asesinato civil, de aniquilar la reputación. Sí, la capacidad soberana de hacer morir, dejar morir en el plano simbólico más que en el físico. Hacer sobrevivir o dejar sobrevivir a la población según convenga, y que se manifiesta en prácticas institucionales o políticas de Estado que controlan cuerpos, poblaciones.
En las UMAP, a los homosexuales no solo se les pretendía “curar” con métodos clínicos y electroshocks, tras abducirlos de su ecosistema social. Se les pretendió reeducar a través del trabajo, la instrucción política. En este acto de “conocer”, perpetrado por el ejército, o por el gobierno revolucionario, no había un “acto de reconocimiento”.
“Si el reconocimiento es un acto, o una práctica, emprendida por, al menos, dos sujetos y (…) constituye una acción recíproca, entonces la reconocibilidad describe estas condiciones generales sobre la base del reconocimiento que puede darse, y de hecho se da”, escribió Butler.
En las barracas se producía el reconocimiento entre los confinados. A la par, algunos soldados, a espaldas del mando militar, conocían y reconocían a los homosexuales, propiciando entre ellos encuentros sexuales furtivos o una relación extendida en el tiempo.
“Una vida tiene que ser inteligible como vida, tiene que conformarse a ciertas concepciones de lo que es la vida, para poder resultar reconocible”, dijo Butler.
En las UMAP, algunos de esos confinados vivieron en parejas, se maquillaban, transformaban el uniforme, organizaban desfiles de modas, bodas, cabarés… Me gustaría definir lo anterior como “capacidad de agencia”, dentro de un sistema que, para la reeducación, además del trabajo forzado tenía en cuenta el castigo.
Pero hubo quien no pudo asumir una postura de resistencia en lo individual y lo colectivo. Ante la muerte civil impuesta, la apuesta por el suicidio.
Sin duda, el interior de las barracas devino teatro de operaciones de una batalla ideológica entre la máquina política y la máquina deseante. Una batalla que seguiría extendiéndose, una vez cerrado y dinamitado el archipiélago de campamentos UMAP. Una batalla que no acaba, porque “el marco no mantiene todo junto en un mismo lugar, sino que él mismo se vuelve una especie de rompimiento perpetuo”, escribió Butler.
Solo hay que recordar, por ejemplo, cómo los sectores más conservadores de la sociedad cubana reaccionaron ante la legalización del matrimonio igualitario en septiembre de 2022, tras la aprobación del nuevo Código de las Familias. O la represión, en mayo de 2019, contra activistas y la comunidad LGBTQIA+ en la Habana Vieja, cuando el propio gobierno cubano, parapetándose en la crisis económica, no autorizó la marcha y desató la violencia contra los participantes.
Recordando el imperturbable silencio de mi tío, traté de imaginar la vida de los ex confinados una vez fuera de los campos de trabajos forzados. Porque solo había acontecido un corrimiento de la alta alambrada de espinos que permanece, alzada y para el porvenir, en una canción de Pablo.










