Yolo Bonilla sigue cantando en una foto olvidada por mí

Ha muerto el Yolo y la noticia que me enviaron por Messenger tiene el efecto de un puñetazo en el mentón. 

La oración anterior desea destacar la duración del tiempo psicológico y la secuela del impacto: esa muerte, acontecida a un montón de millas de distancia, a inicios de la segunda semana de julio, permanece enquistada entre las paredes de mi cabeza.

Una muerte más. 

Un amigo menos. 

Este texto pudo haber comenzado con la descripción de una foto tomada por Orlando Luis Pardo Lazo. Una fotografía de un estado de ánimo y un estado mental. Al menos yo lo siento así. 

En el momento del disparo, la medianoche se precipitaba sobre la intercepción de Vento y Boyeros. Solo parpadeaba la luz amarilla del semáforo. Más que una señal de alerta, el modo intermitente parecía una exhortación: los pocos autos apenas disminuían la velocidad en el cruce de calles. Cuando la cámara capturó el trozo de madrugada en Altahabana, conmigo dentro, una guagua Transtur cruzaba la intersección a mil kilómetros por hora. 

La Canon analógica de Orlando Luis estaba sobre un trípode, programada para un disparo a baja velocidad. Miro la imagen: permanezco detenido y de pie, a pesar del golpe de la masa de aire empujada por la guagua, en medio del separador, con las manos en los bolsillos del jean

Lo anterior equivale a decir: resisto la frialdad justo sobre la línea imaginaria que divide en dos a la Avenida Independencia o Rancho Boyeros. 

A mi espalda y en la foto, bajo la luz anaranjada y sucia del alumbrado público, las carrileras se van estrechando hasta volverse una línea que se confunde en el oscuro telón de fondo.

Yo le llamo “Días de entrenamiento”, o “Training Days”, al estado de ánimo y mental de la imagen. Porque la ubicación del semáforo no es solo una coordenada de referencia en la geografía del reparto. En la cartografía de mi vida, es mucho más que un punto marcado por la uña roja y puntiaguda del GPS. 

En la Avenida Boyeros, antes o después de la intercepción con Vento, según el sentido del tráfico, con una banderita cubana en la mano y la pañoleta perfectamente anudada al cuello, vi pasar caravanas de Jefes de Estado y Gobierno. Yo era uno más en la masa sin rostro apostada a lo largo de la acera. 

Allí vi a Gorbachov con su cabeza manchada, a Juan Pablo II en su Papamóvil tan blanco como la sotana, al ubicuo Fidel en Jefe… y a un defenestrado y casi invisible Felipe Pérez Roque, camino a la parada, vistiendo un jean, camisa, portafolio…

La del semáforo es la misma coordenada que marcaba mi arribo al barrio en las duras madrugadas de confronta en los años 90. Volvía al reparto con dos amigos, uno de ellos el fotógrafo René Peña (el otro, dejó la música por la economía y se largó a Berlín). A inicios del nuevo siglo, transcurrieron allí algunas conversaciones con el poeta Ernesto García Alfonso, el autor de Tratado del nô.

Entonces, cuando en mi mapa personal la uña del GPS se encaja en la intersección de Vento y Boyeros, está indicando un punto geográfico, cultural y político. 

Boyeros es la arteria por donde circularon los flujos de la política nacional cuando el excomandante calculaba aperturas, enroques y movimientos de peones. Boyeros es el recuerdo del concierto de Carlos Varela, el 4 y el 5 de agosto de 1994 en el Karl Marx; de la puesta en escena de Los siete contra Tebas en el Mella, o de aquella vez que no pude entrar al cine La Rampa a ver Alicia en el pueblo de Maravillas.

Puesto que la foto activa un estado de ánimo y mental, ahora más personal que privado, puedo consignar lo siguiente: por ese mismo camino de regreso a casa en el que René Peña me hablaba de su serie fotográfica Man Made Materials (1998-2001), unos años después, me encontraría a un tipo mucho más joven, negro también, también con dreadlocks. En aquel momento, para mí, era solo un músico: Yolo Bonilla.

El párrafo anterior tiene la intención de activar una nota aclaratoria desde el presente hacia un pasado donde, frente a un interlocutor muy animado, yo opero desde un desconocimiento casi total. El que me acompañaba —y que ahora me sigue acompañando, bajo el efecto de su muerte, acontecida en Italia— era Yolepsis Echevarría Bonilla, licenciado en Medicina, que tocaba la guitarra, componía y cantaba sus propios temas, pero no era de los jóvenes trovadores que solían presentarse en el Centro Pablo o espacios similares. O al menos, creo que él no se consideraba parte de aquel grupo. 

En nuestros encuentros posteriores, el Yolo iría tomando forma: yo tenía delante, además, a un tipo capaz de pensar y ejecutar sus propios arreglos musicales y, por si fuera poco, escribía guiones. 

En esas conversaciones hablamos, con más o menos detalles, sobre lo que luego sería la serie de dibujos animados Pipo Junquillo. Y también de nuestro apellido paterno en común: no hay manera de pasar por alto tal coincidencia. 

Supongo que mi primera charla con el Yolo tuvo un punto de partida similar al de mi primera conversación con René (Pupi) Peña: un amigo en común. Como el Pupi, el Yolo era un tipo con el que podías bajarte de un viaje largo y atroz en una guagua y seguir conversando. 

Si con el Pupi podía hablar de artes visuales —tras viajar en una guagua medio descojonada y llena de borrachos, putas, travestis, locos con mugre y mierda en los pantalones, carteristas, gente del barrio capaz de lanzar a un chamaco por la puerta con la guagua a toda velocidad, frikis, más un amplio diapasón de tipos raros que, al igual que nosotros, activaban el mecanismo de sospecha de la policía y de súbito te pedían el carné y te pasaban por la planta—, con el Yolo, en la tarde, luego de tragar el ácido perfume de la carne recalentada del proletariado, yo podía hablar de música.

Nuestros encuentros fueron pocos, pero el Yolo se me hizo entrañable. Un efecto que también está entreverado o visible en los comentarios de quienes quedaron atónitos por la noticia del fallecimiento.

Yo soy bastante malo para definir personalidades en un primer encuentro, y también en una segunda conversación. ¿Retardo o estado mental? ¿Desconfianza? ¿Síndrome de Asperger? Por suerte, necesité muy poco tiempo para entender que tenía a mi lado, de regreso al barrio, a un tipo noble y de risa fácil, con el que podía hablar largo y tendido. Nada mejor que coincidir con alguien como el Yolo si has sobrevivido a la guagua articulada donde el proletariado viaja agotado, tras perder tiempo y vida luego de ocho horas de trabajo. 

En una de esas caminatas, decidió hablarme de un proyecto de disco. Y yo, que no las tenía todas con buena parte de lo que vino después de Habana Abierta, y que de su música conocía poco, de manera automática activé el modo Taller de Apreciación. 

¿Qué podía responderle yo, si la música que me interesa está anclada al Pathos, y al Eros, incluso al Ethos, y no al juicio imparcial del crítico o del melómano?

Debo consignarlo: caí rendido con el equivalente a la fundamentación teórica del proyecto que, en una tarde cualquiera en Altahabana, me confió Yolo Bonilla. 

Hablamos de música brasileña y música cubana. Precisemos: hablaba él, yo aportaba un poco. El porciento añadido por mí a la conversación estaba relacionado con la banda sonora y sentimental de mi cartografía de los recuerdos, el mapa geográfico, cultural y político donde circulan mis amigos, la familia, y mi contraparte en el amor.

Pura intensidad. Eso era lo que entendía yo de la fusión que se estaba montando el Yolo en su cabeza, y que luego sería el Volumen I del disco Yolinho Habaneiro (Premio Cubadisco 2012 en el apartado Mejor Antología de Versiones). 

El siguiente tartamudeo equivale a un resumen matizado por la fragmentariedad y las alteraciones de/en lo recordado: 

Para su disco, el Yolo echaría mano de ritmos propios del Brasil que mal conocía yo: funk, samba, bossa nova (eso dije yo aquella vez), pop, pagode, jazz (debió decirme él). Con esos ritmos, el Yolo montaría una serie de temas antológicos cubanos de la década de 1930 y 1940, traducidos por él al portugués.

En esa conversación, yo quise que el Yolo pensara en María Teresa Vera, en Bola de Nieve, La Lupe, Sindo, Elena Burke… Le dije algunos nombres. Algunos coincidieron con su lista.

Yolinho Habaneiro, produción independiente cuya grabación duró dos años, según dijo en entrevistas, incluye temas como “La tarde”, de Sindo Garay; “Vete de mí”, de los Hermanos Expósito (popularizada por Bola de Nieve); “Dos gardenias”, de Isolina Carrillo; “20 años”, de María Teresa Vera; “Suavecito”, de Ignacio Piñeiro; “El camisón de Pepa”, de Compay Segundo. 

El disco incluye además: “Todos los ojos te miran”, de Pablo Milanés; “El viento eres tú”, de Silvio Rodríguez, y “Regrésamelo todo”, de Raúl Torres

Habría un Volumen II y un Volumen III. En cada entrega, los temas elegidos estarían más cercanos en el tiempo, hasta arribar al presente. Desconozco en qué estado quedó el proyecto.

El Yolo y yo sostuvimos otras conversaciones, pocas, en esa Habana extrarradio que recibía los olores y humores del gran vertedero cercano a la Cujae. Hablamos de literatura y de escritura de guiones, de mis libros y de sus guiones, de la infantería del amor.

En este punto, no vale la pena extenderse. Resumen: 

Asuntos del Yolo Bonilla, personales. Preguntas suyas relacionadas con un deseo, con una obsesión. Respuestas mías según mis paradigmas, según mis desatinos y mi propia experiencia (en las escaramuzas o en la infantería) del amor… Puesto que estoy por arribar a lo cursi, mejor un punto final para este párrafo.

Hay, en la Avenida Boyeros, un aparte para el dolor. No es el dolor traducido al arte y la literatura, sino la sacudida que provoca la muerte de alguien cercano, entrañable. Por esa avenida viajó el lada amarillo en el que mi madre y yo regresamos desde el Cementerio de Colón, el día del sepelio de mi abuela.

Cierta vez peregriné hasta El Rincón, un 17 de diciembre, con los escritores Evelyn Pérez y Erick J. Mota. Larga caminata desde Altahabana con dos amigos, dos compañeros de trabajo. Pero nada es para siempre: en una playa áspera de Cojímar, una mañana de 2017, las cenizas de Evelyn serían esparcidas en el mar. 

Solo un estado de ánimo y mental como el de la foto tomada por Orlando Luis Pardo me permite conectar aquellos arrecifes de Cojímar con el semáforo de Vento y Boyeros. Unas semanas antes de ser tomada la foto, Orlando llegó a mi apartamento con Evelyn, Fidel Castro se recuperaba de una crisis intestinal aguda, y yo guardaba reposo por causa de una severa hepatitis.

Era el verano de 2006, y el Viejo de Fierro anunció en una proclama que delegaba en Raúl Castro sus responsabilidades frente al Estado y el Gobierno. 

Training days / Días de entrenamiento.

Decidí comenzar esta columna recordando una foto; no hay mejor colofón, entonces, que otra fotografía. Parece haber sido tomada en 2013. En el encuadre hay dos músicos: a la izquierda está el percusionista Pedro Damián Bandera con un cajón; a la derecha y en el micrófono, está Yolo Bonilla con su guitarra.


Yolo Bonilla sigue cantando en una foto olvidada por mí - Ahmel Echevarría

La foto es un instante de un concierto, y es una foto olvidada. Olvidada por mí. Al parecer, fui yo quien la tomó y luego la publiqué en Facebook el 10 de junio de 2013. No hay comentario alguno en el post.

Fue Pedro Damián Bandera el que la encontró en mi perfil, al enterarse de la muerte del Yolo. Me envió la foto junto un breve texto donde me avisaba del suceso. 

Pedro no recuerda dónde tuvo lugar el concierto. Tampoco yo. Quizás el escenario, y la silla en la que canta el Yolo, apuntan a la salita de conciertos de la Casa del Alba. O quizás no. 

En un post de Facebook, el periodista Michel Hernández resume de manera intensa el tipo de música que hacía el Yolo. Allí habla, además, del complejo estado emocional que el Yolo padeció en Italia. No dice mucho más.

Antes de arribar al punto final, prefiero concretar un párrafo donde vuelvo a esta foto que supuestamente tomé en 2013. 

Al Yolo y a Bandera se les ve dominando la escena, calmados. He querido entreverarle a la imagen el ruido ambiente de un concierto. Susurros, el chasquido de un par de cámaras fotográficas, alguien tarareando medio desafinado… 

No deseo imponer un control férreo sobre la foto recobrada del olvido, no voy a decir la canción que el Yolo cantaba en ese instante. Pongamos que está regalándole al público una versión unplugged del disco Yolinho Habaneiro. Ya yo elegí uno de los temas. Por tu parte, queda decidir el que mejor engrana con la desazón, con el dolor, con el recuerdo del Yolo Bonilla. 




Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda - Ahmel Echevarría

Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda

Ahmel Echevarría

A pocos metros del glamur de los hoteles Manzana Kempinski y Packard, se extiende una ciudad desvencijada, con aguas pútridas en mil y un lugares, vertederos… Casi toda la capital es como un basurero enorme con vista al mar, un garbageland. Sus fronterasse han ido extendiendo con el tiempo, y ni siquiera las frena el litoral.