Es de conocimiento general lo que Kurt Vonnegut le respondió a David Markson después de que el autor de This is not a novel le confesara cuáles habían sido sus referencias para escribir Reader’s Block: “David, estoy preocupado por tu condición mental”, fue la sentencia de Kurt.
Créanme, quien no sabía esto, debería asumirlo como una verdad indispensable.
Lo que me intriga ahora es Everglades (Editorial Hypermedia, 2020), de Jorge Enrique Lage.
Everglades se entrena —“el habla del training”, leemos en el mismo inicio— en la demencia del novelista, aquella que se dispone ordenada y comprobada, que entra en funcionamiento como ensayo clínico y orgánico sobre lo genérico: ¿la novela?, ¿el lenguaje?, ¿un rapto?, ¿las lecturas?, ¿los diálogos?, ¿los museos?, ¿la casona?, ¿el habla?, ¿el training del habla?, ¿el Cristo de La Habana?
Es de conocimiento general que no llamé al autor de Everglades inmediatamente, aunque me mostré preocupada por su “condición mental” desde la primera página.
Una consecuencia inherente a “mi desasosiego”, no necesariamente relacionada con una sesión de ejercicios fonéticos, bibliográficos.
La ansiedad, pendiente del ensamblaje contemporáneo, no respondía a la escena intelectualmente erótica de Markson y Lage desayunando con Vonnegut en un día lluvioso. Las consecuencias de esta lectura son otras:
“¿Cómo no vislumbrar que algo maligno estaba ocurriendo allá abajo, allá dentro, en mis fibras nerviosas, bajo la piel?
Fuera lo que fuera: ¿hacia dónde subía?
Me pregunté una vez más qué pasaría, o qué no me iba a pasar, cuando aparecieran los primeros focos (así les llaman, son dueños de un lenguaje poderoso) en el scan 3D de mi cerebro” (p. 13)
Empecé a leer esta novela “desbocada”, “acelerada”, como respuesta metabólica a lo excitante. Mi alumbramiento formaba parte del sistema, de las operaciones predictivas asimiladas cuando los capítulos vociferaban con frustración un “qué es qué” en lo novelado. Desde la primera página, ya no había retroceso: me zambullí en Everglades para recibir todo el conocimiento general, básico y primigenio del mundo de la literatura. Quería ser parte de la histeria-humedal constatable en los hechos.
Los hechos narrados tenían lugar en una casa (donde un Ginecólogo mantenía a Cristabel, Majela, Legna, Vanesa, Ana Laura, Dunia, Gretel, Roxana, Carla y Yelena, secuestradas) y acontecían en paralelo al homenaje simbólico (diálogos metaficcionales con David F. Wallace, Stephen J. Gould, Philip K. Dick, Denis Johnson, Richard Brautigan, Kurt Vonnegut, Joseph Cornell, David Markson, William S. Burroughs y Ross Macdonald). Lo más probable es que los hechos tuvieran lugar en una de esas aulas con aforo tremendo, ideales para una demostración científica de fines del siglo XIX.
La audiencia (estudiantes de medicina y yo misma, con un ataque) atendía al experto. El asunto era Everglades: resultado de un experimento del siglo XXI, desde Cuba y para el sur de la Florida. Se explican, entonces: la lo-cura, las notas, los órganos desparramados de un muerto, “el estado mental” de un novelista cubano que ha descompuesto la ciencia ficción y el lenguaje. El novelista pone en la camilla el Museo, la Revolución y los cuerpos, y mostrará pruebas de aquello que la audiencia se ha perdido durante muchísimos años.
De tan enloquecida lectora: inflamar Everglades un poquito más. La lectura se bamboneaba entre los efectos de los tratados médicos obsoletos, el proceso del escritor aficionado, la religión y la enfermedad (minorías “literarias”, vaginas, rasgos uterinos, mamas rebosantes). Culpar al novelista de algo que no tiene nada que ver con él, sino con el personaje autoficcionado: un enloquecimiento persistente, histérico.
Debo reconocer —no con poca humillación— que no tiene ningún valor cómo leí la novela: si fui maniática o entusiasta, si me levantaba la falda, si veía las fotos de los Everglades en Florida y decía: “Sapos, he visto sapos saltar”. No es necesario decir que miraba desde la ventana la cola para la farmacia, que llovía y la cola se mantenía intacta y que el águila se adosaba al nido. Tan insignificante es decir que el libro afectó mi visión sobre el corpus narrativo de Jorge Enrique Lage, como afirmar que esta novela plantea un problema esencial: una arrogancia demasiado trágica, le diría yo a su autor. La sarcástica conversación con los autores que han sido arrogantes y trágicos, profundizaría yo a solas.
En esos “duelos dharma” novelados, como apologías filosóficas, habla un Yo que, con sus silencios, además de suspender, produce episodios demasiado cómicos, como este:
“Yo: ¿Qué es eso que te suena?
David F. Wallace: Mi teléfono. Espera.
Yo:
David F. Wallace:
Yo:
David F. Wallace. Hay gente que quiere meter una novela entera en el buzón de voz…” (p. 23).
Imagínense, de conocimiento general debería ser otra confesión como lectora: me sentía muy conectada con las diez jóvenes que el Ginecólogo mantenía encerradas; esperaba más de ellas, es verdad, pero siempre fueron como las protagonistas de estas tres películas juntas: Death Proof (Quentin Tarantino), Models (Ulrich Seidl) y Legally blonde(Robert Luketic).
El Ginecólogo encierra a estas mujeres por la fuerza. Las ha encerrado para que escriban una novela. No importa, no importa que ellas no quieran agarrar el papel y comenzar a soltar “acciones”.
“—Verosímil… —pronuncia Legna con la boca llena—. Por cierto, ¿qué quiere decir eso? ¿Qué cosa es que algo te parezca o no verosímil? Voy a buscar un diccionario. No sé cómo Él quería que yo escribiera, con lo analfabeta que soy.
—Laurita, alcánzame ese vaso —pide Carla. Luego se vuelve hacia mí con aire satisfecho y a la vez asesino, de femme fatale que bebe a pequeños sorbos—. Yo pensé que todo esto, la cuarentena, y tú que viniste como una sombra a mirar en todas partes, era por el cadáver del desaparecido. Yo me dije: este tipo, que es el último recurso de la policía, tiene que ser un médium, un cazafantasmas, algo por el estilo…” (p. 135).
Y ahí está, como biblia o manifiesto, Woman: her diseases and remedies, de Charles D, Meigs. Conocimientos arcaicos que subyacen en el sistema:
“No traten de escribirme nada bueno y nada lindo, por favor. Lindas ya están ustedes. No se metan con lo que ustedes imaginan que debe ser la Literatura, mucho menos la Literatura Cubana Contemporánea… Pónganme en esos folios lo que yo no puedo poner, subtropitas, por razones biológicas” (p. 96).
Cuánto de estúpido se encuentra en las razones biológicas; es una suerte que la lectura no guarde ninguna relación con esto, como se sabe. Porque el Yo, el personaje, el detective cómico, cuando llega a investigar capta rápidamente la “auto-organización de un superorganismo femenino”. Por ello, la rebelión de las mujeres consiste en denunciar con desfachatez: “¿Y qué otras cosas se creen que saben?” (p. 134).
Neurótica, por supuesto, yo quise ser una de esas mujeres; quise aparecer de repente, ser (d)escrita por Lage. Es una suerte que no haya sido así, porque nunca se ha tratado de eso: la demencia del lector consiste en el deseo de ser ese otro contado y nunca lograrlo, aspirar a esa probabilidad, insistir en ese equívoco naturalista, “intentar escribir”, “intentar moralizar”, “intentar pathos”.
En resumen, de todo lo improbable consentido, hay lectores que leen las novelas porque son anónimos: permanecerán sacando conclusiones en sus círculos de intralectores, desearán ser diagnosticados y observados, pero “la neurosis es anónima por definición” (p. 35). Todo esto, viéndolo ahora, me parece maquiavélico.
Es de conocimiento general lo conspiratorio en Everglades:
“Kurt Vonnegut: ¿No vas a decir nada? Algunas de esas escenas te involucran.
Yo: Pues deben estar falsificadas, adulteradas…
Kurt Vonnegut: ¿Tú crees que sean recuerdos implantados?
Yo: Yo creo que, detrás de nosotros hay otros seres que son capaces de implantar lo que quieran, y son de temer, y yo temo por todo aquello de lo que son capaces” (p. 175).
Me aterroriza el anonimato de ese Yo, a quien llamé “novelista o escritor”, “coleccionista de papelitos”, paciente de la “hipervigilancia”, constantemente erotizado con los escritores a los que clama. Entiendo que su fracaso se explica totalmente:
“Que piense que estoy siguiendo el hilo de alguna pista. Que estoy empezando a detectar alguna cosa sospechosa. Comenzando a hacer lo que sea que vine a hacer yo aquí. Mi función, mi misión oficial.
Pero no” (p. 21).
Porque en Everglades tiene lugar un constante jugueteo, trasgredir lo que sea, las pesadillas gore, el body horror:
“Tajos chapuceros, ulceraciones, una puercada total. Un fisting de puñal en mano convertido en vaginoplastia. Zoom. Hileras de colgajos grisáceos, filiformes, fungiformes, aspecto vaginoplastilina, digamos, y con ventosas, que ondean y se estiran y se agrietan y se desprenden y caen al suelo y…” (p. 142).
Hace poco leí un tratado sobre la histeria, y me acabo de sumergir en los devenires del mindfulness. La histeria colectiva es el nuevo orden del odio, allí donde las masas se debaten en las redes sociales. El mindfulness es el entramado poético para una paz que no existe, que verdaderamente no existe, y eso, más que conocimiento básico, es peripecia de la cubanosofía (jamás zen, jamás libre, jamás autorreconocida).
Le escribí al autor comentándole que llevaba escritas unas páginas de preguntas a la novela, y que ha sido divertido jugar a entenderla. En mi defensa, eran preguntas malas:
¿Yo soy de Internet? ¿Cómo se ve un rostro estatal penoso? ¿Test de bolchevismo? ¿Dopaje es escritura? ¿No las ama? ¿Las ama? ¿Por qué las retiene? ¿Son unas asesinas? ¿Serán escritoras?
Everglades —desquicie, teatro, lodazal— no deja de ser una probeta donde se entremezclan citas, multilenguajes, intertextos; lo próximo en un libro será citar bots, o lo próximo ya no serán libros: hay que leer bots y escribir preguntas seriadas que cumplan todas las funciones extraliterarias.
“David F. Wallace: Hoy en día casi todos los bots conversacionales lo pasan.
Yo: Ahí lo tienes. Aunque, te confieso, no tengo la menor idea de a qué velocidad y con qué memoria corre hoy en día un bot conversacional. Ni bajo qué aspecto.
David F. Wallace: Mucho más complicada es la variante conocida como Test del Juego de la Imitación. ¿La conoces?
Yo: No. Pero por favor no me la expliques.
David F. Wallace: A es un hombre y B es una mujer. El interrogador, que no sabe cuál es cuál, debe comunicarse con ellos a ciegas y determinar el sexo de cada uno. El jugador A intentará que se equivoque y el B, que acierte.
Yo: ¿Cómo se comunicará con ellos?
David F. Wallace: Mediante notas, apuntes, fragmentos, sms… Mensajes escritos.
Yo: ¿Y de qué modo ese jueguito de leer y escribir es una variante Turing?
David F. Wallace Supongo que A podría ser, además, una máquina.
Yo: ¿Y qué hay de B?” (p. 162).
El Yo, en su fijeza, tiene esas cosas que sorprenden de una generación de mujeres, hombres e intelectuales que lo empaquetan todo, desde el amor hasta unos zapatos, las heridas (curitas y bichos), como si lo complementario pasara a ser un dictamen estético, un diagnóstico posible de las aspiraciones de un novelista hundido en los Everglades (reconoce el “estado mental” preocupante de la lectora, de un “para qué”).
Everglades tímpano, nido, ventana. Estoy encerrada en una casa cuando leo; créanme, se recomienda leer esta novela en el más terrible encierro. Por ello me entran ganas de hablar con todo el mundo sobre el libro; algo de pueril le añade ese modo de compartir el placer, que ya no es igual, que pierde utilidad.
Everglades, temáticamente: salvajismo, histerización, excentricidad. Everglades, conceptualmente: el nerd lector-novelista, el vago discriminador que quiere aprender de los que saben, el macho que cree saber lo que siente una mujer, el macho cis que es mujer trans y a veces habla en chinerías y orientalismos poscomunistas, posnarrativos, poshumanos, ornitológicos.
Everglades: lo único que me enloqueció durante una cuarentena en La Habana, y que verdaderamente definió mi “training” de lengua, mis fiebres de hembra.
Es una suerte que Everglades todavía sea literatura, la necesaria, la enloquecedora.
“El problema no es escribir.
La literatura no importa.
El problema es causar problemas.
La última palabra la tiene el terreno.
Que no haya terreno firme.
Lo más importante una vez que te has ido, una vez que estás lejos, es causar problemas.
Ojo, no atraerlos: causarlos. Infligir, causar el daño.
Algo Que Ya No Se Puede Hacer.
He escrito ‘lejos’. ¿Lejos dónde?” (p. 170).
Everglades: La literatura lo que no puede es quedarse en el medio
Entrevista vía Telegram. Duración: 10 minutos. Gossip girl, Veronica Mars alias Martica Minipunto, le pregunta al novelista Jorge Enrique Lage:
¿Everglades habla de un foco infeccioso o de un Síndrome de Estocolmo?
Everglades habla de secuestros seriales y de un homicidio en un caserón colonial infestado, o infectado; habla de síntomas y de trastornos, de libros viejos y de budismo zen. Hay un poco de eso que llaman “atmósfera” y otro poco de ginecología en clave política.
No tengo idea de qué significa esto último, por cierto.
¿La historia de la obstetricia o la histeria de las subtropitas?
La histeria según la obstetricia victoriana, pero victoriana por Victoriaʼs Secret, y pasada por el filtro de alguien a quien se le ocurrió que, como mismo hay tropos literarios, puede haber también subtropitos y, por tanto, subtropitas.
¿La literatura puede ser misógina?
Debe. La literatura debe ser o misógina o ginefílica (escribir con intenciones misóginas para caer, lógicamente, en la ginefilia; y viceversa), o misándrica o androfílica. Cualquiera de esos extremos, que te conecte con el extremo más próximo. La literatura lo que no puede es quedarse en el medio.
¿Definirías tu novela como un harem, un game over, o una serie de hallazgos clínicos y críticos sobre “el momento en que estamos”?
Empiezo por el harem, subgénero típico (y por lo general, tonto) del manga y el anime, donde un protagonista masculino, casi siempre un looser, se halla rodeado de mujeres. Y hasta ahí llego por ahora. No sé nada del momento en que estamos. Sé que Everglades se escribió en otro momento.
¿Existe alguna relación entre los booktubers, el mindfulness y el Yo (mi verificador somático preferido)?
De existir esa relación, no estará en Everglades. Aunque en la novela se habla de mindfulness y habla un Yo y hasta hay quien dice ser booktuber… Se me ocurre que la relación (obvia) puede ir por la parte del ego, del egocentrismo, ¿no? Pero sigo sin tener claro el asunto de los booktubers. El internet a precio de ETECSA del que dispongo, es anti-YouTube. No me permite profundizar.
Me interesaría profundizar en la idea (muy fula) de los escritores fantasmas: ¿por qué en tu novela son capturadas estas mujeres, en aislamiento (premonitorio), incapaces de escribir, pero retenidas en esa casona para producir una obra?
Piensa en un escritor que quiere meterle cierta radicalidad a la novela que intenta escribir. Pero es algo taaaaaan radical que ya no puede provenir de él, sino de todo lo opuesto a él. Por tanto, como él es un macho (en singular) viejo y literato, lo que necesita son hembras (en plural) jóvenes y literariamente analfabetas. La obra depende entonces de quienes no pueden producirla ni tienen el menor interés en ninguna obra.
En Everglades todo lo relacionado con el águila es misterioso (la ornitología me parece el arte de la observación más exquisita). ¿Qué hay que saber de El Águila?
Que es el águila calva, águila de cabeza blanca o águila americana: símbolo nacional de los Estados Unidos. Y que pone un huevo sobre la cabeza de la estatua del Cristo, en la bahía de La Habana. Y que todo huevo repite lo del huevo y la gallina (el huevo primero, ya se sabe). Y que de ese huevo de águila va a nacer… Etcétera.
Háblame de la desfalización (mi momento preferido de la novela, tan trágico como épico, tan erótico como inofensivo).
Lo que no me gusta de ese neologismo tuyo, “desfalización”, es que envuelve con gasas a la palabra “falo”, que a su vez tiene connotaciones como muy de campus, de objeto de estudios culturales. Quisiera creer que, aunque sea en algún momento, Everglades se caga en esa asepsia y salta directo a un escenario gore de pellejos ya indiscernibles, una parodia de body horror sin género a la vista.
La teatralidad de los diálogos con autores-criaturas, abre un juego autorreferencial sobre la nece(si)dad de leer. Asumo que surgen de una “mente a full”. ¿Cómo se escriben esos diálogos?
Solos, se escriben solos. Como en una tira cómica: ves los cuadritos, los dibujos, los personajes más o menos antropomórficos, y los parlamentos van cayendo ahí dentro, uno detrás otro. Creo que escribí Everglades solo para poder meter en alguna parte esos diálogos sin sentido.
Durante toda la novela me cuestionaba qué tenían en común los conceptos “Everglades”, “museo” y “pantano”, sobre todo, porque en algún momento de la novela llovía en La Habana Vieja, y porque dentro de mí todo era un lodazal (entre emociones y fluidos). ¿Tenemos que salir del pantano para llegar al pantano? ¿Tenemos que salir de Everglades para llegar a Everglades? ¿Qué es un museo tropical?
Un museo tropical es el país donde vivimos tú y yo. Lo demás son preguntas retóricas. De la retórica sobre la que descansa la novela, como un peso muerto. Y el muerto, literalmente, es ese escritor cubano del que te hablaba.
De la página 148 a la página 150 se sucede una mezcolanza literaria que condensa los patrones polifónicos de la novela. ¿Me equivoco demasiado al decir esto?
En esas páginas ya olvidadas a las que me remites, el protagonista, el detective, abre un manual de autoayuda y encuentra un capítulo titulado: “Tú eres más que cualquier narrativa”. Y dice para sí mismo: “Alentador, cómo no. Muchas gracias”.
Martica, tú no te equivocas demasiado en nada (en algunas cosas un poco sí, pero qué sabré yo de esas cosas). Minipunto y aparte.
No voy a preguntarte por la ciencia ficción, ni por las cartas de Charles D. Meigs, ni por David Markson. Ante una novela así, una siempre quiere saber cómo se empieza y cómo se termina.
Se empieza como hay que empezar, en laS nubes: esto va a quedar tremendo, espectacular, de culto, un antes y un después en la ficción cubana del XXI, bocabajo todo el mundo. Se termina, como es lógico, con los pies en la tierra, o en el pantano en este caso: decepción, fatiga (la fatiga de los materiales, como se conoce en ingeniería), qué ganas de ponerle punto final a esta mierda que no va a ningún lado y que hace aguas por todas partes, un lodazal…
Carlos A. Aguilera, un chocolate con whisky del bueno
“La literatura no es un asunto de lectores, ni de feedback (de críticos y lectores). La literatura solo se hace para estar a gusto con uno mismo, con tu pasión propia, con tu goce, con tu self, con tu locura”.