La primera vez que entré a la cuenta de Instagram de Millie Bobby Brown percibí su calco de todas las niñas mujer que he visto antes. La niña parece cualquier cosa menos una niña, o por el contrario, todo evidencia su niñez sexy, su niñez monstruo por la enigmática calvicie en Strangers Thing.
Ni Millie ni yo escribiremos Little Girl Lost, pero los pómulos de Millie me recuerdan a la niña yonqui Drew, a la niña country Miley, a la niña ojitos Dakota, a mi hermana, me recuerdan a mí.
Yo, que no tuve una infancia de super star, comprendo mi pasado a través de todas ellas y sus fotonovelas de Instagram. Millie mostrándome unos Converse y recorriendo su habitación con un albornoz rosado, soy yo en mis recovecos de niña mujer en las vacaciones de verano.
Cuando tu desarrollo físico es precoz, súbitamente te conviertes en objeto de deseo. Si tu primera menstruación es alrededor de los 9 años, sobrevives a la agitación hormonal que estaba prevista para años más tarde. Los amigos de tu primo se enamoran de ti y tú te enamoras de ellos. Calculas el grado del enamoramiento mediante la astrología y la numerología.
Al abrirte a escondidas agujeros en la oreja, sientes chorrear gotas de sangre por tu cuello, y nunca gritas de dolor, el dolor te produce un escozor vibratorio que termina embobeciéndote. Le sacas la tinta a los bolígrafos para teñirte mechones de rojo. A veces se te manchan los dientes y la lengua por accidente. La lluvia cae sobre el uniforme de la Primaria pronunciando tus pezones, los ojos también te caen encima como avispas. Sientes el aguijonazo de esos ojos y te adaptas. Todo eso empieza después de tu prematura menstruación.
Lo cierto es que mi desarrollo anticipado se parece a la canción de Britney Spears Everytime, a la escena de Spring Breakers, de Harmony Korine, en la que las adolescentes llevan un gorro rosa con la imagen de un unicornio.
Muy pronto me puse un gorro rosa con un unicornio y sentí la necesidad de revolucionar el mundo. Mis pezones de niña suenan como el único disco de Selena, a quien nunca debieron asesinar. Escucho bien alto a ese hito mexicano, porque me conmueve más que Britney, y vuelvo a aquellas vacaciones distantes. Aunque Britney, Selena y Millie sean tres mitos diferentes, las evoco para encontrarme en el mes de julio de hace muchos años.
Tuve una amiga que se llamaba Dayana y era un año menor que yo. Según comentaba la gente, Dayana parecía una mujer de 20 años porque durante el embarazo la madre tomaba hormonas, también se decía que por eso tenía senos gigantescos. Dayana me hablaba de Bacuranao y de un novio que vivía cerca de la playa. Ellos se citaban en la parada del Camello para pasarse el día apretando en el río.
En mis vacaciones de sexto grado fui con Dayana a la playa, una playa a la que nunca más he vuelto y que mirándola en la distancia, desde la ventanilla de un carro, me huele a lo mismo que el verano del 2003. Bacuranao es una especie de playa churre en la que el mar y la arena contienen hedor a basura, terreno pisoteado e indiferencia. Antes de la expedición ya había comprendido que mi cuerpo era deseado, pero nunca antes había ido sola a la playa. La mamá de Dayana le pidió permiso a mi mamá, le dijo que iría con nosotras.
El novio de Dayana llevó a un amigo, no recuerdo sus nombres, no recuerdo llegar y caminar hasta la playa, aunque se me desdibuja el perfil de un muchacho, deformado por la luz del sol.
¿Quién no sabe lo que es el creampie?
Baste visitar el proyecto Commons y buscar términos como eyaculación masculina, orgasmo, masturbación, creampie, erección, sexo oral.
No pasó nada. Solo el olor vívido de la expedición y un aguacero final del que nos guarecimos en una caseta techada que concentraba la fetidez de la playa. De cualquier modo, con mi efímero novio sin rostro de Bacuranao, hice lo mismo que había hecho con Yoslenys, Youser, Kikito y Arnold.
No existía peligro en experimentar con la boca, ni en las playas, ni en los teatros, ni en las esquinas, ni en los cumpleaños de los otros “niños” cuando el estribillo retumbaba: “Bomba, para bailar esto es una bomba”. El aprendizaje no fue totalmente intuitivo; Yanet, la vecina de Centro Habana, dos años mayor, nos había explicado a mí y a los de la cuadra, en las vacaciones anteriores a la llegada de Dayana a mi escuela, que debíamos usar siempre la lengua, cerrar los ojos y morder suavecito.
Nunca cerré los ojos y detestaba usar los dientes, pero Yanet era precisa en sus demostraciones y exigía, como buena institutriz, un mínimo de respeto. Ella promovía el juego de la “botellita”. La botella en el suelo giraba y giraba heliocéntrica, se detenía y nos ponía a uno frente al otro para besar.
Primera ronda: piquito. Segunda ronda: rosquete. Tercera ronda: chupete. Algoritmo básico de los fluidos, la escuela de verano de mis once años con la sabionda vecina mayor y el bombazo vacacional del besuqueo infantil.
En el mes de julio le di besos de piquito, rosquete y chupete a uno de los trabajadores en la zapatería del primo de mi mamá. El muchacho me llevó al cuartico de los moldes de madera en desuso, y al tercer día de ir a remover los moldes, el zapatero comenzó a masturbarse.
Ese fue el único momento de las vacaciones en el que me asusté. Yanet nunca incluyó detalles más allá de los tres tipos básicos de besos, pasarían dos años antes de que explicara otras reglas y conjugaciones.
Cuando yo tenía 13 años, Yanet, me susurró un secreto para no perder la virginidad, la solución era tener sexo anal. El tiempo que Yanet invirtió en instruirnos para que esperara tanto por mi “érase una vez la primera vez” nunca ha sido agradecido como es debido. Después de la precocidad de entonces uno esperaría, mínimo, que la virginidad “santificada” se “perdiera” muy rápido. Fueron períodos de muchos juegos sexuales, apretones en rincones, escaleras de edificios, cajeros automáticos y romances intensos en los que el límite era el intocable himen.
De algún modo, bailando apretados y compitiendo para ver quién se meneaba mejor, se construye el paisaje de mi infancia/adolescencia mediante la sexualización de la infancia a partir de un tránsito irremediable.
Puede ser que no me afectaran trágicamente esos descubrimientos; son peripecias que traducen una mirada sobre mí misma muy contradictoria. Vecinos, amigos de la familia, hombres que se acercaban a mí y que no escondían su morbo, su lascivia. Esta Lolita que fui, era objeto de un deseo común, machos que se sienten con el derecho de mirar las caderas, las nalgas, los senos, el cuello y los ojos semiabiertos de la niña en transición.
Recuerdo exactamente cuando descubrí la masturbación. No sé qué tipo de dominación operaba en mi cabeza que al terminar me sentía culpable, sucia, como si debiera castigarme por autoconocerme. Quién o qué había puesto esa idea en mí, por qué no me cuestionaba besar y apretar y este momento íntimo me parecía abominable. Tengo memoria exacta de esa sensación de asco con la almohada entre las piernas.
Son las cookies, estúpido
¿Pero no cansa ya todo este enredo cubano? Uno está al día, sigue uno leyendo de vez en cuando lo que de allá llega, pero la sensación lostworld sigue ahí tentando nuestra paciencia.
Me insultaba cuando leía a escondidas los diarios de mi hermana adolescente; ella, siempre más radical que yo, (d)escribía sucesos semejantes a los míos, siempre ligados a sus vacaciones, en un mismo vecindario poblado por otra generación de niños y adolescentes eufóricos. Con el tiempo encontró el parque de G, centro educativo para el sexo y las drogas. Tengo la impresión de que algunas de las compañeras de aula de mi hermana, que ni siquiera iban a G y terminaron la secundaria con un hijo, pudieron ser Yanet.
En vez de hablar y contarle a mi hermana de las impurezas que viví vacacionando, juzgué rápido sus actos, insistí en moralizar su comportamiento. ¿Era mi hermana culpable de vivir y experimentar de acuerdo con una época en la que se atomiza el deseo sexual por todas partes? ¿Era mi hermana culpable de evadir sus carencias con ese cariño inmediato que viene de dejarse apretar, manosear, toquetear?
¿No sentíamos mi hermana y yo un mismo vacío, una pulsión incontrolable por saber lo que es sentirse deseada? ¿No padecíamos una culpa extraña que nos hacía invariablemente frágiles? ¿Éramos unas niñas bombas?
La caperucita roja, en su relato original, era una advertencia sobre la violación: el lobo era un hombre al acecho que reacciona provocado por una falda muy corta. Ante tremenda moraleja, me interesa enormemente la reescritura de la caperucita roja que es Hard Candy, la niña que ajusticia al pedófilo torturándole metódicamente.
Pienso en la defensa de Paul B. Preciado a la infancia de un niño queer, a una infancia sin violencia de género y sexo. Mi infancia estaba lejos de ser la infancia marimacha; pero todo me sucedió al mismo tiempo: la primera menstruación, la separación de mis padres y el nuevo cuerpo “de mujer” que resulté poseer.
Pienso en Tracey Emin hablándole a los imbéciles de Margate, culpables de que no llegara a ser bailarina. A los catorce años, Tracey se había acostado con muchos hombres del pueblo, los mismos que la abuchearon cuando intentó bailar en público.
Nunca fui niña puta, ni niña marimacha, ni niña boba: yo era una niña mujer.
Las niñas que vi en Australia, Jagüey Grande, con hijos en los brazos, me traumaron. Estábamos en la cueva y bajaban las pendientes rocosas cargando sin mucho cuidado a sus bebés. Le pregunté a uno de los cocheros si se trataba de hermanos, me dijo que no, que esa era su madre y que tenía doce años. Pisaban la piedra húmeda y no temían resbalar.
Las retraté y me miraron con una fuerza estoica: ¿yo quería una foto de las niñas madres o quería una foto de las niñas que pude ser yo?, ¿dónde estaban los padres?, ¿eran otros niños?, ¿quiénes eran? Las niñas que vi en Australia son idénticas a las niñas de otros pueblos de la periferia, son iguales a mí.
Las películas de Larry Clark desdramatizan las edades en las que fui Lolita. Relatos de una belleza y lirismo difíciles de conseguir en un ambiente de sórdida exposición de sexo, drogas y enajenación juvenil. Qué adolescentes más estúpidos, matándose y restregándose entre ellos, jugando un rol desobediente que prueba la absurda y vacía inclinación de este mundo a la hecatombe.
La estrella fugaz de Korla Pandit
Korla Pandit es pionero de un género musical que llegó a Cuba bautizado como Tiki, aunque también se llamó: Trancedance, Exotica, Polinesia.
La misma estupidez de mi época, de mis besos con lengua difusos, de las amigas que tuve y duraron un día, de aquella regla de oro para apretar o calcular el porcentaje de amor que sentían por mí, un bombazo de lenguas y botellas girando y girando.
¿Qué es lo justo, lo noble, lo puro? ¿Existe lo justo, lo noble, lo puro? ¿Existe una edad para ser tocado o existe la decisión de ser tocado de verdad por primera vez?
Mis días de Lolita, obviamente, pasaron. Para mi hermana son lugares remotos de su rebeldía; a veces reconozco en la noche a los emos que fueron su Yanet y su Dayana, aquellos amigos iniciáticos en la química del café con Omatropina (coctelito vacacional con éxito rotundo en Cuba).
¿Qué se hace con la pornografía hentai que los adolescentes cubanos consumen como vitamina? (esto me lo contó un adolescente que conocí haciendo una obra de teatro). ¿Qué se hace con los cumpleaños en los que después de cantar felicidades se pasa a danzar en un ritual de apareamiento infantil, un meneo duro que retumba en las paredes y en los cuerpos?
Una niña de dos años se menea en el suelo con ¿Y el anillo pa cuándo?, todos los adultos riéndose a carcajadas; se le dice, ponte en cuatro, y ella obedece. Me dan ganas de llevarme a la niña de dos años conmigo y evitar lo inevitable. ¿Qué es lo inevitable? ¿Antes? ¿Después?
En el asiento del camello, Dayana y yo viajamos hacia lo inevitable, destino Bacuranao. Nadie nunca ha hecho una postal de vacaciones en Bacuranao, y eso me llama mucho la atención, es como si Bacuranao no fuera un destino feliz.
Cientos de niñas casadas, comprometidas, vendidas como carne. Lolita se me desdibuja con la infancia cercenada de miles de niñas del Medio Oriente. La adultez prematura a fuerza de un casamiento a los 9 años en el Líbano. La adultez forzada por la pobreza. Yo redundaba en el placer del autodescubrimiento y a fuerza de culpabilidad me descubría en el hombre deseoso, trataba de demostrar algo que ahora no me queda claro. Pero los paisajes comparativos siempre son excluyentes, los cuerpos viven y actúan bajo la dominación, sirven a un dogma (in)visible.
¿Quién puede quitarle al verano su olor? ¿Los pasillos en los que nos adentramos? ¿Las manos y las bocas sucias por durofríos de guayaba secándosenos en la cara? ¿Las escaleras penumbrosas? ¿La saliva sobre la saliva sobre la saliva? Regreso de Bacuranao y por el camino no hago más que mirar al vacío cuando Dayana me dice al oído: acabo de perder la virginidad.
Ese es el último recuerdo que tengo de Dayana, no creo que la reconozca si me la encuentro. En ese momento me dio repulsión, la misma repulsión que me afectó más tarde al mirarme en el espejo. Yo estaba achicharrada por el sol, mis poros desprendían peste a mar, río verde, río cochino, río sin corriente. El papel con el teléfono de mi novio de Bacuranao estuvo guardado en una cajita durante años, lo conservé como un tótem. Si me esfuerzo, quizás logre recordar el collar de cuero apretado, una blusa rosada, las sandalias con flores azules, la manilla de plata y los anillos del Parque Lenin.
También recuerdo que a la semana siguiente ya lo había olvidado todo o esa misma noche, después de acostarme con mi mamá y su gata, el olor de Bacuranao se me terminó borrando. Mirando a mi mamá dormir yo seguía siendo esa misma niña tan perdida como siempre, aburriéndome, adiestrándome en los efectos salivales de piquitos, rosquetes y chupetes.
Todas las vacaciones apestan a Bacuranao, su vaho épico, entre el escozor de un piercing falso y lo inefable que era sentirse niña mujer. Al mirar el perfil de Instagram de Millie en julio, no puedo pensar en otro momento.
“Hablo por mi obra y por mi desacato, y sé que debo asumir las consecuencias”
Una conversación con el escritor Norge Espinosa a propósito del movimiento LGBTIQ en Cuba y los acontecimientos del pasado 11 de mayo.