Politrauma

El fingidor epiléptico

En la entrada del hospital es sacado de la patrulla un hombre que convulsiona.

—Ese está fingiendo —dice el médico a mi lado.

El médico y yo admiramos la secuencia desde la cima de la rampa. La camilla sale de súbito, los policías cargan al hombre.

La llegada a Urgencias transcurre según los protocolos del Hospital Fajardo. El suceso tiene su solemnidad; a pocos pasos ha sido enunciada la hipótesis: esto es un montaje, una buena actuación, una película de ficción para salir de la unidad policial.

Mientras, un enfermero fuma. Su nasobuco en el cuello, el cabo interminable en la mano derecha. Es un cigarro hospitalario, contiene la atmósfera de los salones de emergencia, que son la quietud prolongada; apesta del mismo modo que apesta la carne cuando nos quemamos superficialmente todo el cuerpo. Es el fervor de la muerte absoluta en la carne y el cabo.

El enfermero fuma en silencio.

Cabo de cigarro imperecedero, verso para un poema referido al no tiempo que es toda Cuba. Podría ser el primer cigarro de la guardia, o el último. No se sabe.

El humo y la rampa se me confunden en un mismo espejismo: ¿por qué me toca ver todo esto?

Yo todavía no me he prendido fuego, no he ido al teatro. Soy una observadora fervorosa: ¿Esta escena es la normalidad? ¿Ese cuerpo temblando? ¿Este lugar?

Para vigilar al epiléptico, al falso epiléptico, observamos inmutables.

—Ese no es ningún epiléptico, mi niña —me dice el médico.


Politraumatismo electoral

Estamos en politrauma, en la consulta de quemados.

La enfermera y yo, politraumatizadas con las elecciones en Estados Unidos de América, iniciamos una falsa representación: la ficción carnavalizada de las curas.

—Échese bien el cloro, vamos. Póngase las boticas de tela, vamos. Mira que estás dañada. Ay, niña, mírate esa cara. Ojalá que no salga Trump.

—Ah, no sé, tengo un presentimiento, ese no va a salir, aunque al mismo tiempo no veo por qué no vaya a salir.

—Yo creo que va a salir. Mi hijo, que vive allá, dice que no va a ir votar.

—Ah, ya, ¿pero por qué?

—Porque dice que aunque no vote por él, igual va a salir.

—Su hijo es un pesimista. Su hijo se equivoca.

—Hay un video de un señor que grita: “Yo me he resingado trabajando para que ahora los comunistas de pinga estos vengan a acabar con la democracia”.

—Pero por qué, a ver, ¿por qué su hijo no vota por Biden? Normal, puede elegir, ¿no? Si no le gusta Trump y sabe la diferencia entre fascismo, comunismo y partido demócrata, ¿por qué no vota por lo que cree mejor y punto?

—No tiene ganas. A diferencia de mi hijo, el viejo que grita tiene un apetito atroz.

—Va a salir Biden, o no sé, yo pensaba que iba a salir, estaba segura, hasta hoy. Ojalá que no salga Trump, que está loco.

—¿Tú sabes por quién yo votaría? Por Kamala.

—Lo mismo que yo.

—Déjame verte el cuerpo. Gira. Mira las pestañas como las tienes achicharradas. A ver. Mira para allá. Sin pelos, te quedaste sin pelos.

—Trump es la causa de todos los males.

—La humanidad es la causa de todos los males de la humanidad.

—Ah, pero qué agradable Kamala conversando con Lizzo, es superlinda.

—¿Qué cosa es Lizzo?

—Una cantante que es activista afrodescendiente, y que quiere ser recordada por su inteligencia, su belleza y sus celulitis. Es hermosa.

—¿Me puedes poner algo suyo? Aquí en Cuba eso no ha llegado.

—Te puedo poner la conversación que tuvo ella con Kamala. Kamala ha tenido diálogos con un montón de artistas, todas mujeres. Yo me he descargado esas conversaciones.



—Ay, no, mi niña, yo lo que quiero es escuchar una canción bonita.

Estamos en politrauma, lo que quiere decir que hay muchas afectaciones en el cuerpo. Ya no es solo la quemadura superficial, sino una idea de destrucción general que recorre todo: piel, vellos, cuero cabelludo y órganos fundamentales. La política y la sala de politrauma tienen en común esa abundancia: un creciente estado de epidermis magullada, perforada, ampollada…

Veo mis pellejos pudorosos colgando de la cara, como una máscara. La piel se me va deshaciendo.

Ahora se escucha Boy. Entre ella y yo, acompasadas mis rodillas y las boticas de tela con la canción de Lizzo, toda mi memoria desaparece.

No importa lo lindo que suene Boy. No importa que la enfermera y yo no intercambiáramos otra palabra que no fuera: nombre, edad, quítese las vendas. En la consulta fría, me imaginé que ella y yo (equivocadísimas, claro) podíamos hablar honestamente sobre los males de la humanidad.

Nos imaginé en un escenario.

En medio de la consulta, el hijo le manda un mensaje de voz, le dice: “Mami, no jodas más, yo vivo en América, pero me resbala la política. Tu problema es con tu presidente”. Esto hace que ella respire hondo y que confunda mi piel con una cáscara que debe remover sin cuidado.

Aun así, pensaba que nos conocíamos desde hace mucho tiempo y por eso sabíamos qué decirnos sin compadecernos, estábamos claras sobre la diferencia entre una marca dérmica y una marca política.

Politraumatizadas como estábamos, qué otra cosa podíamos hacer que quedarnos en silencio. A fin de cuentas, nosotras sabíamos lo que sucedería, mucho antes de la votación.


Bruñendo el metal

Me creía capaz de reconocer a un auténtico epiléptico. Mi madre es una auténtica epiléptica, tanto como lo fue este fingidor ante mis ojos.

¿Desde qué valor de verosimilitud aprenderé a hallar las diferencias? ¿Cómo podré mirar un cuerpo?

En la convulsión hay un detalle que no se puede fingir: son los músculos, la tensión no simulada de todo un cuerpo.

Estas escenas rutinarias, hospitalarias, están ligadas a una experiencia muy concreta. Quizás debí comenzar por ahí.

El inicio es la tensión del cuerpo en Zona de silencio, un cuerpo que no simula o pretende una acción. La tensión de una herida, lo esquivado, son gestos naturales, forzosamente cumplidos en un perfomance en escena. Mariela Brito atraviesa la alambrada (la instalación es un jardín que hiere), explorará una enredadera de púas que es la epifanía del domingo de cuarentena que compartimos.

La noche anterior al performance vi a aquel epiléptico llegar a Urgencias. La noche del performance de El Ciervo Encantado fue la noche del incendio; al día siguiente, las curas. El performance en escena se acomoda entre estos hechos, se imanta con el todo: la supervivencia y el cuidado.

Mariela Brito se levanta de su silla, se desnuda e ingresa al campo minado. Es un umbral muy marcado. Desvestida, atraviesa el terreno, ese “jardín de las delicias” iluminado con bombillas, rodeado por espectadores, cuerpos politraumatizados también.


Zona de silencio

Al esquivar el alambre, la actriz desentierra: desenterrar es un gesto puramente gnoseológico. Con las manos, los brazos alargados, la imposibilidad de un movimiento terso, exhumará las palabras.

Antes de adentrarnos en la sala del teatro de El Ciervo Encantado: cloro al 70 % en las manos, rostros semicubiertos y distancia física. Estoy segura de que estos rituales tienen un efecto no previsto, lo contextual no regulado resignifica el convivio. Las marcas de una pandemia son la contingencia de la vigilancia, la síntesis de lo que esa máscara significa: no hablarás.

La abstención de hablar quizás sea tan solo un principio; creo más en la idea de un silencio diáfano, ese al que hacía alusión María Zambrano. Regulados por ciertos protocolos, asistimos al silencio diáfano de la acción.

¿Qué relación guardan la entrada de Urgencias de un hospital, la consulta de quemados en politrauma, la conversación imaginaria de dos mujeres en torno al proceso electoral en Estados Unidos y Zona de silencio?


Zona de silencio

Erika Fischer-Lichte respondería que se pretende interconectar a partir del “carácter de representación teatral de la vida humana y de la realidad cultural”. Quizás, como en toda pregunta retórica, de lo único que me atrevería a hablar es de la extenuación. Espacios otros, extenuantes, que aun así son una síntesis autónoma del desgaste que les rodea.

Otra respuesta sería la definición que Foucault nos legó de heterotopía: “impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos”. Espacios heterotópicos desde los cuales observar y ser observados: contra-espacios.

Las múltiples capas y consecuencias de un fin de semana en Cuba caben en esa pregunta. Llegamos a estos lugares físicos para ser escrutados, el gran teatro de la heterocronías.

Los teatros han empezado a dar funciones. Eso está bien, muy bien, sobre todo si se contrasta con un mundo precarizado y dañado por la emergencia sanitaria, y un país que también lo está, pero que ahora tiene toda una programación teatral. Los escenarios invitan a la “nueva normalidad”, y esa efervescencia es sumamente sugestiva.

Las proclamas, consignas o axiomas desenterrados y exhibidos a lo largo de Zona de silencio son urgencias programáticas en las luchas y el activismo político; emergen ahí las injusticias que la pandemia ha evidenciado y empeorado.

Hablamos de violencia policial, violencia de género, indigencia, corrupción…

¿Hacia qué “nueva normalidad” de fin de semana (como el teatro) volvemos?

En Arqueología de la piel hallo la pulsión necesaria: “bruñendo el metal del lenguaje gastado”. Se me antoja pensar que el acto descrito en esa frase de Severo Sarduy contiene los procedimientos de investigación-creación que El Ciervo Encantado ha construido durante 24 años.

El cuerpo resiste en un gesto que no busca pulir, sino sacar el escalpelo de ese “bruñendo… lenguaje gastado” ad infinitum. De las máscaras al testigo, la cubanosofía, la intervención pública; del dolor musical, literario y cultural, al cuerpo imponderable. Esa gastadura hallada no solo en una piel que muda y muda, sino en las velocidades íntimas por las que el lenguaje es afectado por la realidad.

En Arrivals, me conmovía el silencio reflexivo que dejaba cada testimonio, en un recorrido por el que los otros hablaban a través de la performer: la historia de la migración cubana en lo micropolítico, el horror de la Operación Peter Pan y el terror de los actos de repudio. Un largo silencio ceremonial por quienes padecieron.

En Zona de silencio está el silencio taxonómico, crítico, un silencio aullido. Busco dilucidar cómo funciona esa acción recordando el atractivo de la feria de Gibara: la rata de laboratorio es metida en una caja giratoria, el “domador” hace que gire, la rata sale mareada y se mete en una caja vacía. Formando un círculo alrededor de la caja giratoria, esperamos un premio: si alguien apostó a esa caja y la rata cae dentro de ella, se ganará una lata de refresco o un paquete de galletas.

El silencio crónico al que parecen ser convocadas las demandas de la sociedad civil (la violencia de género, la causa animalista, la libertad de expresión, la violencia policial y la censura), puestas a girar con ratas de laboratorio dentro.

De algún modo, los espectadores asistimos a Zona de silencio con las pocas utopías que tenemos. Al final somos invitados a escribir las palabras que creemos ausentes, podemos “poner el cuerpo” a esas demandas. Si en la feria el premio es el egoísmo de la apuesta, en la heterotopía de El Ciervo Encantado es la voluntad transformadora de los cuerpos.

Nelda Castillo mantiene la “estridencia” del laboratorio artístico, de la experimentación e investigación. Desenterrar como salvación, como responsabilidad. La moderación de Mariela Brito en esa tosca alambrada es también su coraje: bruñendo lo silenciado con las uñas y los dedos. Su paso no es una cautela cómplice, es una cautela ritual. Esparciéndose entre la púa y el círculo enredado, crea un trayecto vivo. Ese tótem, esa máquina de herir, oculta voluntades de cambio. La actriz cuidaba ambiguamente la instalación: el cuerpo cuida de no destruir, burla la estructura y revela lo que el polvo y la piedra no pueden frenar.


Recuperando la “normalidad” en tres escenarios

A la entrada del hospital, ante el proceso electoral en Estados Unidos, ante lo que me afecta, a veces me inmovilizo. Después del estatismo viene la acción, la necesidad de deconstruir, la quemadura.

En Zona de silencio el espectador es testigo: interviene y glosa lo que cree necesario vocear; sobre todo, lo que puede decir en un espacio de complicidad.

Termina la performance y no escribo ninguna palabra.

Durante la pesadilla de las curas, dejo de pensar en Kamala y en Lizzo (pareciera que no tienen nada que ver).

El falso epiléptico, el fingidor, es recostado en la camilla y para de moverse (pareciera que no tiene nada que ver).

Posesa, saco la rata del juego y el apostador me golpea con un palo en la sien. Caigo al suelo. La rata se aleja corriendo hasta las cañerías.

Las ferias de atracciones son lugares tan heterotópicos como esquizoides. Mi cabeza, ese fin de semana, como otro día cualquiera, es un hervidero de lo inconciliable (siempre pensando en las madres y los hijos, los hijos y las madres, los cabos de cigarro interminables).

Estoy en Zona de silencio rodeada de politraumatizados. Afuera: el miedo, los enemigos que dicen la verdad, los enemigos que buscan enemigos, los oportunistas que mudan la piel a conveniencia, los que arremeten contra quien habla de democracia, los que no saben qué cosa es democracia, los inmóviles, los histéricos, los cederistas, los que militan en el extremismo.

Esta columna no sigue el patrón inalterable de un resultado electoral. Es un cigarro hospitalario, una historia giratoria. Bruñir con El Ciervo Encantado, gastadura de lenguaje, rigor creativo, refugio.

Aquí estoy, recupero la “normalidad” en tres escenarios “anormales”, aquellos silencios en los que se yuxtaponen el presente esquizo y la interrogación por el futuro (precario, que no tiene nada que ver).

Hoy el mundo cambió por las elecciones en Estados Unidos de América. Un cubano, así, porque sencillamente no tenía ganas, no fue a votar.

He visto a Mariela Brito temblar, retroceder, esquivar, desenterrar y no parpadear.

Ella ha venido a la consulta, me ha puesto sus manos en la cara, ha recogido la gasa y los restos:

—Pondremos esta palabra, la foto de la rampa, la del epiléptico y la enfermera, todas estas fotos. Pondremos esas voces aquí, las protegeremos. Aquí estarán a salvo.




Ya no puedo sentir mi cuerpo - Martica Minipunto

Ya no puedo sentir mi cuerpo

Martica Minipunto

Todo lo que he conocido, primero en la literatura, después en el teatro y el cine, se torna una puesta en escena del horror que todavía no puedo traducir en palabras. Es presenciar cómo se discrimina y se deshumaniza; y cómo la violencia de género es tangible allí: mujeres, madres, ancianas, artistas, periodistas, intelectuales cubanas.