Comenzaba la última década del siglo XX y con ella mi carrera como científico. Atrás quedaban los años en Jovellanos, lugar perdido de la geografía cubana, donde el niño que entonces era soñaba con laboratorios y descubrimientos. Culminaba mis estudios universitarios y me aseguraban un futuro “luminoso” en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, flamante templo de la ciencia isleña conocido por sus siglas CIGB.
“Para que Eduardo no se quede trabajando con nosotros tiene que tirarle una piedra al espectrómetro de masas”, dijo el funcionario de turno, asegurando que, una vez terminada la tesis, la ciencia cubana me haría un lugar en su buque insignia. Allí hacía mi tesis; allí entraba a las 10 de la mañana los lunes y salía pasadas las 6 de la tarde los sábados. Allí, entre experimentos y experimentos, dormía.
Juro, si es necesario por la bolsa del canguro y los cubanos me entenderán, que en mi vida no he lanzado ni un guijarro. También confirmo que el rutilante CIGB me cerró a cal y canto sus puertas y con ello se intentó borrar mi proyecto de vida: ser científico.
La pedrada al espectrómetro de masas, equipo de lujo y culto por aquel entonces, no fue lanzada. En su lugar, una simple pregunta creó el caos y quien escribe fue catapultado hacia los bajos fondos de una sociedad tan clasista como hegemónica, a pesar de que de ella se diga lo contrario.
Para no aburrir con detalles, solo cuento que a un físico gracioso, devenido biólogo y con futuro brillante, se le ocurrió hacer mofas sobre la comida. “Hoy en el comedor la soga sabe a bacalao”, fueron sus palabras y su sentencia. “Hay que botar —echar para los no-cubanos— a quien osa criticar la comida que con tanto esfuerzo se les proporciona a los científicos”, rezaba la sentencia. “Científicos que trabajaban entre 10-16 horas diarias a cambio de un salario ridículo”, olvidaron añadir.
Como consecuencia de aquel desafortunado sarcasmo, se acordó castigar al científico criticón apartándolo de su prometedora línea de investigación. El rebelde de aquel entonces se me subió cual santo en toque —otra vez los cubanos me entenderán— y vociferé que aquello era una locura.
¿Mis argumentos? No había cometido un error científico, no había atentado contra la ciencia ni ejecutado un crimen contra la sociedad. La pedrada me rebotó rompiéndome no la cabeza, pero sí los sueños.
Entonces vino el peregrinar. Con el título bajo el brazo, unos conocimientos adquiridos y la experiencia de haber realizado mi tesis en el sitio puntero de la ciencia cubana, me dirigí a cuanto centro de investigación conocía.
“Por supuesto, eres bienvenido”, eran las palabras luego de la primera entrevista. “No tenemos lugar para ti, ya te avisaremos”, decían al día siguiente, sospecho que luego de algunas averiguaciones.
“¿Ya te avisaremos?”, pero si no tengo teléfono, pensaba y no decía. Ya había hablado demasiado.
Pasó el tiempo y hasta un águila por el mar. Mi futuro era renunciar al sueño, dejar la capital, volverme a la tierra colorada que baña Jovellanos, sin laboratorios ni descubrimientos. Mas ese no era yo.
A insistente, nadie me gana. Me enfrenté a todos, exigí que me dijeran a la cara cuál había sido la piedra lanzada, a quién le había roto la cabeza. Entonces vino la redención: trabaja gratis unos meses en un centro de segunda, entonces veremos si vales.
Expié la culpa, mi gran culpa, la súper culpa. Me convertí en el científico disciplinado que hacía sus experimentos de acuerdo con el Manifiesto de aquel dúo anglo-germano: hablo de Engels y Marx. Todo dentro, nada fuera de aquello que llamaban revolución, ¿o era involución?
El plan funcionó, mi expertise brilló, mi contrato llegó y tiempo después una beca para Madrid me llevó al cielo. “De Madrid al cielo”, siempre dicen y tienen razón.
¿Qué habría pasado si aquella piedra metafórica no hubiese salido disparada? Seguro estoy que otros pedruscos hubiesen sido lanzados. Tarde o temprano el rebelde chocaría con la involución, ¿o era revolución?
Es conocido que Cuba, esa pequeña isla del Caribe, ha generado una cifra significativa de científicos. Es muy probable que funcionara el sistema de selección de aquellos a quienes se nos formaría en las áridas disciplinas científicas. Algo que también ocurrió en los campos de la danza y el deporte. ¿Y luego?
Luego siempre el éxodo.
Una de las razones principales detrás de la migración de científicos cubanos es la falta de oportunidades y recursos en el origen. A pesar de que la Isla de las Metáforas —así la llamo— inicialmente invirtió en selección, educación y formación, la realidad es que el país enfrenta limitaciones económicas y políticas que dificultan el desarrollo de la ciencia y, en general, de todo proceso creativo.
Aunque, insisto, lo fundamental está en la libertad. Esa palabra tan denostada, masacrada y mal usada en estos nuevos años 20. No me puedes enseñar a volar y luego decirme que no existe el cielo.
La búsqueda de libertad académica y expresión es fundamental en cualquier labor creativa. En un país donde el gobierno controla gran parte de la vida pública y privada, los científicos enfrentan restricciones en sus investigaciones y en la divulgación de sus resultados.
La posibilidad de trabajar en un entorno más abierto y democrático es un atractivo importante para aquellos que desean explorar y compartir sus conocimientos sin temor a represalias. Y esto, digan lo que digan y quien lo diga, no es posible en la Isla de las Metáforas.
En aquellos años de mi tesis habanera, justo antes de la “no-pedrada”, varias veces asistí a las imposiciones “de arriba” en proyectos de investigación. “El Comandante quiere que hagamos algo con el material genético de Ubre Blanca”, decían, y allí iba un grupo de investigación a buscar qué hacer con el ADN de aquella vaca súper productora de leche.
“El Comandante habló con un científico extranjero y le dijo que el futuro está en estudiar los interferones”, entonces toda una pléyade de investigadores fue puesta a clonar, expresar y aislar interferones, ya veremos luego para qué sirven. Está claro que cuando digo Comandante me refiero a Fidel Castro, ¿no?
Es probable que, con cierta lógica, se pueda pensar: “un presidente de gobierno interesado por la ciencia es un lujo que no tenemos, por ejemplo, en España”. La cuestión está en lo que sucede cuando ese “interés” se vuelve intromisión, dirección y hasta pedrada cuando, en el último caso, un individuo dice lo que piensa.
No voy a negar que el éxodo de científicos cubanos es un fenómeno complejo y multifacético, que no solo está impulsado por la búsqueda de oportunidades, recursos y libertad académica. Esto daría para varias tesis doctas en universidades excelsas.
Por lo pronto, creo que, a pesar de las dificultades a las que se enfrentan los científicos cubanos para abandonar su país de origen, todo ello sazonado por castigos, pérdidas personales y otros sinsabores, hemos sido y somos un ejemplo de resiliencia.
Siempre me pregunto: ¿Si no hubiesen sido tan miopes en qué lugar estaría hoy la ciencia cubana? La respuesta no existe. El pasado no es posible cambiarlo.
© Imagen de portada: Fidel Castro en el Centro Nacional de Genética Médica, con el Dr. Juan C. Dupuy Núñez.
‘Alcántara’
La Pequeña Habana no se parece a San Isidro y la Calle Ocho no tiene nada que ver con Damas 955. Pero el viernes pasado, cuando fuimos a ver a Luisma, San Isidro y la Pequeña Habana dejaron de ser nombres para acogernos en la Cuba del futuro.