La duda

Desde niño me intrigó el hecho de que varias generaciones tuvieran por guía espiritual un texto escrito hace un par de milenios. Ya en mi juventud universitaria habanera y con la organización mental que me caracteriza, busqué en mis repetidas lecturas de la Biblia un mensaje para el pichón de científico que en aquel momento yo era. 

Varias veces y en el estricto secreto que suponía una lectura mal vista, escudriñé cada arista del Antiguo Testamento para encontrar alguna clave. Me hubiese conformado con un “la vida son dos serpientes que se retuercen entre sí” o “no podrás competir con un rayo”. 

La primera, dando a entender que la existencia conocida tiene su base en dos hebras de ADN que se entrelazan; mientras que la segunda se referiría a la imposibilidad física de superar la velocidad de la luz. 

Mas no fue posible, no encontré ningún mensaje claro para mí. En algún momento tuve como proyecto retomar mi pesquisa usando una versión en hebreo o quizá en latín del sagrado texto. Ya sabemos que las traducciones suelen ser versiones libres y las sutilezas se pierden en el camino. Al final, desistí. 

Con los años me fui rodeando de colegas científicos donde predominaba el ateísmo o, como mucho, la simpatía con un sentimiento agnóstico. Sin embargo, cuando me salía del club, la diversidad se expandía y las discusiones desde puntos de vista divergentes se fomentaban. 

Según algunas estadísticas que habría que tomar con precaución, 80% de la población mundial declara creer en algún Dios —en números absolutos, alrededor de 4 000 millones de personas—; 12% supone la existencia de un gran poder, aunque no se lo asigna a una deidad; y entre el 8% y 10% dicen ser ateos. 

Estas cifras cambian drásticamente cuando vamos a la comunidad científica: en este caso, 15% reconoce la existencia de un Dios frente al 81% que niega cualquier tipo gran poder. 

Es curioso que el sentimiento religioso va disminuyendo con la edad entre los científicos, aumentando significativamente el ateísmo puro en mayores de 65 años. 

Sin estadísticas disponibles para sentar cátedra, me aventuro a decir que justo lo contrario ocurre en la población general. De hecho, fue una gran sorpresa percatarme que la gran mayoría de aquellas personas conocidas durante mi infancia y juventud en la Isla Metafórica, es decir, Cuba, aunque educadas en un absoluto ateísmo, devinieran devotas de alguna religión, en especial del catolicismo. 

Reconozco que he sido un febril defensor de la ciencia como única vía para explicarnos el universo y las relaciones sociales. Más de una vez lo justifiqué a conocidos y amigos con una sencilla sentencia: “No necesitamos a un Dios para estar acompañados, entender el universo, ni vivir”. 

Todo ello muy alejado de doctrinas “revolucionarias” o catecismos fidelistas y siempre cuestionándome la existencia desde la más pura visión científica. 

Imaginarás que estas aseveraciones tajantes me han granjeado varios malentendidos y alguna que otra descalificación. Mas mi consciencia se lustra con el hecho de haber leído no una, sino varias veces el sagrado libro que muchos mencionan, pero pocos han estudiado en profundidad: la Biblia. 

Dejando los números a un lado, vayamos a las preguntas esenciales, esas que nos planteamos cuando estudiamos filosofía. ¿Qué haría un Dios para recordar su existencia a su creación? 

Esta interrogante me ha perseguido toda mi vida. Poco a poco y luego de mucho pensar, llegué a la conclusión de que, de ser Dios, dejaría mi impronta en lo ínfimo y lo enorme. Mi firma saltaría a la vista de quien no me buscase, pero intentara revelar los secretos de la naturaleza. 

Ahora es cuando viene la duda que hace tambalear mi ateísmo casi furibundo. Esa vacilación en mis principios tiene forma de número, un número irracional: te hablo de pi

La archiconocida cifra se define como la razón entre la longitud y el diámetro de una circunferencia. Pero sabemos que es mucho más que eso. Este número infinito aparece en las relaciones matemáticas que describen procesos del mundo cuántico y también en las proporciones astronómicas; en otras palabras, es una impronta en lo ínfimo y lo enorme. 

Por citar, el período de oscilación de un péndulo depende de dos veces pi; cuando estudiamos la probabilidad de ocurrencia de un evento y establecemos una función para describirla, sale el número pi; en las llamadas series infinitas, pi es protagonista; y así, un largo y abultado etcétera. 

Confieso que aquí la duda me embiste, arremete contra la línea de flotación del buque que alberga mis principios. Luego analizo y busco el razonamiento que intenta explicar la sinrazón. Debo admitir que otros científicos han tenido un proceso similar. 

He aquí mi regalo por Semana Santa: un titubeo que encuentra su lugar en el centro del raciocinio. No todo es blanco y negro, existen los tonos grises y somos más sabios cuando cuestionamos las bases, siempre desde la lógica.


© Imagen de portada: Número Pi.




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El hombre de los pezones tatuados

Abel Fernández-Larrea

Ziggy Stardust se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido: “¿Puedo tocarla?”, le dijo Alice con cara de angelito pícaro.


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