Una columna de luz atraviesa la tromba de humo y cenizas. Brota desde un agujero. Enorme, infernal. El haz parece clavado en el cielo nocturno. Mientras batallan contra el incendio, algunos hombres se deshacen en chorros de vómito. Muchos ya tienen la piel rojísima, plagada de ampollas y llagas; medio desfallecidos, serán cargados en camillas por otros a punto de caer también. Son, literalmente, muertos vivientes.
La alta dosis de radiación los irá liquidando. Era de madrugada, era abril de 1986, y los bomberos sentían en la boca un “sabor metálico”. Había estallado el reactor número 4 de la Central Nuclear de Chernóbil.
Las imágenes persisten en mi cabeza tras acabar de ver Chernobyl (HBO, Sky, 2019). Más allá de la ventana de mi cuarto se ensancha la apacible madrugada, tan sosegada como la del 26 de abril en Prípiat.
Parece inverosímil, pienso, lo que narra esta miniserie donde conviven personajes reales con personajes de ficción, buena parte de ellos aniquilados por el paso lento del cáncer y/o el peso letal de la política. Respiraban, hacían cuanto podían. Digamos que, medio vivos, caminaban.
No a la manera de los zombis de The Walking Dead, pero sí, de todos modos: gente muerta.
“I see dead people”
No es poca la distancia entre los sucesos narrados en Chernobyl y la filmografía analizada por el narrador y ensayista Alberto Garrandés en Señores de la oscuridad. El gótico en el cine (Ediciones ICAIC, 2018).
Sin embargo, esa distancia se reduce, por ejemplo, en algunos momentos de la intensa relación —que recorre parte de la espiral de horror, fluidos, miedo e incertidumbre tras el accidente nuclear— entre una chica y un bombero, trasladada a la miniserie a partir del libro Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, de Svetlana Alexievich.
Y la distancia se contrae todavía más cuando voy al final del libro de Garrandés. En una autoentrevista, el autor dice: “hay una frase, dicha por el niño Cole Sear, en The Sixth Sense, que siempre me ha parecido estremecedora: I see dead people”.
Y al inicio, en el prólogo, Alberto Garrandés consigna que “Señores de la oscuridad es una obra de índole reflexiva, pero usa los modos y los términos de esa ficción representacional que surge cuando comunicamos un sobresalto o un impacto estético cuya fijación termina de imponerse en el diálogo”; que su libro es “una guía de viaje o una especie de brújula para aquel que, estremecido, perciba en esas sombras una revelación que iría de lo bello a lo sublime, o viceversa”; que anhela definir “el significado del gótico para el cine y su significación en tanto proceso de figuras, actos, personajes y palabras”; y que, lo mismo en la literatura que en las artes, precisa, “el centro del gótico se encuentra, definitivamente, en el secreto”.
¿Qué más puedo añadir en este afán de juntar y proponer claves de lectura?
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Lo inhumano, la bestia
En Señores de la oscuridad, Garrandés se prodiga comentando singularidades de personajes más o menos icónicos, conflictos y escenarios. El recorrido comienza en los orígenes del gótico en la literatura y el cine, e incluye variada información sobre directores y escritores. No obvia a Cuba: Molina´s Ferozz (2010), Verde verde (2012) y Sangre cubana (2018) también comparecen en sus páginas.
Clave en esta ruta crítica es, en mi opinión, Let The Right One In (2008), del sueco Tomas Alfredson. En esta película hay algo más que un regreso al mito vampírico. Se nos recuerda que un vampiro entrará a un hogar solo si pide permiso y si el morador lo permite, pero lo que dejamos entrar aquí es una historia de amor entre dos niños.
Oskar es uno de los protagonistas; el otro no es exactamente una niña: dos siglos atrás, Eli fue un varón al que castraron. Oskar debe lidiar con el bulliyng; Eli será quien lo libre de sus victimarios. Oskar, niño curioso y enamorado, quiere ver a Eli desnuda y, movido por el deseo, aprovecha el momento en que esta toma una ducha.
La escena, concreción de una transgresión y de un goce, sitúa al espectador y a Oskar en un punto donde ciertos paradigmas habrán de repensarse. El niño ve el pubis de Eli. Para Garrandés, “en ese pubis está la marca de lo inhumano: en lugar de la verticalidad de los labios mayores, lo que encontramos es una difusa cicatriz transversal […]. Es un pubis bestial, animalizado”.
En este libro, no solo interesa la fábula de la bestia más o menos humana movida por el miedo, la ira, el amor imposible. Sangre, baba, sudor, lágrimas: no son esos los únicos fluidos corporales que emanarán de los cuerpos “reunidos” por el autor.
Fluidos y funciones del crítico
Señores de la oscuridadse ubica en esos protocolos de lectura que han movido los deseos de Garrandés a lo largo de su obra. Lo he visto desplazarse por el Eros y el Tánatos como Alberto por su casa; es decir, en la ficción, en la poesía y en la crítica cuando el cuerpo deviene espacio único o múltiple: patria, templo, cadalso, parque de diversiones, falansterio, sepulcro y teatro de operaciones.
En lo concerniente a la crítica cinematográfica, Señores de la oscuridad es otro instante en el análisis del cuerpo y el erotismo que viene de sus libros anteriores: Sexo de cine (Ediciones ICAIC, 2012) y El ojo absorto (notas sobre el cuerpo en el cine) (Ediciones ICAIC, 2014).
Alberto Garrandés acoge en un solo cuerpo, el suyo, varias funciones: la máquina que hurga, la que observa y asocia, la que se funde incluso en el doble acto del placer y el goce, y la máquina analítica que procesa y se instaura como origen de un posible vector a partir del cual habría que repensar y/o revisitar no solo las películas analizadas, sino también la (com)penetración de los cuerpos.
En Sexo de cine no hay únicamente sexo y cine, es decir, filmes en los que el sexo detona de maneras disímiles, o un tipo de sexo “que solo existe gracias al cine y su condición de artificio imantado dentro de la cultura”. Su lectura es la invitación a una aventura donde no solo se recorre una ruta, porque el lector, a la par, podría elaborar el mapa personal de un territorio donde se ejecuta o fluye el amor, el deseo; donde se instauran los símbolos o construcciones simbólicas que el individuo ha ido creando y modulando en su devenir: el “Imperio de los Sentidos”.
Una tarde en el interior de un caballo muerto
La sala Charlot es el interior de un animal putrefacto. La temperatura es fría y huele mal. Como un caballo muerto.
Si en Sexo de cine la mirada se detiene en el instante donde el individuo arriba al sitio en que verdaderamente se expande y llega a mostrarse en su real magnitud e intensidad, en El ojo absorto lo colimado es “el asunto del cuerpo, la mirada que lo conforma y deforma, la luz que lo visibiliza y oculta en la obnubilación, las ideas que lo transforman en espacio, en espacio-objeto, en océano para la inmersión, en estancia del misterio, en convención anómala y en máscara proteica del yo”.
Del thriller al drama, sin dejar fuera a vampiros, mujeres fatales, tullidos y gordas, la mirada “se abstrae, se enfrasca, se suspende y se embelesa” en los cuerpos. Es el acto de observar en el espacio de la ficción, es decir, cómo se construye y constituye tanto el soma como sus nociones del bien y el mal, de lo ético y lo moral, cuánto cree saber del deseo, la culpa, el pecado y la espera.
Acciones y discurso; Eros y Tánatos transcurriendo frente al lente. También es el acto de mirarse, de propiciar un desplazamiento, de observarse en tanto cuerpo analítico y crítico.
El autor es una suerte de voyeur que pone mucho de sí, de sus deseos e imaginación, en las escenas analizadas: parapetado en cierta invisibilidad, viéndose a sí mismo en el otro cuerpo violentado por la mirada.
En El ojo absorto se transita por el cuerpo emplazado en los predios de la violencia que se gesta desde lo humano o fuera de sus límites; es decir, entre gente común, o por homúnculos y bestias. Es el acto de adentrarse en el cuerpo tiránico y el sometido, en la víctima que llega incluso a instituirse brazo ejecutor de la tortura física y psicológica y, por supuesto, en el sometimiento del tiranuelo.
Sea cual sea el espacio donde se agrede y avasalla al cuerpo, en la filmografía analizada por Garrandés, al parecer, sobrevive lo humano.
¿Aceptar el mal como parte de nuestra condición? ¿Aceptarlo e impedir que contamine el escenario de vida en donde ejecutamos, de manera intercambiable, roles protagónicos o secundarios?
La ley del deseo
La respuesta nos devuelve a Señores de la oscuridad y, de paso, nos sitúa ante otra interrogante: ¿el cuerpo y el sexo son inherentes a lo gótico en el cine tanto como el horror y la sangre?
El autor afirma que “el Gótico trabaja con verdades psicológicas universales, y esa es la razón por la cual no está sujeto a cambios históricos, sino más bien a innovaciones, trueques y mudanzas modulares, a variaciones que insisten en la inamovilidad de ciertos rasgos de la conducta, la mente, la imaginación y la idea del Bien y del Mal”.
Si aceptamos la cita anterior, estamos aceptando trueques, mudanzas modulares y variaciones que insisten en la movilidad en lo concerniente al cuerpo y al sexo bajo el ensalmo de las imágenes contenidas en este tipo de cine.
A partir de ahí, hay que puntualizar: lo “diferente”, “el otro”, es decir, lo queer, también es parte del paisaje destacado en esta guía de viaje. Bajo la forma de una bestia o de un ser humano, criaturas desafiantes y dionisíacas que disienten del orden y la razón, porque la única ley que acatan es la del deseo.
Sí, hay allí una contravención; el cuerpo, destino final de esa pulsión, está delimitado y regulado por la política, y su devenir transcurre en un contexto cultural donde la libertad o la noción de la misma debe tener en cuenta todo tipo de jerarquías, líneas de fuga, y, por supuesto, el lenguaje.
Pero el cuerpo no es lo único que importa en el “Imperio de los Sentidos”: la palabra es el vehículo para enunciar, concretar y volver a formular el deseo. Allí donde está la palabra, es decir, el lenguaje, están las líneas suaves o duras de la política y lo político, la intención de lograr una correlación de saberes y fuerzas, y la ejecución de fantasías y perversiones.
El intercambio de flujos de ideas y fluidos del cuerpo, transforma a los actores del episodio. En no pocas ocasiones hablar, explicitar y enunciar devienen actos en extremo peligrosos, incluso infernales, cuando los cuerpos se confabulan para cristalizar lo que de filosofía y acto, y de políticas, comprende el sexo.
¿Dónde situar entonces los límites del Orden, la razón, el bien, el mal, lo humano?
Desatados en roles principales o secundarios, seres inhumanos de disímil condición, en compañía de mujeres y hombres diversos, se cruzan en las páginas de Señores de la oscuridad. En el cine y en la literatura se halla el origen de todos ellos. Al igual que lo haría el diablo, Garrandés los junta con la pretensión de situar al lector frente (o dentro) de esos límites.
Mientras, les habla de la culpa, el perdón, la redención, la vida y la muerte.
Radiaciones góticas
La culpa, el perdón, la redención, la vida y la muerte… Y las manos de una mujer joven y enamorada que sostienen las del amasijo purulento en que se ha convertido su esposo. La radiación recibida es una suerte de trituradora, o licuadora.
La joven está embarazada, le han advertido del peligro, no debería tocar ni permanecer demasiado tiempo junto al bombero. Pero lo hace. Entonces no son dos si no tres los individuos unidos y marcados, para siempre, por el horror, la sangre, el amor y el sexo.
Ella, ¿heroína romántica?, es como el poeta, o como los señores de la oscuridad: seres desafiantes y dionisíacos que disienten del orden y la razón, porque la única ley que acatan es la del deseo.
Esa escena de Chernobyl permanece en mi memoria. Los amantes respiran, hablan, todavía están vivos; el amor, al igual que la radiación, cala el cuerpo y el alma hasta los huesos.
Pero, parafraseando al niño de The Sixth Sense: lamentablemente solo veo gente muerta.
Tracto, trazas y trozos
Sobre la obra artística de Grethell Rasúa y Reynier Leyva Novo.