Donde terminan las fronteras



Con su novela Siempre es bueno verte, editada por Traveler en Madrid, el poeta Sergio de los Reyes llega a la narrativa con los deberes hechos: ha vivido y padecido, ha leído y estudiado, conoce el amor y sus vértices, ha viajado y publicado los poemarios ElsewhereQueen Street West y Ciervo fugitivo; además de estar casado, ser padre y ganarse la vida en una Biblioteca Pública de Toronto. 

La novela de todo poeta, por muy realista que sea, planea sobre el lirismo y la reflexión existencial; además del ímpetu juvenil en Siempre es bueno verte, un título alusivo a viajes, pérdidas, encuentros y búsqueda de la felicidad lejos del hogar, porque existe otra vida “donde terminan las fronteras” y “hay sociedades enteras que se echan al mar para soñar con un gran puerto”, aunque “la libertad individual comienza en el desamparo”.

El autor tiene una historia y posee la técnica para contarla y hacer creíble la odisea personal de un joven idealista y sensible que, hastiado de la desidia y la desesperanza en Cuba, se exilia en Madrid, donde se descubre a sí mismo entre chicos que como él, y junto a él, atraviesan los rigores y las caídas previas al encuentro con sus familiares y amigos en Miami, la “tierra firme de los exiliados”; no sin antes obtener pasaportes falsos y volar a Berlín, Milán, Atenas, París, Londres, Cancún o New York.

La inmersión en estas páginas de estilo depurado es una aventura literaria que parte de un viaje liberador en torno a las andanzas del protagonista y sus cofrades, extraviados en una ciudad devenida en centro de sus anónimas odiseas.

El tema no es nuevo pero el enfoque es original por el manejo del lenguaje, la resonancia mítica y los matices autobiográficos: el protagonista evoca fragmentos de canciones y poemas, describe plazas, calles, estatuas, librerías, museos y fuentes mientras “pasea y dialoga” con Ella, la novia traída al presente en la memoria, y con “el joven de la Calle Desengaño”, un personaje histórico del siglo XIX que estudió en Madrid y se exilió en New York. 

A través de Ella, el autor enlaza la ciudad perdida a la urbe que descubre y lo ignora; con “el joven” mimetiza e idealiza a la Patria, creando una realidad atemporal que confunde los espacios y expresa orfandad y desarraigo, preámbulo de libertad. 

Ese pulso entre el pasado vulnerable y el presente abrumador halla un equilibrio en la esperanza y en la relación entre los personajes, unidos por quimeras y frustraciones comunes, y por una ilusión de futuro.

En 323 páginas y 36 capítulos breves, el creador relata los “descensos”, los escenarios y los personajes que coinciden con Hermes en el Aeropuerto de Barajas, en hostales de Madrid y en otros puntos de la capital española, y de Cancún, Atenas o Creta. 

La travesía es un tapiz a merced del azar y la memoria; los diálogos y las descripciones ―agudas, precisas, poéticas― planean sobre “el duro golpe de dejar su infancia y la adolescencia, levantar el vuelo y verse un hombre al descender”; sorprendido por la lejanía y el frío del invierno: “una sensación tan ignota como la felicidad”.

No todo es un intento de fuga en ese tablero inédito. Para el protagonista, “vagar por una ciudad desconocida es un viaje al interior humano. Las calles, las plazas, los transeúntes se convierten en nuevos vocablos…, pueden ser la compañía ideal del exiliado”. Incluso la nieve, que fascina a los cubanos porque “tiene todo lo que anhelamos y no conseguimos: delicadeza, albura, frescor, gracilidad”.

Y Hermes, sin otra tutela que la propia, vende carteles para un puticlub nocturno de la Gran Vía, “su hogar transitorio” porque Madrid es “un aquelarre interminable” donde “vibraba un mundo de sombras y personajes tristes”, como la chica de Albania que ejerce “el oficio más antiguo” y le lee las Cartas del Tarot.

El autor retrata a esos cubanos sin Cuba “que ocultan sus rostros en la prisa” y sobreviven en la espera: Damián, Andrés, Yasiel, Yaramí, Marta, Magali, Zurelis, Abel, y Carlos Manuel, “el cubanito que nadie traga”, pero es vital por la gestión de pasaportes y boletos de avión. 

Todos han tomado conciencia existencial, saben que “viven una experiencia extraordinaria” y cada uno anhela, como el poeta Juan Clemente Zenea, “otra patria, otro siglo y otros hombres”.

Ese puñado de cubanos son el núcleo de la ficción; los une el riesgo de ser deportados y la necesidad de crear una nueva historia. Los rigores de cada día acentúan el aprendizaje y la madurez personal, pues saben que “escapar es un acto de rebelión” y que “la libertad no puede ser… un ente vacío que vaga como el humo. Debe tener ciertas velas, timón y timonel… su moral y su ética”. 

Hay un paralelo sutil entre Hermes, protagonista de Siempre es bueno verte, y Humphrey Weyden, el alter ego de Jack London en The Sea-Wolf, el joven náufrago que “absorbió la negrura acumulada en el corazón de Wolf Larsen”, el capitán terrible que aporta a “su carácter cándido una honda dimensión”. Si bien Hermes no es un náufrago ni navega por el Pacífico, sino por las calles de Madrid en busca de un sueño: llegar a Miami, la “tierra prometida” de la diáspora cubana.

En esta obra “colmada de empeños y desarraigo”, hay pasajes emotivos, pero no hay un final feliz. El autor, como el tiempo, sacude las certezas, busca las claves en el futuro y otea la libertad, palpable en estas páginas de visión cosmopolita, llenas de caídas, paisajes en movimiento e invención.

Con Siempre es bueno verte, Sergio de los Reyes se suma al inventario de éxodos y autores que reescriben, desde otra perspectiva y matices, las circunstancias del aluvión de cubanos que partieron al exilio, epicentro de esa literatura insular de carácter transoceánico desde fines del siglo XX. 





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