El fin del Gran Relato: bajanda

El fin de todo relato, o de un metarrelato —como aseguraba Habermas—, viene asociado a un sentido trágico, hay una suerte de desgarramiento interior por lo que se deja de ser, por lo que no se ha llegado a ser. 

El fin del relato moderno trajo aparejado una vocación nihilista expresada desde la posmodernidad como “superación”. Sin embargo, el fin del relato moderno tiene asociados dos metarrelatos que presumiblemente se desvanecerían como sólidas estructuras. 

Karl Marx y Marshall Berman abrazaron la capacidad de disolución de estos metarrelatos como alternatividad y “salida” a un nuevo tipo de sociedad. Sin embargo, la realidad empecinada como suele sersuperó cualquier ficción narrativa, incluso cualquier teoría.

Para el gran relato moderno, ya no alumbran —por más que se intente y se intenta siempre desde el empecinamiento— los cisnes de la bahía de Cadaqués. El fin del gran relato ha dejado un sentimiento de exacerbación, desconfianza, prejuicio, déficit democrático, miedo, totalitarismo, cómplices, enemigos, víctimas, fantasmas que vuelven a recorrer el mundo[1] y una empalagosa melancolía por lo que nunca o jamás sucedió; un sentimiento trasnochado por aquella “belle époque”que extraviamos en el camino y que se reproduce en lo que Henry Eric Hernández llama “iconofobia” e “iconofilia”, o en lo que Iván de la Nuez ha llamado “ostalgia”.[2]

El fin del Gran Relato es en este caso un esfuerzo editorial que condensa lo que fue en su día una exposición colectiva de arte cubano contemporáneo. Al mismo tiempo, El fin del Gran Relato es un libro que, teniendo como pretexto el arte, aborda y analiza las consecuencias y resonancias de lo que este “fin” y sus fines ha significado para el imaginario cubano.

El fin del Gran Relato: exposición colectiva de arte cubano, en cuanto libro y en tanto proyecto editorial, es un rara avis. No solo son “esquivos” —para cierta crítica—los temas que aborda, sino que la misma crítica —en su establishment—ha delimitado lo que es pertinente, generando la equívoca percepción de una taxonomía en estos campos.

El arte cubano “contemporáneo” como campo[3] ha estado sumergido —en mi modesto juicio—al menos en tres direcciones fundamentales; no hay un orden, no hay una finalidad en estas direcciones en tanto criterio organizacional. Una acotación en lo absoluto circunstancial sería “delimitar” lo contemporáneo; ubicándolo —en este caso—en toda una producción visual que se generó en la segunda mitad del siglo XX cubano. Como en todo, y al no ser lineales los procesos, la dinámica que produjo la Revolución en 1959 aceleró —al menos en el campo de la espiritualidad, aunque después fue secuestrada y negada— una “nueva” comprensión de los mismos.

Una primera dirección anclada en la tradición canónica, esa que Juan Marinello llamó “generación de la esperanza cierta” y que ha discutido y defendido la legitimidad del Arte Cubano como concepto —por eso las mayúsculas—y como tropología propia; una vez que esta representaría los ideales y sueños de la Revolución cubana. Su institucionalidad, sus vínculos con la nomenclatura del sistema y su gerontocracia, son hoy incuestionables. Incluso más, hay creadores que, aún no perteneciendo generacionalmente, son “absorbidos” por sus vínculos con la nomenclatura y la gerontocracia. El caso más visible, alarmante y repugnante es el de Kcho.

Como bien afirma Alfredo Triff: “la Revolución de 1959 no provocó una revolución en las artes plásticas; al arte lo que le cambió fue el mensaje de vernáculo-modernista-republicano a vernáculo-modernista-socialista”. Esta es, si se quiere, la renovación que opera una segunda generación de creadores que, defendiendo la capacidad de investigación en los procesos simbólicos, proponen una crítica explícita al establishment desde la propia producción simbólica.

El conflicto que generó la producción simbólica de los creadores visuales de los ochenta, “concluyó” con el performance Juego de pelota, y con la multitudinaria emigración de sus protagonistas.

La década de los noventa generó una tercera dirección donde los más jóvenes creadores visuales —desencantados por el vacío y hastiados de una política cultural excluyente— comienzan a aportar una visión política de los fenómenos desde los dispositivos del arte. Consecuentes con la tradición de los ochenta, esta generación fue anclando sus propuestas visuales en una fuerte investigación antropológica, sociológica y psicológica, generando una suerte de activismo no reduccionista. 

Al mismo tiempo, los fuertes dispositivos de control y censura hicieron que muchos de estos creadores se sumaran a la extensa lista de artista emigrados, o en todo caso, que gravitaran entre diversos escenarios, aunque siempre regresaran a Cuba, como ha sido el caso de Tania Bruguera.

Esta circunstancia ha permitido que mucho de estos creadores generen una obra fuera de Cuba, conservando sus conexiones con fenómenos culturales, políticos y antropológicos, como es el caso de Susana Pilar, Grethell Rasúa, Javier Castro, el dueto Celia-Yunior, el inclasificable TXT10T0 (Fidel García), y el Chino Novo, por solo citar unos ejemplos.

El fin del Gran Relato… más que un catálogo de arte cubano contemporáneo es una suerte de ensayo socio-antropológico en torno a una producción visual. Las obras que aglutina son solo un pretexto para soportar una analítica. No se tiene claro dónde comienzan los ensayos teoréticos y dónde termina el catálogo y viceversa. Su fuerte vocación crítica da cuenta de una producción simbólica: “Con profunda desilusión y frialdad”,  comenta Suset Sánchez, “observé el charco verde bajo mis pies, y esa vivencia fue premonitoria: la Revolución se desteñía”. 

Lo cierto es que esta tercera dirección en la que confluyen las generaciones de los 90 y de las primeras décadas del nuevo milenio son los protagonistas de los debates tropológicos en torno al arte cubano que hemos llamado contemporáneo. Obliterados en oportunidades, exacerbados en otras, este cúmulo de creadores visuales son el futuro. Ellos han expandido los campos “morfológicos” más allá de la sosa comprehensión que el establishment ha delimitado como lo verdaderamente correcto. 

Estas generaciones son “suprainstitucionales”, no necesitan de ellas para gestionar una producción, muchos menos la comercialización de sus obras, en todo caso se sirven de ellas demostrando un pragmatismo poco usual en la cultura cubana. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la institucionalidad en Cuba —más allá de la propia institución arte—está establecida desde la ideología. Y esta generación —no sería justo decir que es apolítica en el sentido metafísico— ha generado una profunda repugnancia por todo el discurso oficial y oficialista. Aquí radica una de las bases de su contundente crítica.

Si la desconexión entre el mundo “real” y “epifenómenico” de lo ideológico como forma práctica de ejercer el poder político lleva a lo que Rafael Rojas ha llamado “la máquina del olvido”, los creadores visuales que se agrupan en este catálogo y muchos otros que no están, han generado un ejercicio de la memoria desde una crítica que destierra todo didactismo, una vez que potencia la individualidad y legitima el espacio público dilatado por las nuevas tecnologías. Espacio que es, en última instancia, un torpedo al discurso oficial y a la hegemonía ideológica.

Esta no es solo una generación que ha roto con una tradición, ella misma ha potenciado —en tanto morfología, tropología y narratividad— la contagiosa sensación de la expansión de un campo hasta hace pocos años dominado por una institucionalidad enquistada y esclerótica

Como Leningrado, que ahora es San Petersburgo, el ejercicio de la memoria está generando, desde las artes visuales, una Cuba Posible. Aunque el término es rotundamente taxonómico, las artes visuales cubanas —sobre todo de esa generación que viene de los ochenta hasta la actualidad— han encontrado una manera de decir y hacer que no tiene paralelo ni siquiera en el discurso de las ciencias sociales. La literatura y las artes visuales contemporáneas han hecho más en función del cambio que toda la “tradición” de pensamiento político de los últimos sesenta años.

La generación postsoviética en las artes visuales cubanas va más allá del nihilismo posmoderno. No tienen escrúpulos. Para estos, la crítica no es un mero ejercicio retórico, es un instrumento en la articulación práctica de una visualidad contundente. 

La isla en peso deja de ser ingrávida y el miedo que experimentó Virgilio Piñera —y parte de la intelectualidad cubana— ante el sonido sordo de un revólver sobre una de las mesas de la Biblioteca Nacional, en 1961, se convierte en sorna, en socarrona ironía ante la obstinada tozudez de un totalitarismo que, travistiéndose de futuro, sigue negando la esperanza y la libertad.




Notas:

[1] Me refiero a la tesis desarrollada por Karl Marx y Federico Engels en 1848“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”.Pero también me refiero al texto El comunista manifiesto: un fantasma vuelve a recorrer el mundo,de Iván de la Nuez.“De modo que únicamente después del derribo del Muro de Berlín es cuando el comunismo se convierte en fantasma que recorre Europa; el espectro de un mundo muerto que insiste, con ardides muy dispares, en tirar de los pies a los que han sobrevivido”.
[2] “La Ostalgia habla de una melancolía —tenue y crítica unas veces, exuberante y laudatoria en otras— en la que el pasado socialista aparece como objeto de añoranza ante las adversidades del recién estrenado capitalismo […] la Ostalgia no es solo morriña”. Véase Iván de la Nuez:El comunista manifiesto: un fantasma vuelve a recorrer el mundo, p. 35.
[3] Las nociones de campo de Kurt Lewin y Pierre Bourdieu han desempeñado un papel fundamental para extender los dominios disciplinares reducidos a saberes específicos dentro de la tradición occidental de pensamiento. La teoría de los campos establece rupturas con las objetividades parciales, influye en la construcción de los “objetos de estudio” y aunque delimita las fronteras, estas son más sensibles una vez que la yuxtaposición de las mismas genera una suerte de transdisciplinaridad o interdisciplinariedad.  




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