Una “Cuba del sí”, afirmativa de los valores trascendentes de la nación, y su metástasis: nacionalismo cultural, ideológico y político.
Una “Cuba del no”, de la negación, del descreimiento y de la trompetilla, de lo que fluye inatrapable por los intersticios.
Ambas, de la maledicencia, del golpe artero, el latigazo y el barracón.
Lo cierto es que, cuando jóvenes, andamos con esa Cuba afirmativa enredada entre los pies. Por eso a cada paso tropezamos y terminamos en el fango. Lo cierto es que, crecer, madurar, es darse cuenta de que existe una Cuba del no.
Pero, más cierto aún, es que nos aburrimos del sí, por ingenuo, profético y con sus catedrales a construir en el futuro; y del no, burlón, resabioso, y hasta con su dosis de cinismo y dandismo prestado. Un no, que de tanto oponerse al sí, se convierte en el mismo sí, pero como una espada oxidada en el reverso: un reverso de herida abierta y sangrante, el reverso de un espejo burlón.
Creo que envejecer —de una forma u otra todos lo hacemos— es entender que, más allá de estos dos términos que se niegan y afirman mutuamente, hay otra idea y posibilidad de Cuba.
Una Cuba atmosférica, nubosa y sin raíz, un rizoma, un fractal —cuán manidos estos términos. Una Cuba archipielágica (Benítez Rojo, por supuesto). Una, en su fragmentariedad; unitaria por su división en mil partes; “manteada” y, al mismo tiempo, tironeada por dulces garfios hacia todos los rincones del planeta. Una Cuba capaz de engendrar historias en todos esos rincones.
Una Cuba de mil historias que se cuentan y se descuentan, se tejen y se destejen al compás del dolor y de la falta de destino común como Nación. O mejor. Porque, pese a nacionalismos e ideologías, nuestro destino nacional jamás ha sido unitario y enclaustrado, y se ha construido en esos múltiples destinos, aparentemente sin destinos y sin sentido. ¿Cómo no recordar aquella frase elitista y peyorativa de Lezama Lima cuando hablaba de personas con “destino subdividido”?
Con una sensación creciente de extrañeza, leí las cuatrocientas y tantas páginas de Hotel Singapur, novela de Gerardo Fernández Fe. Debo reconocer, sin embargo, que en sus primeras cien páginas “aquello” no avanzaba y yo no lograba comprender en esa “realidad flotante, que está ahí, en un estado muy raro de la memoria”,[1] cuál era la trama ficcional y sus personajes principales o secundarios; quiénes contaban o quién escuchaba; qué era la verdad o la mentira de lo contado y lo escuchado.
Sin duda alguna, si la memoria puede asumir estados raros, más rara será, entonces, una novela que tiene esos estados aleatorios y volátiles como materia prima: materia prima u oscura en el sentido alquímico; en el sentido de un cuerpo de palabras y memoria que se elabora en sus páginas, mientras deviene y se concreta en el texto literario. Y, por supuesto, para mí “raro” es un raro y exquisito cumplido.
Hotel Singapur es un texto difícil: sin divisiones, sin capítulos, sin una trama clara, sin esos pequeños ganchos que mantienen a un lector fragmentario —como es el lector contemporáneo— atado a su caleidoscópica trama.
¿Su dificultad? Para mí no está en su experimentación formal, ni en su leguaje acucioso y también terso, justo y transparente; sino en esa cualidad nubosa y volátil, en lo indefinido de lo que, en sus historias cambiantes, no se muestra con límites precisos. Es decir, en sus “historias convertidas en humo”,[2] porque lo contado “viene aderezado con deslices que traicionan tanto a la historia inicial como la realidad misma, si es que esta existe.”[3]
Para comprender mejor, hice un diagrama con sus personajes. Pronto entendí que no era necesario, pues lo importante era abandonarme a esas múltiples historias y a sus formas de entretejerse en el tiempo, en el espacio y en la memoria. Y verlas, en su devenir, entrar y salir en el texto como en una peculiar caja de resonancias.
Este es también, o tal vez, el sentido superior de la palabra “Singapur”: “Le Singapur”, “Singapore”, “singa-pur” (conjunción y disyunción). Creo que en esta obra, los nudos de amarre entre las historias y los personajes son tan importantes como las propias historias.
Singapur —palabra de variadas resonancias en la novela— es para mí un texto sobre el arte complejo de escuchar. Es decir, sobre la escucha —somos una oreja en el centro del mundo, creo que dijo alguien—, sobre el tiempo y sobre lo que la memoria reconstruye. También, quizás y más que nada, sobre la “hondura falaz de la memoria”[4] o sobre el “barullo apelmazado de la memoria”.[5] Lo que, por otra parte, se relaciona con la pregunta que se hace Genaro, receptor de las historias: “qué ha sido fruto de mi imaginación”.[6]
Arriba hablábamos de una Cuba manteada y tironeada hacia todos los rincones del planeta; de una Cuba que se (re)construye en sus mil historias. Para mí, que no soy crítico literario, todo esto se entrelaza, a su vez y de forma tangencial, con cierta idea de nación, nacionalidad, y hasta de cultura nacional o transnacional. En otras palabras, ¿qué es lo que se entrecruza en el tiempo y en el espacio, para después germinar desde la memoria construyendo una idea específica de la nación y lo nacional?
No tengo conocimientos para evaluar los logros formales y textuales de esta novela. Pero termino esta nota con lo que consideré, en mí, casi una epifanía.
Leía su última página (432) —digo última pues la 433 solo tiene cuatro líneas—, cuando el receptor de las historias, Genaro, hace su casi melancólico “balance” final y piensa en el cierre de la empresa y en la posible demolición del edificio. Ahí fantasea con la construcción de un hotel de nombre Singapur, una “torre de treinta plantas”[7] con sus “mil tramas imposibles de calcular, signadas por una luz cortical, protectora”.[8] Es decir, mil historias que también se desvanecerían en el tiempo.
Fue entonces que recordé, casualmente, un sueño que tuve hace treinta años. Leía, de madrugada, los Versos sencillos de José Martí y pensaba en cómo comprender esa “insondable sencillez”, más allá de su musical tersura. De repente, me duermo y veo una estructura brillante, cuadrangular, cuaternaria, y palabras que, en ella, entraban y salían transformadas, transmutadas unas en otras. Desperté y supongo que algo comprendí.
No es casual este recuerdo mientras leía la página final de Hotel Singapur. Quiero creer en una Cuba más allá del sí y del no, donde siempre habrá una historia para ser contada y una historia para ser escuchada, si se hacen “las preguntas necesarias: las preguntas que den cuenta de todo”.[9]
© Imagen de portada: Gerardo Fernández Fe por Alejandro Taquechel.
Notas:
[1] Gerardo Fernández Fe: Hotel Singapur, Audere Libros, Miami, 2020, p. 430.
[2] Ibídem, p. 266.
[3] Ibídem, p. 110.
[4] Ibídem, p. 362.
[5] Ibídem, p. 365.
[6] Ídem.
[7] Ibídem, p. 432.
[8] Ídem.
[9] Ibídem, p. 433.
Magali Alabau
Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.