Como últimamente son escasos los tiempos de luz, no solo en mis ojos, sino también en mi mente y en el mundo en general, celebro estos que he tenido para leer la novela Tantas razones para odiar a Emilia, y, cómo no, decir algo que espero sea breve y por lo mismo bien recibido. Me convocó su autor, José M. Fernández Pequeño, semanas atrás, a leer esta historia sobre una mujer que se me anticipaba peligrosa y escurridiza, y he decidido una vez concluida tal lectura, escribir sobre ello: a Fernández Pequeño y a todos sus lectores.
Encontrarse con el personaje de Emilia es difícil; con la mujer real que podría ser, imposible. Si alguien tiene dudas, le invito a razonar conmigo.
Para empezar, aceptemos que por Emilia se estuvieron escribiendo, durante diez años, trecientas y tantas páginas que son una trampa tan disimulada que parece un simple desliz en la escritura, y tendríamos que estar agradecidos de que la inventaran, porque sí, entre Fernández Pequeño y Pedro Antonio inventaron a Emilia.
Una trama que argumentalmente nos recuerda antiguas narrativas extensas donde “pasan cosas” y todo no es palabrerío; rara avis ahora que el palabrerío aplasta todo lo escrito, estas razones, tendenciosas a veces, sobrepasan mis reticencias como lectora de asuntos que abordan el folclor caribeño y sus diferentes visiones de las mujeres. A las veinte páginas me estaba preguntando: y… ¿esto qué es?, a las setenta y seis me suponía un reto físico seguir, pero siempre he sido curiosa y reconozco que mucho más, tozuda.
En las primeras cien páginas me derrota que el narrador evade presentarme a Emilia, pero a partir de ahí empiezo a sentir cierta ambigüedad; ya me da un poco igual si aparece o no, casi me temo que no aparecerá nunca, o que aparezca y me decepcione; me he ido creando una Emilia particular, a la que de ningún modo podrá emular la legítima, y que se deja ver brevemente, casi al final de la narración.
Puede que esa fuera desde el principio la intención del narrador, pero no me queda claro, estuve buscando a la que nos invitan en el título a odiar, la busqué porque me habían advertido sobre que era de cuidado y quería saber de qué estábamos hablando.
Si alguien me advierte sobre las argucias de una persona real, casi nunca le tomo en serio, las personas reales, en definitiva, se parecen mucho unas a otras, son predecibles y en algún momento acaban aburriéndome. Mientras más atención les prestas, más cooperas con sus objetivos; en cambio, si me advierten sobre un personaje, me pongo en guardia, esos sí que suelen ser peligrosos e involucrarme en sus asuntos.
Mi asombro aumenta en la medida que avanzo y sigue el narrador convenciéndome: “que no hay palabrerío, mujer, solo argumento-narrador-argumento, y entre uno y otro, lucidez, inteligencia y muy a menudo genialidad”, menuda mala conciencia, con lo que me estoy esforzando. Se mueve de la tenue ironía o la desvergüenza, sin ningún reparo, entre Tele-Veraz y Estudios Maravilla, te cuela el muy felón los comentarios a las noticias de El sobrino de Marx y Margarito (el del toro).
Voy de la sonrisa a la hilaridad. No voy a ahondar en esto, juéguese usted la vida y léalo, a mí no me enrede ni me dé la lata. Cuando hay algún intento de palabrerío, salta un ángel raro y pone orden y habla de un “recuento de inarmonías regionales” o “montón de islas escandalosas y medalaganarias” —que no sigue pauta o norma alguna más que el mero antojo, me dice el diccionario, yo nunca había oído de semejante palabro—, “el obsceno canibalismo del arte caribeño”.
Iba a seguir para desdecirme de lo dicho sobre el palabrerío, cuando el tramposo narrador, intentando confundir con sus vivos y sus muertos, quitándose el golpe, pone en boca de Pedro Antonio —si no lo sabes ya, te advierto que es un muerto— esta resignada sentencia: “Los hombres, todos los hombres, nacimos sin las herramientas para contrastar la sabia ambigüedad femenina, ese trecho letal entre lo que se anuncia y lo que será realmente entregado”.
Si crees que esto le da alguna ventaja a Emilia, te equivocas. Ella no solo es la razón de esta escritura, es también su víctima. Como fémina, me rebelo. Como escritora, caigo en el dilema. No hay modo de ganarle a eso que se espera será entregado si el que espera tiene una imaginación fértil, y entonces descubro a estos dos —Fernández Pequeño y Pedro Antonio—, con una libidinosa sonrisa de triunfo: qué decía yo del palabrerío, preguntan.
Para mí narrar siempre es un acto de fe, que debe fluir de forma natural; no saltas sin que exista un escollo, no vas adelante o atrás sin que te lo exijan las circunstancias de la historia. Sin embargo, Fernández Pequeño narra como quien deambula, sabes que acabará en algún sitio, pero adivinar dónde, es muy complicado.
Las letras negritas contienen un sobre-énfasis que detesto si no están ahí para quitarte el aliento, pero en este texto apenas sirven para crear una expectativa, un disimulo que le reste importancia al ambiente meloso en que Emilia convierte a Reina en nada, en una piltrafa de mujer.
Y nadie me entienda mal, sigo detestando las letras negritas, pero ese disimulo constante que aparta los recelos del lector intolerante con lo almibarado, a través del nadie/muerto/vísperas, que acaba en nadie se muere la víspera, salva el atropello, que aunque se le atribuye finalmente a Emilia, es cosa del narrador, nadie lo dude.
A lo largo de toda la lectura estuve atenta a lo poquísimo que ese narrador miedoso y lleno de culpas me dejaba saber de lo que me importaba, anduve prevenida y de puntillas por los eventos palucheros de estudiosos y defensores, idolatradores a ultranza de lo caribeño.
Y acabé pensando que esa podía ser una razón para odiar a Emilia, que en ese esconderse, tuviera la responsabilidad de que yo acabara hastiada y aburrida de tanto Caribe insulso y sobrevalorado, de tanto especialista en tanta cosa nimia y tanto desprecio al resto de la existencia cultural, cuya relación con el Caribe se concreta en unos poquitos gringos y europeos borrachísimos y apestosos, sudorosos, sonrosados. En fin, según entendí detestables por foráneos más que por faltos de conocimiento.
No voy a aburrirles también a ustedes con ese trasfondo que pretende ser fondo, y que a mí me parece una absoluta impostura para esconder a Emilia, a la mujer en cuestión, que sin aparecer más que en las vivencias de unos y otros, vivos y muertos —alguno en un estado intermedio donde vaga sin rumbo, porque aunque conozca el rumbo, no tiene claro si aquel rumbo es para él, y en ese mientras tanto no le reconocen siquiera aquellos que le odian, y resulta tan cómodo quedarte así que decide no recuperar al que era—, y todos estos confabulados hacen que sigas persiguiendo a lo que parece ser una mujer, pero luego te enteras de que solo es un pretexto para dejarte claro lo fácil que es convencerte para que llegues a odiar.
Quizás Emilia es solo el punto de cohesión de la historia y por eso se le menciona de forma esporádica, puntual pero evasiva, tímida pero contundente. Tanto, que mientras los especialistas en asuntos de la dizque cultura del Caribe se pierden en sus discusiones del progreserío latinoamericano y caribeño, en un marxismo tardío que desde el principio iba hacia Cuba, a mí, que sé que lo de la lucha de clases se ha trasladado a otras realidades más atroces, que me aburre hasta el alma esa amalgama adulterada y sobrevalorada que llaman Caribe, y que me traen de cabeza el doctor Marcos Soria Creek y su desmaterialización, al menos de aquel que era el seguidor de la pelota, el exitoso hombre de negocios, que se diluuuuuye en un ser anodino e irreconocible, sin que sepamos muy bien por qué le ocurre algo así, hasta desaparecer, y la tardanza de Emilia, está claro, a mí, toda historia ajena a la que me tiene atrapada, me recondena y pone roñosa.
Si vuelvo a leer esta novela me saltaré todas las partes donde Osvaldo Bretones se aparta de su necesidad de Emilia y su cuadro de la mujer que se quita la piel; tampoco prescindiría de sus muertos, pero del resto… buah. El ladino narrador lo resuelve divinamente, se quita todo peso de encima pasando a otros el testigo y sin hacerme sentir culpable de mi carencia de sensibilidad: “Probablemente ustedes supongan que Marcos se sentía aliviado. No los culpo. Es responsabilidad de todos esos narradores carabelitas, que no se cansan de aliviar a los personajes”.
Yo sí que me siento aliviada. Osvaldo Bretones y Marcos Soria Creek son dos caras de la misma moneda, no sé si cara y cruz o cara y cara, pero qué más da, si por arte de esa artimaña Emilia se presenta diáfana y letal, he de reconocerlo, víctima de sí misma, de su dominicanismo y su propia e inusual existencia, salvando a todos a la vez y destrozándolos, para que nadie descubra quién es en realidad. Y todo eso, sobredimensionado en la Emilia que nos han obligado a inventar, no consigue que lleguemos a odiarla.
Reconozco que mi hastío de Caribe se termina en algunas partes muy creativas donde se incluyen comentarios de uno y otro hilo acerca de las noticias sobre la desaparición del doctor Creek que me sirvieron para avanzar riéndome durante horas: “Este mundo está jodido por culpa de los entusiastas”, todavía me río, y me volveré a reír cuando alguna circunstancia vital me haga pensar en ello.
Al final, aunque no tenga muchas razones para creer lo que me cuenta Fernández Pequeño —hay que reconocer que lo hace como si no fuera él, se disfraza muy bien de narrador—, acabo segura de que todo existe porque existe Emilia; Osvaldo y Marcos y la República Dominicana y la magia en el aire y el resto del mundo y hasta alguna cita de una grandísima poeta cubana conocida.
Y todavía me sigo riendo de los entusiastas, de los eventos y hasta de la fascinación que me ha acompañado durante estas 360 páginas persiguiendo a alguien que no tiene ganas de ser, ni siquiera para compensar el grandísimo esfuerzo que me ha costado llegar, ya sin luz, a saberle en una existencia apenas “contada por los demás”. Solo se salva en esa dimensión donde su creador la coloca, mientras me sigo preguntando por qué no consigo, a pesar de cualquier razón, odiarla.
Si no me creen, si todavía les queda luz en los ojos, y alrededor, yo recomiendo este ejercicio que propone Fernández Pequeño, intente odiar a esa mujer, intente reconocer las razones del doctor Marcos Creek, las de Osvaldo y su experiencia de vida, y sus muertos, intente comprender al narrador y al autor —no intente comprender el Caribe, es inútil e improductivo—, y sabrá que no se ha leído este tocho para odiar, sino para creer que, a pesar de poder hacerlo, tiene la elección de no hacerlo.
El narrador sería en verdad el objetivo, pero se salva también cuando explica sus propias razones: “A ver si al final Emilia tiene razón y lo más inteligente es el sigilo de la penumbra conveniente”.
Magali Alabau
Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.