Tantas razones para no amar a Emilia

9:00 A.M.

Tres horas y cinco minutos antes de que Emilia llegue.

Nada tan riesgoso como despertar.

Osvaldo no tuvo conciencia de sí hasta que el crujido de los periódicos debajo de su cuerpo, el machacante olor de la tinta sobre el papel barato y los escozores de quien yace vestido en una cama le obligaron a reconocerse vivo. Fue uno de esos tránsitos desde la inconsciencia hasta la realidad que los narradores solemos describir con frases como un regreso tortuoso o un ascender entre tinieblas, del que Osvaldo emergió acompañado por un único recuerdo seguro: la palabra dicotiledón que, por razones incomprensibles para él, su cerebro repetía en una seguidilla.

¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Acaso soñó con plantas? ¿Se habría levantado en algún momento durante la noche y no lo recordaba? ¿Por qué tenía el lejano recuerdo de haber sido importunado por un ronquido? De momento no había respuestas. 

Cuando estuvo seguro de que todos sus sentidos funcionaban y las penumbrosas rugosidades del muro que observaba de frente eran las mismas de todos los días, reconoció el distante sabor de la marihuana en su paladar, se palpó el dolor difuso sobre la ceja derecha, y supo que su despertar tenía algo de parto, de nacimiento acompañado por una segura noción de infortunio. 

Marcos había abierto los ojos más de una hora antes, arropado por una liviana sensación de placidez. Se sentó cuidando no golpearse de nuevo la cabeza con la barra de la litera superior y sonrió. Su cerebro trabajaba con precisión a pesar del alcohol ingerido la noche anterior y del arroz con pollo que había devorado inmediatamente antes de echarse vestido sobre la colchoneta. 

En el piso estaban las pruebas de tales desafueros. Junto a la puerta, el plato con los huesos y algunos pellejos de ají rojo; las medias tiradas en un rincón; a los pies de la litera, los zapatos como barcazas aplanadas, más horrorosos todavía que en la noche anterior. Son como algunas mujeres, que enfeecen con el paso de las horas y la disminución de las ganas, pensó Marcos y volvió a sonreír. 

¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Se habría levantado en algún momento durante la noche y no lo recordaba?

Durante mucho tiempo se consideró un especialista en mujeres feas, un chopero curtido por el muerde y huye. Imaginó un comercial, ¿desea descansar como un bebé durante la noche y despertar más fresco que el rocío en los arrozales de Bonao? Pues olvídese de esos carísimos colchones pillow top y de las insoportables almohadas ortopédicas… ¡Duerma en una ruidosa litera con bastidor de alambre y solo una delgada colchoneta encima! Ah, y no olvide hartarse como un cerdo antes de ir a la cama sin bañarse ni cepillarse los dientes. 

Se incorporó sonriendo todavía y, más que en las plantas de los pies, sintió la frialdad del piso en su cabeza. Estimulado por una experiencia sensible que lo devolvía a la niñez, se quitó la camisa, la lanzó hacia la litera, apagó el ventilador colocado sobre una silla verde que sin duda conoció mejores usos en el pasado, y abrió la puerta con la intención de ir al baño, orinar y lavarse la cara, pero lo detuvo el panorama de estructuras tiradas en el que alguna vez debió ser patio del inmueble, ahora cubierto con un techo de lona azul y convertido en vertedero de tarecos. 

Fue como si estuviera viendo por primera vez ese deshuesadero de formas inacabadas al que cualquier intento de encontrar un sentido (no son mis palabras, así lo pensó él allí de pie, apenas traspasado el umbral) se convertía en una pretensión sin sentido. 

Recordó las múltiples representaciones de la Virgen que recorrían de lado a lado las paredes de su oficina, y la sonrisa se volvió ceniza en los gruesos labios. No es lo mismo, qué va a ser lo mismo, el vecino es un artista como los de antes, pensó sin quitar los ojos de aquella disparatada acumulación y sin distancia aún para reconocerse impresionado por no sentir el rechazo visceral que solían producirle la vacía gesticulación de los intelectuales y la falta de sentido práctico en algunos dizque artistas. 

Osvaldo también tuvo que lidiar desde temprano con los significados. Al incorporarse en la cama, sintió el brazo izquierdo acalambrado y un lejano dolor en la cervical, algo así como la rémora de una neuralgia antigua y muy íntima, contra la que por tanto nada podía hacerse. 

La vacía gesticulación de los intelectuales y la falta de sentido práctico en algunos dizque artistas.

Más por asociación que por cualquier otra causa, volvió a palparse la zona adolorida encima de la ceja derecha y la reconoció ligeramente inflamada. Un poco más arriba, los duros cañones del naciente cabello comenzaban a erizar su calva, y dentro la situación era peor, en su cerebro mandaba la confusión, así que hizo un esfuerzo para recuperar el momento. 

Primero reconoció sobre su cuerpo el pantalón negro y la camisa azul de mangas cortas con que había dormido, ajados y apestosos a humo. Después, la colilla de marihuana en el cenicero junto a la cama. Enseguida se enteró por su celular de la hora, pasaban diez minutos de las nueve y tenía cuatro llamadas perdidas, tres de Gresio y una de Jorge Pineda. Y con la realidad exterior irrumpieron los miedos

Recordó algo impreciso sobre un saco (un enorme saco de yute, sí, señor), e instintivamente revisó la habitación buscando comprobar que Migdio Limones no estuviera escondido dentro del clóset o debajo de la cama o encaramado en el ventilador de techo, que ese haitiano cimarrón era capaz de cualquier cosa. 

No lo encontró, pero al incorporarse, la palabra muerto hacía gimnasia entre sus atolondradas neuronas. Se estremeció. ¿Habría soñado con alguien muerto? ¿Habría muerto alguien querido y su subconsciente estaba avisando? ¿Alguna persona cercana iría a morir? 

En lugar de su abuela diciendo que soñar con muertos traía buena suerte, resonó en su cabeza la voz de Philip tal y como la había escuchado la noche anterior a través del celular, y Osvaldo se estremeció por segunda vez.

¿Habría muerto alguien querido y su subconsciente estaba avisando? ¿Alguna persona cercana iría a morir?

Cerró la puerta con la premura de quien teme contagiarse. La única intención de Marcos al abrirla había sido comprobar si el seguro estaba echado, pero no contó con la visión de las personas transitando despreocupadas por la calle Hostos, las mil carambolas del resplandor en la nublada mañana, un inquieto olor como de humedad reciente, la figura del edificio donde su niñez y primera adolescencia machacaron sobre los libros durante doce años. 

Apoyó la frente contra el envés de la sólida puerta y cerró los ojos. Le urgía tomar distancia del pasado y desentenderse del futuro como si no lo hubiera. Estaba vivo, a salvo por ahora, y eso era lo único que debía importarle; eso, y la necesidad de anclarse al presente, de permitir que el tiempo transcurriera sin afectar el precario equilibrio conseguido, su único escudo ante acontecimientos que ya ni siquiera intentaba comprender, pero que seguía sin poder gobernar. 

Agacharse y permitir que la ola pasara mientras él se mantenía alerta, listo para identificar alguna oportunidad. ¿Alguna oportunidad de qué?, se preguntó. Sabía la respuesta, solo que no era el momento de preocuparse por eso. Estaba vivo, carajo, ¡vivo! 

Dio la vuelta y se recostó contra la puerta, sintió sobre la piel de su espalda la tosca antigüedad de la madera y contempló con detenimiento el interior del lugar donde había pasado los últimos dos días, los gruesos muros embarrados de lo que alguna vez había sido una argamasa amarilla, en la actualidad vencida por los desconchados y las decoloraciones. No lograba entender el lugar ni su olor, persistente, aunque también elusivo como un eco. 

Para comenzar, la extraña disposición del inmueble era sin dudas consecuencia de la forma arbitraria en que habían dividido una enorme (y preciosa) casa colonial que él recordaba muy bien de su época en el Colegio de Lasalle. El recibidor donde Marcos se encontraba había sido alguna vez parte de una cochera, y la ausencia de muebles, adornos y objetos familiares lo hacía parecer exactamente eso, una cochera abandonada. 

Un caos de magnitud tal que su descripción sería una tarea desproporcionada incluso para mí, un profesional de la narración.

A la derecha, hacia donde se movió Marcos y abrió la doble puerta del que debió ser dormitorio principal, aparecía un almacén donde se acumulaban en perfecto desorden cuantos materiales y cuantas sustancias pudieran exigir las musas más atrabiliarias de la creación, un caos de magnitud tal que su descripción sería una tarea desproporcionada incluso para mí, que me considero un profesional de la narración. 

El patio, como se dijo ya, era un cementerio de tiestos que resultaba aconsejable bordear siguiendo el pasillo a la derecha, pasando frente al que alguna vez debió ser un amplio comedor, torpemente dividido en dos espacios: primero, un taller sin puertas; y luego, la habitación donde Osvaldo acometía en esos precisos momentos la ardua operación de despertar. 

A continuación, venía el baño, pero en este punto me veo obligado a suspender el recorrido porque Marcos se detuvo en la entrada del taller sin puertas y miraba hacia su interior, asombrado por un orden y una limpieza cuya excepcionalidad parecía retar cualquier capacidad de comprensión ante el contraste con el resto de las habitaciones. 

Entró. A lo largo de la pared, hacia la derecha, corrían rústicos closets de madera dentro de los cuales colgaban, ordenadas por su tipo, una infinidad de herramientas que en realidad no merecieron su atención. Marcos avanzó en sentido contrario, hacia la larga mesa ubicada contra la pared a su izquierda y cubierta casi completamente por una pieza de cartulina blanca ante la que se detuvo. 

En la cartulina estaban trazados los contornos de la casi isla dominicana, y en algunas regiones del país (sobre todo del norte y el este) habían dibujado grupos de personas tocando instrumentos musicales, bailando, o haciendo ambas cosas. Todo en blanco y negro, un trabajo en desarrollo al que probablemente faltaban dibujos, mientras algunos de los ya hechos se conectaban entre sí a través de unas líneas gruesas. 

Lo menos que necesitaba era una brutal irrupción del mundo exterior en el delicado momento que vivía.

En el centro mismo de la cartulina-país reposaba un libro titulado Danzas y bailes folklóricos dominicanos, del que Marcos no llegó a reconocer el autor porque se lo ocultaba una vasija repleta de plumillas para dibujar y porque su atención, además, derivó rápidamente hacia la parte inferior del plano, hacia unas mayúsculas de femenina pulcritud en su trazado que leyó varias veces (EL TIEMPO ES SONIDO. EL SONIDO ES AHORA), y cada vez que sus ojos pasaron sobre aquellas ocho palabras, Marcos tuvo la seguridad de estarlas descubriendo otra vez. 

Todavía con las grafías vibrando en su mirada, vio la laptop gris, cerrada y en reposo, sobre una de esas sillas ajustables que suelen usar los arquitectos, y entonces reconoció lo que en realidad le había estado inquietando a lo largo del recorrido: en aquella casa no había aparatos de radio, ni televisores, ni caseteras de video o de sonido y, lo que era más extraño, descubrir tan inusual hecho regaló a Marcos una reconfortante sensación de seguridad. 

Lo menos que necesitaba era una brutal irrupción del mundo exterior en el delicado momento que vivía, se dijo mientras salía del taller sin el menor interés por continuar reconociendo la vivienda, de la que solo faltaba el ala del fondo, con el cuarto de la litera y al lado una pequeña habitación concebida como cocina, pero a estas alturas víctima de un avanzado proceso de paralización que la iba convirtiendo en cuarto de desahogo. 

Marcos avanzó dos o tres pasos por el pasillo y se volvió para examinar por segunda vez en la naciente mañana la acumulación de estructuras abandonadas en el patio. Estaba a punto de preguntarse si la aparente incoherencia de aquel desmadre no tendría, a fin de cuentas, un significado unificador, uno cuyo descubrimiento sería tal vez crucial para él mismo, cuando sintió en la nuca esa tan imprecisa como molesta sensación de estar siendo observado que todos conocemos muy bien, y al darse la vuelta encontró a la mujer en su cuadro. 

Debió haber agarrado a ese imbécil por el cuello y apretar hasta que vomitara su pendejo sentido de superioridad.

Usando la puerta interna, Osvaldo pasó de su dormitorio al baño, una pieza que el desorden de ropas y enseres higiénicos tirados por todas partes hacía ver más pequeña de lo que en realidad era. Echó el pestillo de la entrada principal, y esa acción le hizo preguntarse si la noche anterior había puesto seguro a la puerta de la calle, lo que a su vez le llevó al recuerdo del viejo gordo tal y como lo había visto entrar por última vez al cuarto de la litera, con aquella mirada de picardía a la que una sonrisita de suficiencia daba en el recuerdo indudable matiz de burla. La ventaja de estar informado, o algo así, había dicho el muy zoquete. 

Fue hacia el lavamanos y escupió, se dijo que debió haber agarrado a ese imbécil por el cuello y apretar hasta que vomitara su pendejo sentido de superioridad, sin saber que su desplazamiento lo había dejado exactamente frente a Marcos que, sin zapatos y sin camisa, observaba del otro lado a la mujer dar la espalda en el único cuadro colgado en las paredes de la casa. 

Mientras sentía la frialdad del agua sobre su cabeza, Osvaldo deseó que al salir el viejo gordo se hubiera ido y toda aquella historia continuara lejos de él, Emilia incluida. Hija de la gran puta, murmuró, eres igualita al penco de tu impotente marido, y al incorporarse observó en el espejo el rostro del hombre que se secaba con una toalla de dudosa pulcritud, un rostro mulato y congestionado al que las penumbras del baño daban un ligero toque morado y ennegrecían tanto los surcos debajo los ojos como los labios y el golpe sobre la ceja derecha. El rostro de un hombre lento, hastiado. Su rostro.

La mujer de espaldas que en el cuadro se quitaba la piel habría sido un detalle anodino en medio de aquel escenario sin la sospecha de que miraba disimuladamente hacia su hombro izquierdo. Marcos percibió el engaño de inmediato. Como las vírgenes de su oficina, la mujer sabía que él estaba allí y su ambigua mirada lo volvía parte de aquel entorno disparatado en el que ningún espacio cumplía la función para la cual había sido originalmente concebido. Yendo más lejos, se preguntó si la fingida distracción de la mujer no debía ponerlo sobre aviso, si no era una nueva señal para advertirle de alguna noción por ahora difícil de precisar, pero sin duda oculta tras las apariencias. 

Marcos aspiró todo el oxígeno que cupo en el interior de su voluminoso tórax y reconoció los olores de la mañana tal y como los había sentido en su niñez de camino a la escuela. Tampoco esta vez pudo, sin embargo, precisar a qué olía exactamente la vivienda. 

Un túnel construido con madera y abandonado junto a la pared del fondo, recubierto con un alambre de púas muy largas y por dentro con clavos salientes.

Entró al patio y comenzó a moverse entre las estructuras abandonadas, tratando de restar importancia al hecho de que ninguna le dijera algo inteligible, algo que él pudiera traducir en palabras. Insistió en mantener distancia frente a lo que veía, y en esa tarea recibió la ayuda de sus pies descalzos, que debía cuidar de las durezas, filos y suciedades regados en aquel piso que parecía no haber sido aseado jamás. 

¿Qué buscaba? Él no lo sabía con claridad. Yo sí, que para eso soy el narrador. Perseguía la existencia posible de alguna otra mentira superior que diera sentido no solo a aquel conjunto de formas incompletas, sino también a los espacios de la vivienda y, de paso, a su presencia allí. 

Se detuvo delante de un túnel construido con madera y abandonado junto a la pared del fondo. Por fuera estaba recubierto con un alambre de púas muy largas y por dentro se erizaba de clavos salientes. Marcos se arrodilló trabajosamente junto al túnel y, desafiando el riesgo de lastimarse, casi metió su cabeza adentro. 

Cuando murmuró, solo para provocar algún eco probable, que así debía ser la parte inconfesable del alma y ninguna de sus dos voces interiores (la remota e impulsiva o la cercana y temerosa) respondieron, reconoció que no las había vuelto a escuchar desde la noche anterior, y deseó que sus partes se hubieran reintegrado de nuevo, que por fin fuera él otra vez, no importaba lo que ese él significara en estas circunstancias.

Osvaldo abrió la puerta del baño y salió al pasillo. Reconoció al viejo gordo y sin camisa en el patio, arrodillado frente al intento de instalación que alguna vez él pensó titular Cuidado, hay perro.

Lo vio levantar la cabeza y sonreír levemente, con una cierta tristeza a la que el desordenado cabello encaneciente daba un matiz bobalicón, y se asombró de que la marca del golpe en la mejilla izquierda hubiera disminuido tanto en apenas horas. 

Una ácida burbuja infló el pecho de Osvaldo.


© Imagen de portada: José M. Fernández Pequeño.




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Sobre ‘Gimnasio’ de Juan Abreu

Mariano Dupont

Juan Abreu es un enemigo declaradomilitante, de la vulgaridad e imbecilidadde la sociedad contemporánea, contra las que hay que escribir.






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