¿Es posible dialogar con alguien que no quiere oírte?
¿Es posible vivir en armonía con quienes no desean tu existencia?
¿Cuánto es necesario ceder para que te acepten esos que no toleran discrepancias?
Y, después de todo, ¿vale la pena intentarlo? ¿Vale la pena renunciar a ser uno mismo para ser aceptado? ¿Qué otro recurso nos queda, si no lo intentamos?
¿Tu realidad es mi realidad? ¿Puede reclamarse el espacio público como patrimonio exclusivo de quienes comparten cierta idea?
¿Tiene sentido decir que hay una alternativa única, un solo destino para todos, una razón que es inadmisible cuestionar?
¿Qué condiciones es necesario cumplir para que se nos trate con la dignidad de un ser humano?
¿Qué validez tiene un pacto entre dos que solo una parte está obligada a cumplir? ¿Es realmente un pacto, o es un sometimiento?
Todas estas preguntas, tan generales y abstractas, vuelven una y otra vez a mi conciencia desde el pasado 27 de noviembre. No son nuevas, aunque pocas veces antes he sentido tanta urgencia por recibir una respuesta clara de quienes gobiernan el país, y más que de ellos, de mis colegas.
Me urge, pero, ¿cómo lograr que respondan?
Por eso vuelvo a la primera pregunta: ¿Es posible dialogar con alguien que no quiere oírte?
No, parece que no es posible.
¿Y qué hacer entonces? ¿Tragarme las preguntas, rumiarlas, temiendo que algún telépata con autoridad descubra mis dudas y me condene por hereje?
Yo solo quiero saber, quiero entender el país donde vivo.
Si a un artista, adulto y en pleno uso de sus facultades, sin haber sido acusado formalmente, ni juzgado por un tribunal, ni condenado por un juez, se le obliga a permanecer en su casa, porque alguien en algún sitio decidió que no puede ir a conversar con sus amigos, yo pregunto por qué y me responden: “Las calles son de los revolucionarios”. Entonces vuelvo a preguntar: “¿Cómo sabes que no es revolucionario?”.
Silencio.
Y en silencio me digo: supongamos que, en efecto, ese artista no es revolucionario, ¿cómo es que son de ellos las calles, y no de todos? ¿Qué significa la palabra patria? ¿Cómo es posible pedirle después a ese artista que crea en la justicia de la Revolución?
En el mejor de los casos, alguien me observará con desprecio y dirá que no es así, que esas cosas no ocurren, que son patrañas del enemigo. Tu realidad no es mi realidad. Debe ser que estoy loco, porque la televisión, la radio y todos los periódicos del país insisten en afirmar que no es un artista: es un gusano, un mercenario, un terrorista. Él y sus amigos, que aguardan en sus casas también a que alguien, en algún sitio, dé la orden de levantar el cerco.
Pero resulta que conozco a ese artista, a veces converso con él. Pues no: eso tampoco está bien visto. Corro el peligro de ser contagiado, de ensuciarme las manos al saludarlo. Y dondequiera que ese artista va, ya estuvo alguien para advertir que es peligroso. Puede, incluso, que pongan su foto en las noticias. Puede que algún periodista muy convencido de su razón, o muy enfático (que no siempre es lo mismo), explique a cada televidente que ese artista no merece respeto.
¿A dónde va ahora el artista? ¿Es posible vivir en armonía con quienes no desean tu existencia?
Supongamos que ese artista se sienta a leer la Constitución de la República y descubre que incluso él tiene derechos, que las calles también son suyas, como lo son su conciencia, su boca, sus pies. Supongamos que busca un abogado. ¿A quién acusa? ¿Quién es culpable del terrible delito que se comete contra él, el que todos cometemos por miedo, por creer ingenuamente lo que dijo aquel periodista, o aquel compañero que nos puso la mano en el hombro y nos aconsejó, con voz de sabio, que mejor nos alejábamos?
Si usted tiene un poco de memoria, si usted conoce a alguien que tiene un poco de memoria, o ha leído algo sobre nuestro campo artístico-literario en los años setenta, usted sabrá que situaciones como la que he descrito ocurrían en este país con más frecuencia de lo deseable (lo deseable es que nunca ocurran). Usted sabrá que más de una vez, en los últimos años, las autoridades han reconocido que fue un error, y han asegurado que jamás volverían a suceder.
Pero suceden, siguen sucediendo. Usted las ve, ¿verdad?
Y ese pobre artista puede largarse a tierra extraña, o hacer una huelga de hambre (un show mediático, dicen), o pararse frente a las puertas del Ministerio de Cultura junto a otros asediados como él. Por suerte, hay entre nosotros gente que, en vez de ceder a la presión, opta por no abandonar a sus amigos en desgracia.
Esa concentración de personas frente al MINCULT, jóvenes casi todos, artistas o no, pero valientes y llenos de esperanza; esa lealtad entre colegas, la certeza de que el derecho de todos está en riesgo cuando se viola el derecho de uno, fue lo que hizo que se efectuara aquella reunión con los representantes de las instituciones culturales.
No fue una campaña enemiga, no fue una conspiración de mercenarios. Fue un reclamo legítimo.
Y aunque las fuerzas policiales nos cercaron, aunque algunos malintencionados pretendieron exaltar los ánimos y provocar un conflicto, aunque la noche cayó sobre los cuerpos cansados, la legitimidad de ese reclamo nos hizo resistir en paz, pero firmes, hasta que las puertas se abrieron. Treinta y dos personas entramos.
No voy a detenerme en detalles de lo que se habló allí. Algún día deberá publicarse, ya no solo la transcripción de unas notas, sino la grabación de aquel encuentro donde se relataron experiencias, se expusieron demandas y se instó a las instituciones a respetar nuestro derecho a existir y expresarnos libremente.
Regresamos esa noche a casa con la promesa de un diálogo y con el compromiso de que no se nos impediría reunirnos para concertar ideas antes del siguiente encuentro.
Lo que ha ocurrido después del 27N: esa larga serie de torpezas e infamias, esa brutal descalificación de quienes intentaron una reconciliación, una reparación de errores; ese asalto a la razón al que asistimos día tras día frente a las pantallas del televisor, en las páginas de los diarios, en los parques y plazas de una ciudad que parecía estar al borde de una guerra; ese ejercicio de ofuscación y odio, merece una lectura atenta.
Aunque sea una regularidad, siempre sorprende que los radicales de uno y otro bando coincidan en el propósito de entorpecer las negociaciones. Han llegado a un equilibrio de Nash; para ellos, solucionar el conflicto es un riesgo innecesario.
Por nuestra parte, todos los métodos se emplearon para ese fin: el diálogo. Por parte de las instituciones del Estado se apeló a la disuasión cordial, la presión sicológica, la interrupción de las comunicaciones, una intensa campaña de descrédito en los medios y, cuando fue obvio que esas vías no resultaban suficientes y que entre nosotros comenzaban a nacer propuestas constructivas, apelaron a la ofensa, la coacción, los arrestos y el cerco policial en torno a las casas de algunos de nosotros. Desde Estados Unidos: la incitación a la violencia y el vandalismo, y amenazas de invasión que cualquier analista sensato reconoce como un farol, un bluff.
Para ambos extremos, el juego suma cero.
No es fácil conservar la serenidad cuando se está sometido a tales tensiones. Aún así lo intentamos, creo que sinceramente, aunque en los últimos días la balanza se inclinó cada vez más hacia posiciones radicales.
El golpe final lo dio el propio Ministerio de Cultura al publicar, rodeado de tergiversaciones, un texto cuyo objetivo era ser negociado mediante una contrapropuesta. Para ese entonces, el consenso entre los treinta era ya apenas sostenible. La lista de participantes sufrió cambios, la redacción se descuidó y algunos perdieron de vista el hecho de que no estábamos allí por nosotros mismos, sino por un acuerdo que favoreciera a todos los cubanos.
De modo que ese diálogo tanto tiempo postergado vuelve a postergarse. Como si no fuese larga ya la espera. En su lugar, el Ministerio de Cultura organizó en tiempo récord otro diálogo que ojalá produzca acuerdos útiles, pero que no es el diálogo que se quiso, el que se necesita.
Hoy, los funcionarios se sienten seguros de que ganaron la batalla. Porque, para ellos, la diversidad de criterios sobre cuestiones políticas solo merece guerra y aniquilación. Porque cualquier crítica que se les haga, cualquier demanda, es siempre un peligro. Pero lo cierto es que han perdido, estrepitosamente, la confianza de muchos. Han perdido ellos y hemos perdido los demás, que no sabemos aún articular un pacto cívico.
Con frecuencia, el Presidente de la República nos ha invitado a pensar como país. Lo ha solicitado con urgencia, este año difícil, cuando la pandemia y mil nuevas carencias se suman a una larga lista de problemas. Con frecuencia nos ha reclamado una actuación responsable, un esfuerzo más por el bien común. Tanto ha sido así, que esas palabras suyas, “pensar como país”, empiezan a convertirse en consigna, en frase que se repite sin análisis ni convicción.
Hoy, atendiendo a su pedido, vale reflexionar sobre esa frase.
Pensar como país es reconocer la diversidad de criterios y aspiraciones de quienes habitan el país, y de quienes, aun viviendo lejos, lo sienten suyo. Es respetar esa diversidad, ver en ella el caudal infinito de ideas, sueños, caminos que se abren ante cada persona, y donde cada cual elige o desbroza su propio rumbo.
Pensar como país es velar porque ese caudal no se reduzca, sino que, por el contrario, crezca y haga crecer a quienes de él se nutren. Es armonizar esa diversidad natural entre personas para crear juntos, sin renunciar a las individualidades, una patria, un espacio común.
Es hacer del adversario un amigo con quien debatir sobre el mejor modo de impulsar aquello que amamos, cada cual a su forma, en vez de hacer de él un enemigo y proscribir sus anhelos.
Es reconocerle, incluso al enemigo, su humanidad, para que la patria que construimos no se empañe con vilezas. Eso es para mí pensar como país.
Yo quisiera, antes de terminar, que alguien responda las preguntas que encabezan este texto. Que tratemos de responderlas juntos. Que ese reclamo de un diálogo sobre nuestras diferencias, responsabilidades y derechos, tan necesario, tan inaplazable, encuentre por fin el modo de reunirnos.
Les estaré siempre agradecido si lo intentan.
Con todos. Una declaración personal
“El hostigamiento, el aislamiento, el bloqueo de las comunicaciones, la falacia repetida ad nauseam, exacerban el clima de confrontación y no conducirán a buen fin”. Declaraciones del escritor y editor Daniel Díaz Mantilla, quien formó parte del grupo que inició un diálogo con las autoridades del MINCULT.