Todos somos adictos

El problema de las teorías modernas del conductismo no es que sean falsas, sino que podrían volverse verdaderas, que en realidad constituyen la mejor conceptualización posible de ciertas tendencias evidentes de la sociedad moderna.
Hannah Arendt


Recuerda esto: la banca no vence al jugador. Solo le da la oportunidad de vencerse a sí mismo.
Nick “The Greek” Dandolos


Oh, esto va a ser adictivo.
Primer tuit de Dom Sagolla, ingeniero de software y cofundador de Twitter


I.

En 2017, Jonathan Rosenstein, uno de los desarrolladores del botón de “me gusta” de Facebook, eliminó la aplicación de su teléfono. Le preocupaba aquello que había contribuido a crear. Esos “brillantes destellos de pseudoplacer” que ofrecía el botón, dijo al Guardian, habían tenido “consecuencias no deseadas y negativas”.[1] Se suponía que era un botón feliz, una forma de que los amigos fueran amables entre sí. En cambio, había generado usuarios adictos, distraídos e infelices. Era crack digital.

Leah Pearlman fue una de esas usuarias.[2] Ella también había ayudado a diseñar el botón de “me gusta” y cayó en su propio señuelo. Pero la promesa de la notificación roja nunca se cumplía. “Lo reviso y me siento mal”, explicó. “Haya o no una notificación, realmente no se siente bien. Sea lo que sea que esperamos encontrar, nunca llega a estar a la altura”. Por el bien de su cordura, delegó la gestión de su cuenta de Facebook en una empleada.

Muchos ejecutivos del sector tecnológico y de las redes sociales rehúyen de sus propias tecnologías. La cuenta de Facebook de Mark Zuckerberg es gestionada por empleados. Steve Jobs, de Apple, no permitía que sus hijos se acercaran a un iPad, y su sucesor, Tim Cook, no deja que su sobrino use redes sociales. El estratega de diseño de Apple, Jony Ive, advierte que el “uso constante” de la tecnología es un uso excesivo.[3] Como siempre, la tecnología demuestra gran habilidad para generar soluciones rentables a los problemas que ella misma crea. Ahora los usuarios de teléfonos inteligentes pueden cambiar sus dispositivos adictivos por una gama de alternativas minimalistas, con funciones limitadas a llamadas y mensajes, como los viejos móviles. De hecho, algunos de ellos llegaron a venderse a un precio considerablemente más alto que los smartphones que pretendían sustituirlos.

Pero ¿cómo se inventó la máquina de la adicción? Las plataformas de la industria social parecen haber tropezado con las técnicas casi por accidente, del mismo modo en que sus financiadores de capital riesgo dieron con el modelo de negocio. Pero el potencial adictivo siempre estuvo ahí. El creador de Facebook, Mark Zuckerberg, siempre estuvo atento a las tecnologías sociales que explotaban el placer del fisgoneo y la competencia social. Uno de sus primeros sitios, Facemash, aprovechaba los anuarios en línea de Harvard, que mostraban fotos e información de los estudiantes. Tomando fotografías de esos sitios, invitaba a los usuarios a calificar el grado de “atractivo” comparativo. Similar a otra web, Hot or Not, los usuarios veían dos fotos a la vez y votaban por la persona “más guapa”. La universidad le obligó a cerrar el sitio por usar las fotos sin permiso. Pero antes de ser eliminado, el sitio había recibido 22.000 votos.

Zuckerberg regresó en 2004 con thefacebook.com, que se presentaba como un “directorio en línea”. El sitio combinaba algunas de las funciones de Friendster.com con el formato de los anuarios de Harvard. Su interfaz austera y su diseño minimalista sugerían que se trataba de una herramienta comunitaria, no de una plataforma para la excitación o el cotilleo. Sin embargo, según cuenta David Kirkpatrick en su historia de la plataforma, The Facebook Effect, los primeros usuarios describieron una fascinación irresistible por el sitio. “No puedo desconectarme”. “No estudio. Estoy enganchado”.[4] El sitio no era solo un directorio, sino una fuente absorbente de voyeurismo y comparación social para los estudiantes. Una de sus primeras usuarias, Julia Carrie Wong, escribió en The Guardian sobre la forma insidiosa en que combinaba “información útil y entretenimiento morboso” al tiempo que transformaba las interacciones sociales de modo que “la popularidad se volvía fácilmente cuantificable”.[5]

Hoy, la mayoría de las aplicaciones y plataformas exitosas dependen de nuestra disposición entusiasta a compartir información personal. Al principio, Zuckerberg decía no entender la cantidad ni el nivel de detalle de los datos que la gente estaba dispuesta a darle. “La gente simplemente los entregaba. No sé por qué. Confían en mí. Pobres idiotas”,[6] le comentó a un amigo en Harvard. Había dado con los placeres complejos de la autoexposición. Los más obvios y más criticados son el placer narcisista del exhibicionismo y el placer competitivo de compararse con los demás. Pero uno de los primeros fundadores de Twitter, Noah Glass, señaló otra dimensión: la gente usaría las redes sociales para sentirse menos sola.[7] Fuera lo que fuera que les ocurriera —un terremoto, un despido, un divorcio, una noticia inquietante o simplemente el aburrimiento—, siempre habría alguien con quien hablar. Allí donde faltaba la sociedad, la red ofrecía un sustituto.

Estos placeres se duplican con el llamado “efecto red”: cuanto más la usa la gente, más valiosa resulta para cada usuario. Zuckerberg entendió muy pronto que así construiría su sitio. Como declaró al periódico universitario The Harvard Crimson: “La naturaleza del sitio es que la experiencia de cada usuario mejora si logra que sus amigos se unan”.[8] Otras universidades se registraron enseguida. Y bastó un año para atraer la atención de los anunciantes, gracias a la escala bruta y la objetividad de sus datos. En 2005, cuando Interscope Records lanzó el sencillo “Hollaback Girl” de Gwen Stefani, acudieron a Facebook.[9] A diferencia de los anunciantes que usaban datos de cookies, Facebook podía garantizar que los anuncios de Interscope serían vistos por un público específico: las animadoras universitarias. El resultado fue que “Hollaback Girl” sonó en los estadios de fútbol ese otoño. Facebook tomó entonces dos decisiones: a finales de 2006, abrió el servicio al público en general, acumulando un total de 12 millones de usuarios, y, al mismo tiempo, sus ingenieros comenzaron a desarrollar algoritmos para analizar los patrones de su inmensa mina de oro de datos. Facebook asegura piadosamente que no vende los datos de sus usuarios, pero la idea era utilizarlos para cuantificar, manipular y vender su atención.

Facebook era un imán para los anunciantes, pero también un laboratorio público a gran escala. En 2007, con 58 millones de usuarios activos, equipos de académicos de Harvard y de la Universidad de California estudiaban los perfiles para obtener información sobre la relación entre los gustos y valores de los usuarios y su manera de interactuar. El profesor de sociología de Harvard Nicholas Christakis, que veía en esto un renacimiento de la tradición conductista de la universidad, declaró al New York Timesque la magnitud de los datos prometía “una nueva forma de hacer ciencia social… Nuestros predecesores solo podían soñar con el tipo de datos que tenemos ahora”.[10]

Sin embargo, como señala William Davies, el análisis conductista solo funciona si “los participantes en los experimentos lo hacen de manera ingenua”.[11] Cuanto más saben sobre lo que ocurre, menos fiables son los resultados. La expresión más célebre de esta idea fue la publicación, en 2014, de los resultados de un experimento realizado sobre usuarios de Facebook. Setecientos mil usuarios fueron sujetos involuntarios de la manipulación de sus muros para que los investigadores pudieran estudiar la “contaminación emocional”. El daño a la reputación de Facebook fue relativamente limitado, y las empresas del sector social continúan suministrando enormes volúmenes de datos, a menudo de pago, a los investigadores.

El mayor avance de Facebook también radicalizó sus inclinaciones hacia la “caja de Skinner”: el botón de “me gusta”. Facebook no inventó esta herramienta. Reddit ya usaba un botón de “voto positivo”, y Twitter permitía a los usuarios “marcar como favorito” desde 2006. En 2007, el agregador social FriendFeed utilizó por primera vez un botón de “me gusta”. FriendFeed fue adquirido por Facebook en 2009, justo cuando la compañía lanzó su propio botón. Este fue un ejemplo de las prácticas conocidas como “apuñalar al bebé” y “robar el oxígeno”, que Microsoft había perfeccionado a finales de los años noventa.[12] Facebook se apropió del trabajo de un competidor más pequeño, del que ya había incorporado varias funciones en su propio diseño, y luego lo compró para eliminar un mercado que lo amenazaba.

Según Leah Pearlman, el botón de “me gusta” se introdujo para modificar el comportamiento de los usuarios. Este es el objetivo de muchas innovaciones en las redes sociales. Por ejemplo, cuando Instagram introdujo la función “Archivo” para fotos antiguas o no deseadas, lo hizo para desincentivar que los usuarios las borraran y privaran a la plataforma de contenido. En este caso, Facebook había estado considerando un botón de “bomba” o de “increíble”, que sustituyera las expresiones redundantes de emoción en los hilos de comentarios por manifestaciones cuantificables y de bajo esfuerzo. En lugar de diez mensajes de “felicidades” por una foto de boda, podría haber cien “me gusta”. Esto incentivaría a los usuarios a publicar más actualizaciones de estado. Además, reforzaba la técnica existente de Facebook de cuantificar la popularidad y permitir comparaciones sociales rápidas y objetivamente medibles.

Decir que funcionó sería quedarse corto. El botón de “me gusta” lo cambió todo en Facebook. La interacción de los usuarios se disparó. En mayo de 2012, con mil millones de usuarios activos, Facebook tenía tanto potencial de beneficio que pudo realizar su oferta pública inicial de acciones. Las demás plataformas del sector social no pudieron resistirse a las ventajas del botón de “me gusta”. Una tras otra, lo adoptaron: YouTube e Instagram en 2010, Google+ en 2011, Twitter en 2015. Con las plataformas sociales nació un nuevo modelo industrial, y el botón de “me gusta” marcó un momento decisivo en su consolidación.

El botón de “me gusta” es el eje del modelo de la “caja de Skinner”, basado en la administración de recompensas y castigos, dentro de la lucha por la economía de la atención. Es la organización económica de la adicción.



II.

Ya sea que creamos o no estar enganchados, la máquina nos trata como adictos. La adicción es, de forma deliberada, el modelo de nuestra relación con la Máquina Parlante. El problema es que nadie sabe realmente qué es la adicción.

¿Qué tiene de tan adictivo un “me gusta”? Hasta hace poco, la medicina y la psiquiatría trataban el abuso de sustancias como el paradigma de toda adicción. Los gobiernos, encabezados por Estados Unidos, han librado una “guerra contra las drogas” justificándola con la idea de que los consumidores son esclavos químicos, sin control sobre sus vidas. Esta perspectiva fue heredada de los movimientos de templanza de finales del siglo XIX y principios del XX, que veían el alcohol como un demonio que poseía al bebedor. Luego se extendió a todo uso de drogas recreativas, fueran adictivas o no.

Sin embargo, el consumo de drogas representa solo una quinta parte de todas las prácticas adictivas.[13]En las últimas décadas ha surgido una proliferación de tratamientos para diversas obsesiones: Bloggers Anónimos, Deudores Anónimos, Jugadores Anónimos, y así sucesivamente. Y desde la década de 1990 ha crecido la preocupación por algo llamado “adicción a internet”, seguida de la “adicción a las redes sociales”. El modelo de investigación para la adicción a las redes sociales es la adicción al juego.[14]Kimberly Young, psicóloga y fundadora del Center for Internet Addiction, fue una de las pioneras en el campo. Experta reconocida en adicción al juego, advirtió similitudes entre quienes apostaban su casa en una mano de póker y quienes apostaban su vida frente a una pantalla parpadeante. En ambos casos no había una droga física implicada, pero sí patrones adictivos.

Young buscó un conjunto de síntomas que apuntaran a un uso “excesivo” de internet. Si los usuarios estaban obsesionados con el medio, si ocupaba cada vez más tiempo, si al intentar reducir su uso se sentían inquietos, irritables o de mal humor, o si lo utilizaban para evadirse de problemas personales o sentimientos de disforia: eso era adicción. Los usuarios obtenían una puntuación, basada en sus respuestas a un cuestionario, que indicaba la gravedad de su adicción. Las investigaciones posteriores sobre la adicción a las redes sociales se han centrado igualmente en el uso “excesivo” de las plataformas con fines escapistas o de regulación del ánimo, en las consecuencias negativas y en la pérdida de control.

Esto aún no se ha consolidado como una categoría clínica estable. The Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), la biblia de los psiquiatras estadounidenses, ha tendido a ver la adicción a través del prisma del consumo de drogas. Nunca ha reconocido la adicción a internet. Incluso hoy, aunque admite el “trastorno del juego”, no habla de adicción al juego. Aun si el DSM modificara su enfoque, seguiría existiendo un problema, el mismo que afecta a la mayoría de sus categorías clínicas: describir un conjunto de comportamientos no explica cómo se relacionan entre sí ni qué los causa. Podemos llamar adicción a algo porque se asemeja a otros fenómenos que también han sido llamados así, pero eso no significa que sepamos qué es realmente la adicción. En medio de esta confusión conceptual dominante, necesitamos un nuevo lenguaje.



III.

La adicción tiene que ver con la atención. Para los directivos de la industria social, esto es algo axiomático. Prestamos atención a lo que nos hace sentir bien, a las “recompensas”. Y, en una economía de la atención, las plataformas de la industria social libran una batalla constante para manipular nuestra atención en tiempo real.

Sean Parker, presidente fundador de Facebook, repitió una serie de investigaciones al afirmar que las plataformas de redes sociales logran esto explotando el deseo de obtener un “subidón de dopamina”.[15]Su maquinaria genera dosis regulares de placer en forma de “me gusta”, con notificaciones rojas parpadeantes que proporcionan el mismo estímulo que recibe un adicto a las máquinas tragaperras cuando las tres campanas se alinean. La antropóloga Natasha Dow Schüll sostiene, basándose en su estudio sobre el juego, que cuando esas recompensas de dopamina, anormalmente elevadas, inundan el cerebro, “perdemos la fuerza de voluntad”.[16] Nuestros cerebros, no preparados por la evolución para semejante avalancha, “se saturan y se desajustan”. Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos, insiste: “La adicción tiene que ver con la dopamina”.[17]

Y, sea o no cierta la teoría, las técnicas basadas en ella parecen funcionar. Adam Alter, psicólogo que estudia la adicción digital, ha analizado los datos recopilados por la aplicación Moment, que registra el uso del teléfono móvil.[18] El 88% de los usuarios pasaba “una media de una cuarta parte de su vida despierta en el teléfono”. En sus propios datos descubrió, para su asombro, que pasaba tres horas diarias con el móvil, levantándolo unas cuarenta veces al día. Y su comportamiento puede considerarse moderado: un estudio de 2013 concluyó que el usuario medio revisa su teléfono 150 veces al día, lo que, según otras investigaciones, incluye 2.617 toques, pulsaciones o deslizamientos.[19] Una encuesta reciente incluso halló que uno de cada diez usuarios ha consultado su teléfono durante el sexo.[20] Pero para Alter, como para la mayoría de nosotros, el anzuelo era tan sutil y seductor que la presa ni siquiera notó el momento en que su boca se cerró sobre él.

No todos aceptan, sin embargo, el consenso sobre la dopamina. Marc Lewis, exadicto a la heroína y neurocientífico, ha escrito de forma conmovedora sobre su propia salida de la adicción y ha contribuido enormemente a su estudio científico. En su libro The Biology of Desire, sostiene que la adicción no consiste en consumir una sustancia u otra. Es la “repetición motivada” de un pensamiento o un comportamiento.[21] El pensamiento o el comportamiento pueden estar motivados inicialmente por la expectativa de una euforia o por el deseo de evitar la depresión. Pero una vez repetidos lo suficiente, adquieren su propia motivación.

Esto es posible, dice Lewis, por la forma en que funciona el cerebro. Los miles de millones de células nerviosas que organizan pensamientos y emociones están en constante cambio. Unas mueren, otras nacen. Algunas sinapsis se vuelven más eficientes con la práctica, lo que permite mejores conexiones; otras, en cambio, se debilitan. Al repetir un pensamiento o una conducta, hacemos que las sinapsis y las células asociadas a ellas prosperen, mientras que las menos usadas mueren o se vuelven ineficaces. Cambiamos el “cableado del cerebro”, el “circuito neuronal” del deseo. Cuanto más repetimos una acción, más entrenamos al cerebro para repetirla de nuevo. Creamos un túnel de atención. Como dice Lewis, “lo que se activa junto, se conecta junto”.

En otro nivel, el del significado, podría decirse que la adicción es una forma frustrada de amor. Es un apego apasionado a algo que, poco a poco, ocupa una parte cada vez mayor de la mente. Ejerce un veto sobre otros amores, aspiraciones y sueños. Acapara nuestra atención, cuando la atención está sujeta a la escasez económica. Usurpa nuestra creatividad, cuando el objetivo de la vida pasa a ser mantener el acceso al objeto, permanecer cerca de él. Para la Máquina Parlante, esto es algo positivo: nos mantiene escribiendo. En una economía de la atención, la adicción no es tanto un flagelo como un modo de producción.

Cualquier cosa que capture nuestra atención de tal manera debe ser objeto de intensas fantasías. En la historia de la literatura de adictos, por ejemplo, las drogas son objetos mágicos, casi de cuento, capaces de invocar abundancia de la nada y desafiar las leyes de la física. O eso parece al principio. Las célebres Confesiones de un comedor de opio inglés, de Thomas De Quincey, destacan precisamente por su aire utópico.[22] Con la primera dosis, había descubierto “el secreto de la felicidad”, “una resurrección desde la más baja profundidad”, “un abismo de gozo divino”, “un apocalipsis del mundo interior”, “éxtasis portátiles… embotellados en una pinta”. Había hallado las habichuelas mágicas, la gallina de los huevos de oro, el lino transformado en oro: la plenitud emocional. Una recompensa comparable solo con la dicha oceánica que los místicos de todas las religiones han perseguido a través de extraordinarios rigores físicos y mentales.

Sin embargo, a medida que el subidón se desvanece, las fantasías se oscurecen. Cuando el poeta y místico católico Francis Thompson cantó a “La amapola”, fuente de sus “marchitos sueños”, era como si se hubiera convertido en una cáscara impotente al servicio de aquella sustancia mágica.[23]

La flor del sueño inclina su cabeza entre el trigo,
pesada de sueños, como aquel de pan.
[…]
Cuelgo entre los hombres mi inútil cabeza,
y mi fruto son los sueños, como el suyo es el pan.
[…]
¡Amor! Caigo en las garras del Tiempo:
pero en un verso cubierto de hojas perdura
todo cuanto el mundo aprecia de mí:
mis marchitos sueños, mis marchitos sueños.

Su cabeza, fuente real de sus sueños, era, igual que la flor, un capullo inclinado e “inútil” que contenía el opio. Atribuía a la droga su poder creativo restante. Los adictos tienden a fetichizar el objeto de su adicción. Le atribuyen su propia capacidad de acción e imaginan que posee grandes poderes que en realidad no tiene. Al mismo tiempo, padecen un profundo empobrecimiento subjetivo: el adicto es tan pobre como rico es el objeto.

La Máquina Parlante parece poseer una cualidad mágica similar. La tecnología nunca ha sido solo tecnología. Siempre ha sido un mundo de intensos apegos emocionales.[24] La Máquina Parlante promete darnos acceso ilimitado a todo, permitiéndonos trascender las limitaciones de la mera carne. Así fue como la empresa de telecomunicaciones MCI vendió internet hace dos décadas:[25] la gente podía comunicarse “de mente a mente”. Sin raza, sin género, sin edad, sin enfermedad. “Solo hay mentes”, sugería el anuncio con fervor. “¿Utopía? No… Internet. Donde las mentes, las puertas y las vidas se abren”. Era clintonismo digital, una forma ligera de utopismo liberal. Situado a la débil sombra del éxtasis opiáceo, prometía una abundancia del ser, una inmortalidad sin edad, una plasticidad proteica más allá del sustrato corporal. El nombre de esa abundancia era conectividad, una sustancia verdaderamente mágica.

Las plataformas sociales dan una expresión concentrada a esta idea, convirtiéndola en modelo de negocio y razón de ser. El primer anuncio en vídeo de Facebook nos recordaba que el universo “es vasto y oscuro, y nos hace preguntarnos si estamos solos”.[26] Construimos conexiones, decía, para “recordarnos que no lo estamos”. La conexión era la base de “una gran nación”, “algo que la gente construye para tener un lugar al que pertenecer”. Por implicación, las plataformas serían constructoras de naciones, gracias al poder de la conectividad. Al comienzo de las llamadas “revoluciones de Twitter”, esa misma sustancia mágica se suponía capaz de superar a los viejos regímenes y engendrar levantamientos democráticos.

Pero, como señala el escritor ciberpunk Bruce Sterling, la conectividad no es necesariamente un símbolo de abundancia y prosperidad.[27] En cierto sentido, son los pobres quienes más la valoran. No en el sentido del viejo estereotipo clasista según el cual “a los pobres les encantan sus teléfonos móviles”: ningún grupo poderoso rechazaría las oportunidades que ofrecen los smartphones y las redes sociales. Los poderosos simplemente se relacionan de otra manera con la máquina. Pero cualquier cultura que valore tanto la conectividad debe de estar tan empobrecida en su vida social como una cultura obsesionada con la felicidad está profundamente deprimida. Lo que Bruce Alexander denomina el estado de “desconexión psicosocial” permanente en el capitalismo tardío —una vida dominada por la ley de los mercados y la competencia— es el contexto del aumento de las tasas de adicción.[28] Es como si la relación adictiva sustituyera a las relaciones sociales que el torbellino del capitalismo ha hecho añicos.

La naturaleza de esta pobreza social puede reconocerse en una situación típica de un adicto a la industria social. A menudo usamos nuestros teléfonos inteligentes para apartarnos de una situación social sin abandonar realmente esa situación. Es como si estuviéramos al mismo tiempo solos y amenazados por la intimidad. Desarrollamos formas de simular atención conversacional mientras seguimos pendientes del teléfono, una técnica conocida como phubbing. Experimentamos esta extraña “uniformidad sin distancia”, como la llama Christopher Bollas.[29] Nos convertimos en nodos de la red, equivalentes a los dispositivos “inteligentes”, meros puntos de retransmisión de fragmentos de información; extensiones del teléfono o la tableta tanto como estos lo son de nosotros. Preferimos la máquina cuando las relaciones humanas se han vuelto decepcionantes.[30]



IV.

Durante los últimos veinte años, se han producido una serie de cambios sociales aparentemente distintos en los países más ricos, sobre todo en Europa y Norteamérica. En la mayoría de estas sociedades se ha observado, en primer lugar, una marcada disminución de todas las formas de violencia, incluida la violencia sexual.[31] Casi simultáneamente, estas mismas sociedades han experimentado una caída —casi un desplome— en las tasas de consumo de alcohol y nicotina, sustancias que históricamente se consumían de forma social.[32] Por último, los jóvenes mantienen relaciones sexuales con mucha menor frecuencia, un fenómeno que ha sido objeto de burlas y de una curiosidad morbosa. Resulta paradójico que, siendo más liberales en materia sexual que las generaciones anteriores, los jóvenes sean también más propensos a evitar el sexo.

Sin embargo, todas estas tendencias tienen algo en común: muestran un descenso de la sociabilidad. Otros datos lo confirman. El análisis de los estadounidenses posteriores a la Generación del Milenio realizado por la psicóloga Jean Twenge muestra que son mucho menos propensos que sus predecesores a salir, tener citas o mantener relaciones sexuales.[33] Esta es una de las razones del desplome de la tasa de embarazos adolescentes. La tendencia, señala, está fuertemente correlacionada con la omnipresencia de los teléfonos inteligentes, generalizados desde 2011-2012. Los cigarrillos y el alcohol, como el proverbial café, han servido tradicionalmente como apoyos para la interacción social. No es casualidad, dice el psicoanalista Darian Leader, que en cuanto dejamos de fumar cigarrillos apareciera el teléfono móvil en nuestras manos, como si no pudiéramos enfrentarnos unos a otros sin algún tipo de mediación.[34] Pero el teléfono inteligente no es un apoyo para la interacción social: es una vía de escape, una forma de conectar con alguien que no está allí o que solo existe como rastro escrito, un fantasma en la máquina.

La fantasía de abundancia —la superabundancia de basura en línea— puede permitirnos experimentar nuestra pobreza social como si fuera riqueza, como en la ilusión de que internet y la industria social son “pos-escasez”.[35] Como muchas fantasías, esta tiene cierta base real cuando no solo los “contenidos gratuitos”, sino incluso el afecto y la emoción romántica, pueden acumularse de forma objetivada en forma de likes y matches. Pero, como ocurre con tantos cuentos de hadas, es la fantasía, el cumplimiento del deseo, de los pobres. Las redes sociales no son la causa de esta pobreza social, como tampoco lo son las drogas. Son simplemente un remedio más sofisticado que el alcohol o los cigarrillos.

Pero la Máquina Parlante es un régimen tecno-político que, a su manera, absorbe cualquier deseo incipiente de desafiar estas dolorosas condiciones. El crítico literario Raymond Williams escribió en una ocasión sobre ciertas tecnologías que fomentaban la “privatización móvil”.[36] Mientras que la electrificación y la construcción de ferrocarriles eran asuntos públicos, los automóviles y los equipos de música personales eran a la vez móviles y vinculados al individuo autosuficiente o al hogar familiar. Silicon Valley ha llevado esa lógica mucho más lejos, extendiendo la privatización hasta los espacios más públicos y solicitando nuestra participación de forma solitaria. Al mismo tiempo, ha ocupado el lugar de formas anteriores de automedicación. Así como los gigantes farmacéuticos pierden terreno con sus píldoras milagrosas para aliviar el malestar social, la tecnología responde: “hay una aplicación para eso”. La psicoanalista Colette Soler ha escrito sobre “el desarrollo sin precedentes de técnicas de escucha dirigidas a voces solitarias en apuros, más que a encontrar una verdadera ayuda para ellas”.[37]La Máquina Parlante es precisamente eso: una técnica de escucha a gran escala de voces solitarias —gritar a un político, denunciar a una celebridad, despotricar contra un director ejecutivo—, las posibilidades son infinitas.

Por tanto, en lugar de reducir la adicción a una experiencia química, debemos preguntarnos qué problemas está resolviendo. En una imagen impactante, Marcus Gilroy-Ware compara las redes sociales con un frigorífico en el que siempre hay algo nuevo cada vez que miramos.[38] Puede que solo haya un tubo medio vacío de pasta de tomate, un yogur caducado o las sobras de la cena. Y puede que ni siquiera tengamos hambre. Pero al menos entendemos el hambre, a diferencia de esos sentimientos oscuros de insatisfacción que nos llevaron al frigorífico en primer lugar. Tenemos la opción de tratar ese deseo opaco como si fuera hambre, algo que se sacia con un feed. Pero ¿qué es, exactamente, lo que estamos comiendo?



V.

¿Por qué es la adicción un modelo económico tan útil para los gigantes de la industria social —y, de hecho, para tantas otras empresas—? ¿Cómo encaja con la política de la información que rige la máquina? ¿Y qué nos dice sobre la relación entre esta máquina y sus usuarios? Parte de la respuesta se encuentra en la rebelión conductista de mediados del siglo XX contra el libre albedrío. Una rebelión con un extraño matiz utópico.

Es paradójico, porque la idea del libre albedrío es central en el sistema liberal basado en el mercado en el que vivimos. Se supone que debemos ser capaces de decidir lo que preferimos dentro de las reglas, reglas que el filósofo inglés Thomas Hobbes comparó, en una metáfora afortunada, con las “leyes del juego”.[39] Puede que no decidamos las reglas, pero sí decidimos dónde apostar y cuándo subir la apuesta. Y, a primera vista, eso parece ser lo que hacemos en la industria social. Nadie nos obliga a estar ahí, nadie nos dice qué publicar, qué “me gusta” dar o en qué hacer clic. Y, sin embargo, nuestras interacciones con la máquina están condicionadas. Críticos de las redes sociales como Jaron Lanier sostienen que la experiencia del usuario está diseñada de forma muy similar a la famosa “caja de Skinner” o “cámara de condicionamiento operante” inventada por el pionero conductista B. F. Skinner. En esa cámara, el comportamiento de las ratas de laboratorio se condicionaba mediante estímulos —luces, sonidos y comida—. Cada uno de esos estímulos constituía un “refuerzo”, positivo o negativo, que premiaba ciertos comportamientos y desalentaba otros. En la caja de Skinner, los sujetos de prueba aprenden a comportarse mediante el condicionamiento. Y si este modelo ha llegado a las aplicaciones móviles, a los videojuegos y a la industria social, tal vez sea reflejo del sorprendente resurgimiento que las ideas conductistas han tenido entre empresarios y responsables políticos en las últimas décadas.

B. F. Skinner no fue solo un científico del comportamiento, junto a colegas como Pavlov, Thorndike o Watson.[40] También fue un reformador social radical. Para él, abandonar el mito del libre albedrío y reorganizar la sociedad como un laboratorio complejo en el que la conducta fuera moldeada cuidadosamente mediante estímulos constituía una empresa utópica. Esto lo diferenciaba de muchos de los responsables políticos y académicos de su época, para quienes la ciencia del comportamiento debía servir para asegurar el orden social y ayudar a Estados Unidos a ganar la Guerra Fría contra Rusia. Los científicos del comportamiento de Harvard mantenían vínculos estrechos con el ejército estadounidense, y el propio Skinner había colaborado con los militares durante la Segunda Guerra Mundial.[41] Uno de sus principales experimentos fue el Proyecto Pelican, en el que aplicó su teoría del “condicionamiento operante” para entrenar palomas capaces de pilotar aviones y lanzar misiles letales sin poner en riesgo la vida de los pilotos. El programa tuvo un éxito sorprendente, aunque nunca llegó a implementarse.[42]Durante los años de la Guerra Fría, sin embargo, Skinner se mostró escéptico ante el extendido anticomunismo de la época y fue objeto de sospecha por parte de las autoridades debido a su oposición a las pruebas nucleares. Su interés principal no era reformar la sociedad rusa, sino la estadounidense.

Para reformar la sociedad norteamericana, Skinner debía destruir lo que consideraba sus mitos ruinosos de la “libertad” y la “voluntad”. Esos conceptos, afirmaba, eran literalmente absurdos: no describían ninguna realidad observable. Lo mismo ocurría con otros términos empleados para definir los estados mentales. En Science and Human Behavior, Skinner sostenía que las emociones eran “causas ficticias” del comportamiento y una forma no científica de describirlo.[43] Todos esos estados podían reinterpretarse como conductas producidas por un estímulo bueno o malo, un refuerzo “positivo” o “negativo”. La frustración, por ejemplo, era el comportamiento emitido por un sujeto que no recibía el refuerzo acostumbrado. La soledad no era más que una forma particular de frustración. No es que Skinner no creyera en los estados mentales; como la mayoría de los conductistas, era agnóstico respecto a ellos. Mientras tuviera los medios para observar el comportamiento de cerca, no necesitaba inferir nada sobre la vida mental del sujeto.[44]

El trasfondo utópico de este enfoque residía en la creencia de que el comportamiento humano podía regularse para evitar el daño innecesario. Esta idea se expuso por primera vez de forma completa en la novela utópica de ciencia ficción de Skinner, Walden Two,[45] que se convirtió en un éxito de ventas. El título evocaba la filosofía libertaria de Henry David Thoreau, y el propio Skinner mostró cierto interés por el anarquismo del siglo XIX. Sin embargo, la comunidad utópica descrita en el libro se parece más a la “Bensalem” de la New Atlantis de Francis Bacon: una colonia del Nuevo Mundo gobernada por una casta científica dedicada a la ilustración. En Walden Two, no son los científicos quienes gobiernan directamente, sino la ingeniería del comportamiento: una especie de algoritmo que manipula el entorno para producir buenos ciudadanos. El algoritmo podía actualizarse continuamente para incorporar los últimos avances científicos, y estaría libre del moralismo y la coerción asociados a las doctrinas del “libre albedrío”. Dado que las elecciones estaban determinadas por los refuerzos, el mal comportamiento reflejaba un fallo del sistema. Se abolía el castigo, se eliminaban las restricciones al amor sexual y se reducía drásticamente la carga de trabajo para conceder a los trabajadores más tiempo para la creatividad.

Skinner intentó repetidamente desarrollar tecnologías que materializaran sus ideas. Por ejemplo, en la posguerra diseñó y comercializó una máquina de enseñanza destinada a eliminar el fracaso escolar. La máquina planteaba preguntas rápidas o proporcionaba frases con espacios en blanco que el alumno debía completar. Los estudiantes marcaban la respuesta en una tira de papel que la máquina leía y evaluaba. Era una tecnología plenamente conductista, porque trataba a los usuarios como máquinas de aprendizaje. Variaba el ritmo y el patrón de los estímulos para mantener la atención, del mismo modo que los algoritmos de Facebook mantienen cautivos a sus usuarios, “enseñándoles” cómo comportarse en la máquina mediante la variación constante del contenido que reciben. Para Skinner, la máquina eliminaría la arbitrariedad y las ineficiencias de los docentes humanos, y modificaría la conducta de los estudiantes enseñándoles a tener razón.

El problema obvio es que buena parte de lo que merece ser enseñado no puede evaluarse rápidamente. Es posible examinar el conocimiento de fechas históricas, ecuaciones matemáticas o capitales de países. Pero todo aquello más complejo —como el análisis crítico— escapa a la comprensión de una máquina. Cuando no hay una respuesta correcta, los estudiantes deben aprender a equivocarse. Deben rendirse y hacer el duelo por su creencia errónea de que lo saben todo.[46] Otro problema es que no somos máquinas de aprendizaje. ¿Qué puede hacer, entonces, una máquina de enseñanza con esa parte de nosotros que nunca aprende nada? ¿Cómo educar el costado que se aferra obstinadamente a fantasías irrealizables y pasiones irracionales, que persiste en la autodestrucción pese a todas las advertencias? El conductismo pasa por alto con ligereza esa realidad cotidiana o la trata como un obstáculo que sortear. Sin embargo, cabe argumentar que es precisamente ese núcleo irracional, esa rareza humana, lo que nos impulsa a aprender algo en primer lugar.

El problema más importante de las máquinas de enseñanza, sin embargo, es político. En Walden Two, la comunidad está gobernada por un tirano benévolo, Frazier. Al defender sus técnicas, Frazier argumenta que la alternativa sería dejarlas en manos de movimientos perversos como los nazis. Esta comparación no hace sino evidenciar su autoritarismo. La fantasía consiste en creer que es posible saber, mediante la investigación científica, qué es lo bueno y cómo debe vivir la gente. Es una fantasía en la que el sentido es reemplazado por la técnica, y todo lo conflictivo, polémico o desagradable de la vida social es sustituido por una superficie lisa y un flujo constante. (Quizá no sea casual que la estética del capitalismo tardío —y especialmente la de los teléfonos inteligentes y las aplicaciones— esté tan obsesionada con la suavidad y el flujo).[47] Ello exige una vigilancia intrusiva y una manipulación de laboratorio sobre la población entera. Pero el secreto de la buena vida no es algo que pueda saberse, pues es distinto para cada persona. Por tanto, detrás del gobierno de la ciencia y la tecnología siempre debe de haber alguna forma de tiranía que tome esas decisiones. Algunas comunidades reales intentaron emular Walden Two, con resultados diversos; uno de los principales problemas fue que sus líderes solían identificarse con el autoritarismo benévolo de Frazier.[48]

El conductismo radical produjo malas utopías y mala teoría. A partir de la década de 1970, fue desplazado en el ámbito de la psicología por los enfoques cognitivos, más interesados en analizar los estados mentales. Sin embargo, las malas teorías a veces generan técnicas útiles. Por ejemplo, una máquina de enseñanza puede no saber nada sobre los deseos humanos, pero una máquina muy sofisticada, con suficientes datos, podría aprender a manipularlos. Si detecta patrones regulares de comportamiento, puede aprender a “enseñar” a las mentes, a entrenar la atención del cerebro de modos específicos. Y, en efecto, las ideas conductistas han vuelto a ganar terreno. Tras perder influencia en la psicología, se filtraron en la neurociencia, que tomaba un giro agresivamente reduccionista. A comienzos de los años noventa, los científicos del cerebro llegaron a la conclusión de que los estados mentales podían explicarse por la estructura física del cerebro, y esta, a su vez, por la genética y el entorno. En lugar de enfrentarse a las complejidades de la mente, el significado y la motivación, bastaba con estudiar el cerebro como un organismo. Esta creencia no solo era coherente con las ideas conductistas sobre el condicionamiento, sino que estaba profundamente influida por ellas.[49] Y resultó extremadamente útil para las grandes farmacéuticas. Si los estados mentales como la depresión o la ansiedad podían entenderse como estados químicos, entonces podían tratarse con pastillas de la felicidad.

El conductismo también inspiró la disciplina enormemente influyente de la economía del comportamiento, que ha extendido su alcance hasta el corazón de los gobiernos y de industrias tan lucrativas como las del entretenimiento, el juego y la tecnología. Nir Eyal, empresario y economista conductual, sostiene que las empresas de éxito utilizan estas técnicas para generar adicción en sus clientes: el “modelo del anzuelo” empresarial.[50] La idea es usar “recompensas” para implantar un “disparador interno” en la mente del consumidor. Si, por ejemplo, el más leve impulso de soledad, aburrimiento o frustración nos hace coger el teléfono sin pensar, ese es el disparador interno: hemos mordido el anzuelo. Resulta llamativo que la teoría de Eyal se base en la afirmación radical de que “no existe tal cosa como el yo”.[51] Somos solo un conjunto de experiencias y hábitos pasados. La mejor forma de que una empresa obtenga beneficios continuos es ser la primera en definir esas experiencias y hábitos.

La utopía de Skinner proyecta su sombra sobre la Máquina Parlante. Aunque, como todas las corporaciones, los gigantes de la industria social afirmen que nos ofrecen lo que queremos, sus técnicas parten de la premisa de que no sabemos lo que queremos. Y, aun suponiendo que lo supiéramos, no tendrían motivo alguno para dárnoslo. La máquina no es una democracia, ni siquiera un mercado; no somos ni clientes ni votantes. Somos “siervos digitales”, dice Jaron Lanier, “el ganado de un dominio feudal”, según Bruce Sterling.[52] Habitamos un laboratorio, una auténtica cámara de condicionamiento operante, a la que hemos sido atraídos con la promesa de un lujo democratizado. En los primeros días de internet, la promesa era que podíamos “preguntar a Jeeves”; ahora se nos ofrecen “herramientas” y “asistentes virtuales”. Sobre esa base, millones de nosotros hemos ingresado en una red de vigilancia en la que somos los sirvientes, proporcionando incontables horas de trabajo gratuito. Incluso se nos asignan “microtareas” sin que lo notemos. Cada vez que completamos un Captcha, al transcribir letras y números para “probar que somos humanos” y acceder a nuestro correo, podemos estar ayudando a una empresa comercial a digitalizar un archivo.[53] En el mundo emergente, el trabajo gratuito se extrae de los usuarios bajo la apariencia de “participación” y “retroalimentación”.

Desde el punto de vista de la libertad, afirma Shoshana Zuboff, este nuevo “capitalismo de la vigilancia” es peor que el panóptico.[54] El panóptico nos enseña a conformarnos con las normas dominantes. Pero ese tipo de poder, al menos, reconoce la posibilidad de que no nos conformemos. En cambio, en el capitalismo de la vigilancia, los mecanismos de observación y manipulación están diseñados sin partir de ninguna suposición sobre la autodeterminación psicológica. La conformidad desaparece en la maquinaria: un orden de estímulo–respuesta, causa y efecto.

Las técnicas de Skinner, unidas a la visión científica del mundo posterior a la Guerra Fría, proporcionaron a las corporaciones y a los gobiernos una forma de ingeniería social sutil, a nivel microscópico, respaldada por décadas de investigación científica y, ahora, por el big data. En la industria social, la máquina de enseñar se convirtió en máquina de adicción. Y, al parecer, no es el aula el entorno más adecuado para el condicionamiento operante, sino el casino.



VI.

“¿Qué ocurriría si se acumulara toda la energía y la pasión… que cada año se derrochan… en las mesas de juego de Europa?”.
Ludwig Börne[55]


La analogía entre el jugador y el adicto a las redes sociales es difícil de evitar. Tristan Harris, exespecialista en ética del diseño de Google, llama a tu smartphone “la máquina tragaperras en tu bolsillo”.[56] La mayoría de las aplicaciones de teléfono utilizan “recompensas variables intermitentes” para mantener enganchados a los usuarios. Como las recompensas son variables, son inciertas: hay que tirar de la palanca para ver qué toca. Adam Alter añade que, con la invención del botón de “me gusta”, los usuarios apuestan cada vez que publican. Natasha Schüll, basándose en su trabajo sobre el juego automatizado, coincide.[57]

Los casinos de hoy son muy distintos de las partidas de dados y cartas organizadas por los viejos jefes del crimen. En la mesa de ruleta, el jugador podía justificar su placer perverso por el riesgo como un asunto de honor en competencia con sus pares. En las últimas décadas, sin embargo, la forma favorita ha pasado de la mesa a la máquina tragaperras. Y las máquinas, digitales y complejas, están muy lejos de los tiempos del “tragamonedas” de una sola palanca. Ahora el jugador no vive duelos de gallos, sino una pantalla interactiva que ofrece múltiples combinaciones de probabilidades y apuestas, desplegando técnicas de diseño de experiencia de usuario similares a las de los videojuegos para inducir placer. Las máquinas cuentan con una serie de recursos para dar a los usuarios la apariencia de ganancias regulares que los mantengan jugando. A menudo son “pérdidas disfrazadas de ganancias”, en la medida en que el premio es inferior al coste de la jugada. Pero ganar ni siquiera es el objetivo del juego. Cuando estamos en la máquina, observa Schüll, nuestro objetivo es seguir conectados.[58] Como explica una adicta, no juega para ganar, sino para “quedarme en esa zona de la máquina en la que nada más importa”. La industria del juego reconoce ese deseo de evitar la realidad social. Lo llama “tiempo en dispositivo”, y todo en la máquina está diseñado para fomentarlo.

“El tiempo en dispositivo” señala algo crucial sobre la adicción. Tradicionalmente, los casinos han bloqueado la luz natural y eliminado cualquier elemento que transmita la sensación de paso del tiempo: no hay ventanas, ni relojes, y se ofrece un suministro constante de bebidas en lugar de comidas programadas. Algunos adictos a las máquinas tragaperras hoy prefieren orinar en un vaso de papel antes que alejarse del dispositivo.[59] Los bares y los fumaderos de opio también tienen una historia de aislamiento de la luz diurna para permitir a los usuarios disfrutar sin la intrusión del tiempo. La sensación de salirse del tiempo es común a muchas adicciones. Como explica un exjugador, “todo lo que puedo recordar es haber vivido en trance durante cuatro años”.[60] Schüll lo llama la “zona de la máquina”, donde la realidad ordinaria “queda suspendida en el ritmo mecánico de un proceso repetitivo”.[61] Para muchos adictos, la idea de enfrentarse al flujo normal del tiempo resulta insoportablemente deprimente. Marc Lewis describe cómo, incluso después de abandonar la heroína, no podía soportar “un día sin un cambio de estado”.[62]

La Máquina Parlante, como cámara de condicionamiento operante completamente diseñada, no necesita los recursos del casino o del fumadero de opio. El usuario ya se ha evadido del trabajo, de un almuerzo aburrido, de una situación social ansiosa o de un mal encuentro sexual, para entrar en una zona diferente, fuera del tiempo. Lo que hacemos en la Máquina Parlante tiene tanto que ver con lo que estamos evitando como con lo que encontramos al iniciar sesión, que, al fin y al cabo, suele no ser muy emocionante. No hace falta bloquear las ventanas, porque eso ya lo hace la pantalla: bloquea la luz del día.

Y gestiona el tiempo de un modo distinto. Para los jugadores, el único ritmo temporal que importa es la secuencia de encuentros con el destino, la racha de suerte.[63] Para los consumidores de drogas, lo que cuenta son los ritmos del subidón, ya sea el efecto “estacionario” del opio o el ciclo de subida, clímax y caída del alcohol. La experiencia de los usuarios de las plataformas, en cambio, se organiza en un flujo hipnótico. El usuario se sumerge en una corriente de información en tiempo real y es disciplinado para mantenerse siempre un paso por delante. Twitter no destaca la fecha y hora de las publicaciones, sino su antigüedad y, por tanto, su actualidad: “4m” o “12h”, según el caso.

El estado hipnótico resultante, según el teórico digital David Berry, es sorprendentemente parecido a lo que en los primeros mercados bursátiles se llamaba el “trance del teletipo”.[64] Los especuladores financieros quedaban absortos observando las señales del ticker tape del mercado, atentos a cada mínima variación en el flujo en tiempo real. Es decir, la marca temporal, como la información codificada en el teletipo, es información sobre el estado del juego. Permite al usuario hacer una apuesta informada.

Si las plataformas de la industria social son como los casinos, entonces se apoyan en la expansión ya existente del juego durante la era neoliberal. Mientras que en el periodo posterior a la guerra el juego estaba controlado de manera paternalista, las leyes se han ido liberalizando progresivamente durante los últimos cuarenta años.[65] En el Reino Unido, este cambio fue anunciado por la Comisión Real sobre el Juego, presidida por Lord Rothschild, y culminó en una liberalización casi total con las recomendaciones del Gambling Review Body en 2001. Hoy, la mayoría de los británicos participan en alguna forma de juego, principalmente a través de la Lotería Nacional. Transformaciones similares han tenido lugar en Estados Unidos y Canadá, y la Comisión Europea ha presionado a países rezagados como Italia, Austria y Francia para que liberalicen sus leyes.

Todo esto ha ocurrido en paralelo con las oleadas de liberalización financiera, en las que el dinamismo capitalista pasó a depender cada vez más de las apuestas y de las apuestas derivadas del mercado bursátil. Y existe una convergencia lógica entre la financiarización y la tecnología. El sector financiero es el más informatizado del capitalismo, y el uso de software para las operaciones bursátiles ha dado lugar a numerosos intentos de “jugar con el sistema”, como ocurrió en mayo de 2010, cuando un operador, mediante algoritmos que “simulaban” apuestas contra el mercado unas diecinueve mil veces, provocó momentáneamente un desplome de un billón de dólares.

Culturalmente, la idea de la vida como una lotería —que solo unos pocos adeptos mágicos saben “manejar”— ha adquirido una amplia aceptación, tanto como teoría social popular como explicación del infortunio humano. Esto vincula el juego con el destino y el juicio divino de un modo que remite a sus expresiones más antiguas. Como explicó la fallecida estudiosa de literatura Bettina Knapp, el uso del juego como dispositivo adivinatorio, como forma de discernir qué quiere de nosotros el Ser Supremo, se encuentra en el sintoísmo, el hinduismo, el cristianismo y el I Ching.[66] En varios pasajes de la Biblia, el sorteo o lanzamiento de dados se utiliza para conocer la voluntad divina. En esencia, el dado o la suerte constituyen una pregunta sobre el destino, dirigida a un poder superior. Algo similar ocurre cuando publicamos un tuit, un estado o una imagen: tenemos poco control sobre el contexto en que serán vistos o comprendidos. Es una apuesta.

El cliché sostiene que las plataformas de la industria social administran “aprobación social” en dosis métricamente precisas. Pero eso sería como considerar el juego solo desde el punto de vista de las ganancias. Cada publicación es una suerte echada para el equivalente contemporáneo del Dios de Todo. Lo que en realidad pedimos al publicar un estado es un veredicto. Al decirle algo a la máquina sobre nosotros mismos, sea cual sea nuestra intención, estamos pidiendo juicio. Y todo aquel que apuesta sabe que, al final, perderá.

Perder, y seguir apostando hasta perderlo todo, es una parte normal de la adicción. Sin embargo, este aspecto autodestructivo queda curiosamente excluido en el extendido modelo de la “dopamina”. Según esta teoría, el conductismo se fusiona con los hallazgos de la neurociencia para afirmar que la adicción resulta de un comportamiento seguido de un refuerzo positivo —por ejemplo, una descarga de dopamina y adrenalina— que provoca la repetición del comportamiento.[67] La repetición se refuerza además de manera negativa por los síntomas físicos desagradables de abstinencia.

Es cierto que la adicción tiene efectos fisiológicos definidos. Un estudio sobre la “adicción a internet” halló que los síntomas de abstinencia son muy similares a los de la adicción a las drogas: aumento del ritmo cardíaco, de la presión arterial y de la ansiedad.[68] Pero la dopamina no funciona exactamente como se creía. Según el neurocientífico Robert Sapolsky, las investigaciones más recientes muestran que está relacionada no con el placer, sino con el apetito y la anticipación.[69] Nos hace desear algo, pero no nos produce euforia. La dopamina, como explica la antropóloga Helen Fisher, recorre las “vías neuroquímicas del deseo”.[70] No se trata de placer, sino de querer. La adicción es algo que se hace conel deseo, por quienes ya están hartos de desear.

Hasta aquí, todo sigue siendo perfectamente compatible con los supuestos conductistas. Pero los patrones fisiológicos no explican la adicción; son, más bien, lo que necesita explicación. Las vías químicas creadas por la repetición motivada de una conducta no constituyen, al mismo tiempo, su causa suficiente. Si la adicción es una pasión, una forma de amor desviada, entonces el modelo médico de la adicción yerra el punto tanto como el modelo médico del amor. Toda experiencia tiene una firma bioquímica, por lo que es legítimo describirla a ese nivel. Pero reducir la experiencia a la química significa omitir lo esencial: su sentido.

El psicólogo Stanton Peele y el psiquiatra Archie Brodsky sostienen que ser adicto equivale a establecer una dependencia emocional allí donde ha fallado otra relación emocional.[71] Y que la dependencia se establezca con una persona, con un sistema de creencias o con una sustancia es cuestión de circunstancias. La clase social, la cultura y las experiencias de infancia predisponen a distintos tipos de dependencia. La salida de una adicción destructiva puede pasar por descubrir una dependencia mejor, una nueva pasión absorbente. Se trata de concebir la recuperación no como un afortunado escape de una enfermedad, sino como un acto creativo. Los adictos que logran dejarlo, dice Marc Lewis, lo hacen “de forma única e inventiva”.[72] No trazan simplemente un camino hacia la abstinencia; aprenden un modo completamente nuevo de ser.

No es casualidad que tantos exdrogadictos acaben encontrando su camino en la religión, la pasión absorbente por excelencia. (Y para el jugador, como sugería Pascal, la apuesta definitiva). La raíz latina addicere tiene su origen como término técnico del derecho romano: ser addictus significaba ser entregado o cedido. Pero ya en la época moderna adquirió otro sentido: addict significaba dedicar, consagrar o sacrificar. Ser adicto era estar entregado, normalmente a una vocación o un llamado. Paradójicamente, implicaba la rendición voluntaria de la elección, como ocurre en toda vocación. Esto dista mucho de la imagen del adicto como un ser patético, químicamente esclavizado, con su autonomía moral hecha jirones. Y sugiere que el psicólogo Jeffrey Schaler tiene razón al afirmar que el problema es que hemos elegido las adicciones equivocadas.[73] Lo que llamamos adicciones son devociones extraviadas: amamos las cosas equivocadas. Pero ¿qué clase de vocación puede ser la Máquina Parlante? ¿Cómo podemos entregarnos a una tecnología que se nos presenta como nuestra servidora?

Hasta cierto punto, nuestra devoción por la máquina se ha producido sin nuestro consentimiento informado. Al fin y al cabo, ¿cuál es la diferencia entre adicción y uso ordinario? Cuanto más se expande la Máquina Parlante y coloniza nuestra vida cotidiana, más se difuminan las líneas que separan el comportamiento “excesivo” del “normal”.

Cuanto más depende la sociedad de la industria social para lograr objetivos cotidianos —socializar, entretenerse, buscar trabajo o encontrar pareja—, más lógico, y menos patológico, se vuelve usarlas con frecuencia y sentir ansiedad cuando nos vemos desconectados. Pensemos en el teléfono inteligente, la base tecnológica de la interacción en las plataformas, que en apenas unos pocos años ha tomado el control de nuestras vidas. Desde la popularización del BlackBerry —apodado CrackBerry por sus usuarios compulsivos—, el smartphone se ha asociado con comportamientos adictivos. Como antes hicimos con los teléfonos móviles y los ordenadores personales, hemos cruzado un umbral tecno-cultural invisible del que ya no hay retorno.

El teléfono inteligente es nuestro portal al mundo, nuestro billete dorado para salir de aquí. Contiene nuestras tarjetas de crédito, nuestra música, nuestras revistas, audiolibros, mapas, películas, juegos, entradas y llaves. Es nuestro orientador. Nos conecta con familiares, compañeros de trabajo y con los irresistibles matones de internet. Lo usamos para tener citas, para conseguir la cena. Rompe nuestro día, como dice Adam Greenfield, en “intervalos nerviosos y esquizoides” con sus constantes actualizaciones.[74] Lo mantenemos siempre cerca, cargado, como si en cualquier momento fuera a traernos el mensaje que llevamos toda la vida esperando.

Todo esto no se sostiene tanto sobre estructuras inconscientes como sobre capas de infraestructura material sólida. Lo que denominamos con abstracciones como “la nube” comenzó con la instalación de cables de fibra óptica subterráneos a lo largo de las vías férreas de todo Estados Unidos.[75] La construcción de este sistema no respondió a una demanda de los consumidores, sino que formó parte de una iniciativa de modernización digital impulsada por las élites administrativas clintonianas, que consideraban esencial para el desarrollo capitalista futuro. En cierto modo, ya éramos adictos a este sistema emergente antes siquiera de saber que existía.

Cada vez más, estas abstracciones están ligadas a una red emergente de tecnologías de computación ubicua que Greenfield ha llamado con acierto everyware.[76] Supuestamente diseñada para suavizar los bordes de la vida, esta red conecta teléfonos inteligentes, sensores, recolectores de datos, cookies y plataformas en un flujo constante de información. Al hacerlo, delega silenciosamente decisiones importantes. Cuando pedimos a Alexa o Siri que nos recomiende un restaurante o una zapatería cercana, serán Apple, Google o Amazon quienes determinen nuestra trayectoria por el espacio urbano en función de sus necesidades comerciales. Naturalmente, estas estructuras pueden ser utilizadas por el poder político para promover normas de gobierno, pero también pueden operar como formas de control más insidiosas.

El ideal emergente de la “ciudad inteligente”, en la que sensores y recolectores de datos determinan la asignación de recursos y activos, es un ejemplo elocuente. Ciudades de este tipo ya se están construyendo en Canadá, China e India. Mientras que el gobierno chino busca usar esta tecnología para promover un sistema de “crédito social” que recompense el buen comportamiento, los planes de Google en Toronto parecen estar guiados por las necesidades humanas. Su proyecto, llamado Quayside, utilizará la recopilación de datos y sensores para monitorear el tráfico, el clima, la contaminación y el ruido, y así ajustar calles, pavimentos y arquitectura en función de los problemas que vayan surgiendo.[77] Esto ha generado una fuerte oposición local, por el temor a lo que pueda hacerse con esos datos.

Sin embargo, el rostro benevolente de la “ciudad inteligente”, esa apariencia de hacer la vida más fácil, es también su lado oscuro. Se asemeja mucho a la idea del filósofo francés Gilles Deleuze sobre la “sociedad de control”.[78] En esa sociedad, nadie te dice qué hacer, a quién adorar o qué está bien y qué está mal. Simplemente se te ofrece un abanico de opciones tolerables. Tu realidad se reescribe para excluir los comportamientos que el sistema considera intolerables. Del mismo modo que los hábitos de consumo o las actividades de clic pueden determinar el nivel de endeudamiento permitido, los anuncios que se te muestran o las tiendas a las que serás dirigido, tu actividad se mantiene dentro de una franja manejable. Esa franja es necesariamente el resultado de decisiones políticas e ideológicas tomadas en distintos niveles, pero termina disolviéndose en la estructura “dada” de las cosas.

Y, atrapada en esta red, se encuentra la plataforma social: el motor de la escritura constante, frenética y distraída. Es en esa matriz donde nuestras pasiones y deseos se acumulan como datos, para ser mejor gestionados y manipulados. Le confesamos a la máquina mientras caminamos, ofreciéndole pequeñas plegarias ambulantes. Al hacerlo, nos convertimos en seres cíborg: un ensamblaje de materiales orgánicos e inorgánicos, fragmentos de tecnología, carne y dientes, piezas de medios y líneas de código que lo mantienen todo unido. Las conexiones entre las partes son tan simples y fluidas como los dedos que se deslizan, con precisión aprendida, sobre una superficie de cristal. Como escribió Donna Haraway, nuestros cuerpos no terminan en la piel.[79] Sus infraestructuras físicas se extienden hoy hasta la mitad del planeta.

Si por adicción entendemos la incapacidad de prescindir de algo, cada vez resulta más difícil imaginar la vida con otro tipo de cuerpo. Y los cuerpos piensan; no hay, por supuesto, nada más con lo que pensar. Ya sea al caminar o al escribir, estamos experimentando lo que los fenomenólogos llaman “cognición encarnada”. Es a esto a lo que Freud aludía cuando afirmó, en una nota tardía y oracular, que la psique está “extendida”. Al decir que la mente se extiende en el espacio, la identificaba con el cuerpo. Y al añadir que la mente “nada sabe” de esa extensión, vinculaba también el cuerpo con el inconsciente. Como si el cuerpo pensara sin que la mente se diera cuenta.

¿Qué ocurre entonces si fragmentos de nosotros —lo que el filósofo Brian Rotman llama nuestros “yoes distribuidos”— operan en paralelo en distintos procesadores?[80] Sería ingenuo suponer que estas tecnologías simplemente amplían las capacidades de nuestros cuerpos orgánicos. En realidad, crean dependencias; nos transforman. Para utilizarlas en absoluto, sostiene Lydia Liu, debemos “servir a estos objetos… como si fueran dioses o pequeñas religiones”.[81] A medida que nuestras vidas son reescritas por lenguajes digitales, comienza a emerger una nueva teología. Una de las doctrinas que se desprende de ciertos teóricos de la “singularidad poshumana” es que el universo es fundamentalmente digital, y que la realidad está, en algún sentido muy real, generada por una Computadora Universal. Este equivalente digital de rezar a un dios solar otorga dignidad cósmica a los supuestos de un modo de vida transitorio. Es una expresión extrema de la forma en que nuestra relación con la tecnología ha sido siempre religiosa.

Los adictos administran la muerte en pequeñas dosis. Estamos entregados a aquello que nos mata. En este sentido, se trata de algo muy distinto al culto solar. Por mucha obsesión que haya con la gratificación, el rasgo más evidente de la adicción, en su sentido negativo, es que mata. Y no se trata solo de una muerte física. Los drogadictos del Hastings Corridor de Vancouver, descritos por Bruce Alexander, sufren una muerte simbólica —“miseria empapada”— antes de su muerte biológica por sobredosis, suicidio, sida o hepatitis.[82] Los jugadores compulsivos también administran la muerte en un sentido simbólico, acumulando deudas impagables hasta perder todo aquello por lo que habían vivido. Si su apuesta plantea una pregunta sobre el destino, sostiene el especialista en adicciones Rik Loose, la muerte es la respuesta radical.[83]

La adicción a las redes sociales rara vez se entiende en términos tan extremos. Sin embargo, los usuarios suelen describir cómo destruye sus carreras y sus relaciones personales. Las quejas son casi siempre las mismas: acaban constantemente distraídos, improductivos, ansiosos, necesitados y deprimidos, pero también curiosamente vulnerables a la publicidad. Patrick Garratt escribió que su adicción a las redes sociales generaba una “presión desesperada y vacía de derroche” en su trabajo como periodista.[84] La adicción a las redes se ha relacionado, repetidamente, con un aumento de la depresión: la interacción con las plataformas correlaciona con un deterioro notable de la salud mental, mientras que el incremento del tiempo frente a la pantalla (o “time on device”) podría estar contribuyendo al reciente repunte de suicidios adolescentes.[85] La propia y taimada manera de Facebook de presentar el problema consistió en afirmar que, si bien el consumo “pasivo” de contenidos podía entrañar riesgos para la salud mental, una mayor participación podía “mejorar el bienestar”. Esta afirmación, aunque no respaldada por la investigación, implicaba más datos —y por tanto, más beneficios— para la empresa.

La visión dominante de estas tendencias autodestructivas fue descrita vívidamente por el empresario de la desintoxicación Allen Carr.[86] En una imagen macabra, comparó la adicción con una planta carnívora jarra. La planta atrae insectos y pequeños animales hacia su muerte con el aroma fragante de su néctar. Una vez dentro, contemplando ese delicioso charco de líquido azucarado, la criatura descubre que las paredes son resbaladizas y cerosas, y comienza a deslizarse cada vez más rápido, cayendo finalmente en lo que resulta ser su tumba acuática. Cuando se da cuenta de que el placer era un espejismo, ya es demasiado tarde para escapar. Es devorada por enzimas digestivas. Este era el argumento central de Carr, una de las técnicas de sugestión que empleaba para romper las adicciones de sus clientes. Pero también condensa la forma en que solemos pensar en el lado oscuro de la adicción: como algo que embosca al usuario, atraído por una simple promesa de placer.

El problema es que el conocimiento generalizado de los peligros de la adicción no impide que ocurra. Del mismo modo, sabemos ya que si las plataformas de la industria social logran que nos volvamos adictos, es que están funcionando bien. Cuanto más arruinan nuestras vidas, mejor cumplen su función. Y aun así, persistimos. En parte, esto puede explicarse por la manera en que la adicción organiza nuestra atención. Las plataformas, como las máquinas de apuestas, son expertas en disfrazar las pérdidas de victorias. Este efecto funciona gracias a un mecanismo similar al que aprovechan los lectores en frío y los trucos “psíquicos”: prestamos atención a los aciertos placenteros e ignoramos los fallos decepcionantes. Nos concentramos en la euforia del éxito, no en el costo de jugar ni en las oportunidades perdidas por seguir jugando. Y si, de vez en cuando, el hábito amenaza con aplastarnos, siempre podemos fantasear con que algún día una gran victoria nos salvará. Pero explicar un comportamiento no es lo mismo que explicarlo de verdad: es colaborar en su racionalización, incluso cuando quizá no tenga nada de racional.

La prevalencia de la adicción podría atribuirse, en general, a la “desconexión psicosocial”, pero como estrategia adaptativa es un desastre. Destruye a la gente de manera visible. Lo que plantea una pregunta inquietante: ¿y si la autodestrucción, en cierto modo perverso, es el rendimiento buscado? ¿Y si nos lanzamos a la planta jarra en parte porque esperamos una muerte lenta? ¿Y si, por ejemplo, las imágenes de muerte y enfermedad en las cajetillas de cigarrillos son, en realidad, una forma de publicidad? Por supuesto, no es lo que se busca conscientemente. Los consumidores de heroína intentan revivir el éxtasis del primer chute. Los jugadores compulsivos viven por esos momentos maníacos en que su estrategia parece haberles dado un gran premio. Pero si todo se redujera a bucles de dopamina que nos mantienen pendientes del siguiente estímulo, resultaría difícil explicar por qué los golpes de malestar aleatorio hacen que las redes sociales resulten aún más absorbentes. Las plataformas nos maltratan, pero mantienen viva nuestra atención.

Una de las métricas de esta experiencia es conocida como “The Ratio”. En Twitter, si las respuestas a tu tuit superan con creces los “me gusta” y los retuits, has apostado y perdido. Lo que has escrito es tan escandaloso, tan horrible, que has entrado en la zona de la tormenta de mierda. Los ejemplos más notorios involucran a directores ejecutivos, políticos o celebridades, supuestamente presentes en la plataforma por motivos profesionales, que presionan el botón de la autodestrucción con una publicación desastrosa. Pero los ejemplos más reveladores no son esos lapsos momentáneos de relaciones públicas, sino los casos en que usuarios inteligentes acaban enredados en horrendas, indignas y autodestructivas peleas con sus seguidores.

Piénsese, por ejemplo, en Mary Beard, historiadora de Cambridge que mantiene un perfil en Twitter lleno de selfis afables, opiniones de centroizquierda y charlas con sus seguidores.[87] La caída de Beard se produjo cuando reflexionó públicamente sobre las horrendas acusaciones de que trabajadores humanitarios de Oxfam habían violado y explotado sexualmente a niños en Haití. Aunque dejó claro que aquello no podía justificarse, se preguntó en voz alta lo difícil que debía de ser “mantener los valores civilizados en una zona de desastre”. Sus seguidores progresistas quedaron horrorizados. Parecía estar relativizando el comportamiento de los violadores. ¿Diría lo mismo, se preguntaban muchos, si las víctimas fueran blancas? Beard, presumiblemente, no era consciente de la posible implicación racista de su argumento, pero resultaba llamativo que eligiera este medio para plantearlo. Y quizá igual de significativo fue lo normal que resultaba esa decisión. Twitter es excelente para el ingenio rápido; la concisión lapidaria de un tuit hace que cualquier réplica suene brutalmente decisiva. Precisamente por eso es un lugar terrible para lanzar tesis provocadoras de manera casual.

En la tormenta de mierda que siguió, una avalancha de réplicas concisas y letales se dirigió contra ella. Seguidores decepcionados proclamaron su ruptura. Superado cierto umbral crítico, dejó de importar la precisión de las críticas. La tormenta de mierda no es una forma de rendición de cuentas. Tampoco es pedagogía política, por muy nobles —o sádicas— que sean las intenciones de los participantes. Nadie aprende nada, salvo cómo permanecer conectado a la máquina. Es una paliza de castigo, un éxtasis sancionado por la virtud. Twitter ha democratizado el castigo como parte de su repertorio adictivo.

En lugar de apartarse horrorizada del medio y reconsiderar su enfoque del asunto, Beard permaneció hipnotizada por el flujo. Como tantos otros usuarios, pasó horas subiendo la apuesta, tratando de refutar, de dialogar y de gestionar las secuelas emocionales del ataque. Terminó el día publicando una fotografía llorosa de sí misma, suplicando en la plataforma: “No soy, de verdad, la colonialista repugnante que decís que soy”.[88] Esto, previsiblemente, solo alimentó más el frenesí, añadiendo “lágrimas blancas” y “fragilidad blanca” a la acusación. Los sentimientos heridos, triviales en la escala del sufrimiento humano, se estaban utilizando para eludir la responsabilidad política. (Además —en voz baja—, los sentimientos heridos son deliciosos, pero nunca suficientes).

Aun así, Beard siguió volviendo. Era, a su manera, una forma de autolesión digital. El espejo que antes le decía lo maravillosa que era, ahora la llamaba basura, y aquello resultaba claramente irresistible. Muchos autolesionistas en línea crean cuentas anónimas para insultarse a sí mismos, una práctica que, en la comunidad incel (célibes involuntarios), se conoce como blackpilling. En la Máquina Parlante, no hace falta tanto esfuerzo: basta con seguir jugando y esperar. Se entra atraído por el néctar de la aprobación, y se permanece por el estremecimiento de la muerte virtual.

Parte de lo que nos mantiene enganchados es la llamada variabilidad de las “recompensas”: lo que Jaron Lanier denomina “zanahoria y garrote”.[89] La Máquina Parlante nos proporciona tanto refuerzos positivos como negativos, y la imprevisible alternancia de su retroalimentación es lo que la hace tan compulsiva. Las recompensas rutinarias pueden acabar aburriéndonos, pero la volatilidad —la forma en que el medio de pronto se vuelve contra nosotros— la vuelve aún más intrigante.

Como un amante voluble, la máquina nos mantiene necesitados y expectantes; nunca podemos estar seguros de cómo conservar su favor. De hecho, los fabricantes de aplicaciones incorporan cada vez más sistemas de inteligencia artificial y aprendizaje automático para aprender de nosotros y así aleatorizar con mayor eficacia recompensas y castigos. Suena a relación abusiva. Y, efectivamente, del mismo modo que solemos decir que una relación se ha vuelto “tóxica”, también se habla comúnmente de la “toxicidad de Twitter”.

La toxicidad es un punto de partida útil para comprender una máquina que nos atrapa mediante el malestar, porque alude tanto al placer de la intoxicación como al peligro del exceso; de ahí el término clínico para la administración de sustancias tóxicas: toxicomanía. El filósofo natural renacentista Paracelso es considerado el autor de un principio fundamental de la toxicología moderna: la dosis, no la sustancia, es la que hace el veneno.[90] “Todo alimento y bebida, si se toma más allá de su medida, es veneno”, decía.

Si la toxicidad consiste en tener la dosis equivocada, ¿de qué estamos sobredosificados? Incluso en el caso de las drogas, la respuesta no es sencilla. Como señala Rik Loose, la misma cantidad de una sustancia administrada a distintas personas produce efectos muy diversos.[91] La verdadera experiencia de la droga —lo que se llama el “efecto del sujeto”— depende en parte de algo distinto a la propia droga: depende del usuario. Las píldoras de la felicidad no tienen más magia que las habichuelas mágicas. Poseen una fuerza somática bruta, pero debe haber algo sobre lo que actuar. Y si la “desconexión psicosocial” fuera una causa suficiente, habría muchos más adictos. Más allá de cierto punto, la adicción debe actuar sobre, y ser causada por, el mundo psíquico del usuario.

En el caso de la adicción a las redes sociales, hay muchas más variables que con las drogas, por lo que resulta difícil saber por dónde empezar. Los diseñadores de las interfaces de los teléfonos y las tabletas, por ejemplo, se han asegurado de que sea placentero interactuar con ellas, sostenerlas o incluso mirarlas. El impulso irritado de alcanzar el dispositivo durante las comidas, las conversaciones, las fiestas o al despertar puede atribuirse en parte al deseo por el objeto y al suave brillo nacarado de la pantalla. Una vez que entramos en la aplicación, son los diseñadores de la plataforma quienes toman el control. Durante el tiempo que permanecemos allí, la vida se simplifica brevemente, como en un videojuego: un flujo visual único, un conjunto de retos solubles, algunas recompensas colgando y un juego de azar.[92]Pero la variedad de experiencias posibles incluye el voyeurismo, la aprobación y el rechazo, el juego, las noticias, la nostalgia, la socialización y las comparaciones sociales constantes. Si somos adictos, quizá lo seamos a las actividades que las plataformas posibilitan: desde apostar o comprar hasta espiar a los “amigos”.

Las plataformas no organizan nuestra experiencia siguiendo un plan maestro. Como señala el sociólogo Benjamin Bratton, el mecanismo es “estricto e invariable”, pero dentro de esa “autocracia de los medios”, el usuario disfruta de una relativa “libertad de fines”.[93] Los protocolos de la plataforma estandarizan y ordenan las interacciones de los usuarios. Utilizan incentivos y cuellos de botella para mantenerlos comprometidos con la máquina. Manipulan los fines en beneficio de sus verdaderos clientes —otras empresas—. Nos bombardean con estímulos, aprendiendo de nuestras respuestas, para enseñarnos mejor cómo ser el segmento de mercado en el que nos han clasificado. Pero no nos obligan a quedarnos allí ni nos dicen qué hacer con las horas que pasamos en la plataforma. Más aún que en el caso de las drogas, la toxicidad es algo que nosotros, los usuarios, aportamos al juego.

No hay pruebas de que esta toxicidad sea química. Para localizarla, quizá haya que ir, como escribió Freud, “más allá del principio del placer”.[94] El nombre de nuestra compulsión por perseguir aquello que sabemos que nos producirá malestar es “pulsión de muerte”.






* Sobre el autor
Richard Seymour (Belfast, 1977) es un escritor, ensayista y sociólogo británico, conocido por su agudo análisis de la política contemporánea, la cultura digital y el capitalismo tardío. Doctor en Sociología por la London School of Economics, ha sido colaborador habitual de medios como The GuardianThe London Review of Books y Jacobin. Su obra examina las intersecciones entre ideología, tecnología y poder, con un estilo crítico que combina teoría marxista, psicoanálisis y análisis cultural. Entre sus libros más destacados figuran The Liberal Defence of Murder (2008), Corbyn: The Strange Rebirth of Radical Politics (2016), The Twittering Machine (2019) y The Disenchanted Earth (2022).


© ImagenDie Zwitscher-Maschine (1922), de Paul Klee.

* Fuente: “We Are All Addicts”, capítulo del libro The Twittering Machine, de Richard Seymour. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.






Notas:
[1] Paul Lewis, “‘Our minds can be hijacked’: the tech insiders who fear a smartphone dystopia”, Guardian, 6 de octubre de 2017.
[2] Victor Luckerson, “The Rise of the Like Economy”, The Ringer, 15 de febrero de 2017; Julian Morgans, “The Inventor of the ‘Like’ Button Wants You to Stop Worrying About Likes”, Vice, 6 de julio de 2017.
[3] Mark Sullivan, “Jony Ive says ‘constant use’ of iPhone is ‘misuse’”, Fast Company, 6 de octubre de 2017.
[4] David Kirkpatrick, The Facebook Effect: The Inside Story of the Company That Is Connecting the World, Simon & Schuster: Nueva York, 2011, p. 118.
[5] Julia Carrie Wong, “I was one of Facebook’s first users. I shouldn’t have trusted Mark Zuckerberg”, Guardian, 17 de abril de 2018.
[6] Josh Halliday, “Facebook: Mark Zuckerberg college messages reveal steely ambition”, Guardian, 18 de mayo de 2012.
[7] Nick Bilton, Hatching Twitter: A True Story of Money, Power, Friendship, and Betrayal, Penguin: Nueva York, 2013, p. 152.
[8] Alan J. Tabak, “Hundreds Register for New Facebook Website”, The Harvard Crimson, 9 de febrero de 2004; véase también Tom Huddleston Jr., “Here’s how 19-year-old Mark Zuckerberg described ‘The Facebook’ in his first TV interview”, CNBC, 17 de abril de 2018.
[9] David Kirkpatrick, The Facebook Effect: The Inside Story of the Company That Is Connecting the World, Simon & Schuster: Nueva York, 2011, p. 319.
[10] Stephanie Rosenbloom, “On Facebook, Scholars Link Up With Data”, New York Times, 17 de diciembre de 2007.
[11] William Davies, The Happiness Industry, Verso: Londres y Nueva York, 2015, pp. 241–243 y 253.
[12] Declan McCullagh, “Knifing the Baby”, Wired, 5 de noviembre de 1998; Bruce Sterling, The Epic Struggle of the Internet of Things, Strelka Press: Moscú, 2014, Kindle Loc. 200.
[13] Bruce Alexander y Anton Schweighofer, “Defining ‘addiction’”, Canadian Psychology, vol. 29, núm. 2:151–162, abril de 1988.
[14] Kimberly S. Young, Caught in the Net: How to Recognize the Signs of Internet Addiction – and a Winning Strategy for Recovery, John Wiley & Sons: Nueva York, 1998; véase también el sitio web del Center for Internet Addiction de Young <www.netaddiction.com>.
[15] Olivia Solon, “‘Ex-Facebook president Sean Parker: site made to exploit human “vulnerability’’?’”, Guardian, 9 de noviembre de 2017.
[16] Mattha Busby, “Social media copies gambling methods ‘to create psychological cravings’”, Guardian, 8 de mayo de 2018; véase también Natasha Dow Schüll, Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas, Princeton University Press: Princeton, NJ, 2014.
[17] Abigail Zuger, “A General in the Drug War”, New York Times, 13 de junio de 2011.
[18] Adam Alter, Irresistible: The Rise of Addictive Technology and the Business of Keeping Us Hooked, Penguin: Nueva York, 2017.
[19] Joanna Stern, “Cellphone Users Check Phones 150x/Day and Other Internet Fun Facts”, ABC News, 29 de mayo de 2013.
[20] “1 in 10 of us check our smartphones during sex – seriously”, Daily Telegraph, 13 de mayo de 2016.
[21] Marc Lewis, The Biology of Desire: Why Addiction Is Not a Disease, Scribe: Londres, 2015.
[22] Thomas De Quincey, Confessions of an English Opium-Eater and Other Writings, Oxford University Press: Oxford, 2013.
[23] Francis Thompson, “The Poppy”, Selected Poems of Francis Thompson, edición de Amazon.
[24] La psicoanalista Sherry Turkle ofrece una reflexión muy esclarecedora sobre este tema. Véase Alone Together: Why We Expect More From Technology and Less From Each Other, Basic Books: Nueva York, 2011.
[25] Este anuncio, conocido como “Anthem”, ha sido ampliamente citado. Para un análisis útil, véase Lisa Nakamura, “‘Where Do You Want To Go Today?’: Cybernetic tourism, the Internet, and transnationality”, en Nicolas Mirzoeff, The Visual Culture Reader, Routledge: Londres y Nueva York, 2002.
[26] Lamentablemente, el anuncio ya no está disponible. Se describe con detalle en Tim Nudd, “Ad of the Day: Facebook”, Adweek, 4 de octubre de 2012.
[27] Bruce Sterling, citado en Virginia Heffernan, Magic and Loss: The Internet as Art, Simon & Schuster: Nueva York, 2017, p. 25.
[28] Bruce Alexander, The Globalization of Addiction: A Study in Poverty of the Spirit, Oxford University Press: Oxford, 2011.
[29] Christopher Bollas, Meaning and Melancholia: Life in the Age of Bewilderment, Routledge: Londres y Nueva York, 2018, p. 49.
[30] Las investigaciones de Sherry Turkle revelan un número sorprendentemente grande de personas que preferirían tener un robot como pareja romántica o sexual, porque no implicaría las rarezas que conllevan las parejas humanas. Alone Together: Why We Expect More From Technology and Less From Each Other, Basic Books: Nueva York, 2011.
[31] La disminución de la violencia está vinculada a un descenso general de todo tipo de delitos desde mediados de la década de 1990. Para una visión general de algunas de las pruebas, véanse A. Tseloni, J. Mailley, G. Farrell y N. Tilley, “Exploring the international decline in crime rates”, European Journal of Criminology, 7(5), 2010, pp. 375–394; y Jan van Dijk, A. Tseloni y G. Farrell, The International Crime Drop: New Directions in Research, Palgrave Macmillan, 2012. A pesar de los intentos de relacionar la caída de la criminalidad con una mejor seguridad de las propiedades o con cambios en las tácticas policiales, su carácter tan sostenido y general escapa a ese tipo de explicación. Es indicativo de que se ha alcanzado un umbral social más profundo.
[32] Véanse, por ejemplo, “Under-25s turning their backs on alcohol, study suggests”, BBC News, 10 de octubre de 2018; Linda Ng Fat, Nicola Shelton y Noriko Cable, “Investigating the growing trend of non-drinking among young people; analysis of repeated cross-sectional surveys in England 2005–2015”, BMC Public Health, 18(1), 2018; Sara Miller Llana, “Culture shift: What’s behind a decline in drinking worldwide”, Christian Science Monitor, 3 de octubre de 2018; Denis Campbell, “Number of smokers in England drops to all-time low”, Guardian, 20 de septiembre de 2016; “Adult smoking habits in the UK: 2017”, Office for National Statistics, 3 de julio de 2018; “Why young people are now less likely to smoke”, BBC News, 7 de marzo de 2017; Frank Newport, “Young People Adopt Vaping as Their Smoking Rate Plummets”, Gallup, 26 de julio de 2018.
[33] Jean Twenge, iGen – Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy – And Completely Unprepared For Adulthood, Atria Books: Nueva York, 2017.
[34] Darian Leader, Hands: What We Do With Them – And Why, Penguin Random House: Londres, 2016, Kindle Loc. 686.
[35] Para una versión de esta teoría de moda, véase Jeremy Rifkin, “The Rise of Anti-Capitalism”, New York Times, 15 de marzo de 2014.
[36] Raymond Williams, Television: Technology and Cultural Form, Routledge: Londres y Nueva York, 2003, pp. 19–21.
[37] Colette Soler, Lacan: The Unconscious Revisited, Karnac Books: Londres, 2014, Kindle Loc. 3239.
[38] Marcus Gilroy-Ware, Filling the Void: Emotion, Capitalism and Social Media, Repeater Books: Londres, 2017, Kindle Loc. 610.
[39] Thomas Hobbes, Leviathan, Oxford University Press: Oxford y Nueva York, 1998, p. 230.
[40] Daniel W. Bjork, “B. F. Skinner and the American Tradition: The Scientist as Social Inventor”, en Daniel W. Bjork, Laurence D. Smith y William R. Woodward (eds.), B. F. Skinner and Behaviorism in American Culture, Lehigh University Press: Londres, 1996; Daniel N. Wiener, B. F. Skinner: Benign Anarchist, Allyn & Bacon: Boston, MA, 1996.
[41] Kaya Tolon, “Future Studies: A New Social Science Rooted in Cold War Strategic Thinking”, en Mark Solovey y Hamilton Cravens, Cold War Social Science: Knowledge Production, Liberal Democracy, and Human Nature, Palgrave Macmillan: Nueva York, 2012; véase también Robert L. Solso, Mind and Brain Sciences in the 21st Century, MIT Press: Cambridge, MA, 1999.
[42] Sobre el “Project Pigeon”, véanse C. V. Glines, “Top Secret WWII Bat and Bird Bomber Program”, Aviation History, mayo de 2005; y James H. Capshew, “Engineering Behaviour: Project Pigeon, World War II, and the Conditioning of B. F. Skinner”, en Laurence D. Smith y William R. Woodward (eds.), B. F. Skinner and Behaviorism in American Culture, Lehigh University Press: Londres, 1996.
[43] B. F. Skinner, Science and Human Behavior, The Free Press: Nueva York, 2012.
[44] He aquí la cuestión. Como sostiene William Davies, la plausibilidad de tal agnosticismo solo resulta verosímil en la medida en que el agnóstico “disponga de enormes capacidades de vigilancia”. William Davies, The Happiness Industry, Verso: Londres y Nueva York, 2015, p. 254.
[45] B. F. Skinner, Walden Two, Hackett Publishing Company Inc.: Indianápolis, IN, 2005.
[46] Para argumentos en esta línea, véanse Marshall Wise Alcorn Jr., Resistance to Learning: Overcoming the Desire Not to Know in Classroom Teaching, Palgrave Macmillan, 2013; K. Daniel Cho, Psychopedagogy: Freud, Lacan, and the Psychoanalytic Theory of Education, Palgrave Macmillan, 2009; Stephen Appel (ed.), Psychoanalysis and Pedagogy, Bergin & Garvey: Westport, CT, 1999.
[47] Byung-Chul Han, Saving Beauty, Polity Press: Cambridge, 2018.
[48] Richard Feallock y L. Keith Miller, “The Design and Evaluation of a Worksharing System for Experimental Group Living”, Journal of Applied Behavior Analysis, vol. 9, núm. 3, 1976, pp. 277–288; Kathleen Kinkade, A Walden Two Experiment: The First Five Years of Twin Oaks Community, William Morrow, 1973; Hilke Kuhlmann, Living Walden Two: B. F. Skinner’s Behaviorist Utopia and Experimental Communities, University of Illinois Press: Champaign, IL, 2010.
[49] Henry L. Roediger, “What Happened to Behaviorism”, Association for Psychological Science, 1 de marzo de 2004; Richard F. Thompson, “Behaviorism and Neuroscience”, Psychological Review, vol. 101, núm. 2, abril de 1994, pp. 259–265.
La importancia de la infiltración del conductismo en la neurociencia y la psicología no puede subestimarse. El prestigio de la neurociencia, en particular, gracias a los grandes avances logrados en los años noventa, se volvió fenomenal. Hubo intentos interesantes de producir una nueva síntesis, por ejemplo, fusionando la neurociencia y el psicoanálisis: Eric R. Kandel, Psychiatry, Psychoanalysis, and the New Biology of Mind, American Psychiatric Publishing, Inc.: Arlington, VA, 2005. Pero el patrón general fue un reduccionismo engañoso y cargado ideológicamente, en el que los estereotipos sociales adquirieron una supuesta validez científica. Véase Cordelia Fine, Delusions of Gender: The Real Science Behind Sex Differences, Icon Books: Londres, 2005. Además, esta tendencia contribuyó a reforzar las estrategias de autoridad al reducir el comportamiento humano a comportamiento cerebral, volviéndolo así más gobernable. Véanse Suparna Choudhury y Jan Slaby (eds.), Critical Neuroscience: A Handbook of the Social and Cultural Contexts of Neuroscience, Wiley-Blackwell: Oxford, 2016; y Nikolas Rose, Neuro: The New Brain Sciences and the Management of the Mind, Princeton University Press: Princeton, NJ, 2013.
[50] Nir Eyal, Hooked: How to Build Habit-Forming Products, Penguin: Nueva York, 2004.
[51] Laura Entis, “How the ‘Hook Model’ Can Turn Customers Into Addicts”, Fortune, 11 de junio de 2017.
[52] Jaron Lanier, You Are Not a Gadget: A Manifesto, Alfred A. Knopf: Nueva York, 2010, p. 117; Bruce Sterling, The Epic Struggle of the Internet of Things, Strelka Press: Moscú, 2014, Kindle Loc. 32.
[53] Moshe Z. Marvit, “How Crowdworkers Became the Ghosts in the Digital Machine”, The Nation, 5 de febrero de 2014.
[54] Shoshana Zuboff, “Big Other: Surveillance Capitalism and the Prospects of an Information Civilisation”, Journal of Information Technology, 2015, núm. 30, pp. 75–89; Shoshana Zuboff, The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power, Profile Books, 2019.
[55] Citado en Walter Benjamin, The Arcades Project, Harvard University Press: Cambridge, MA, 1999, p. 514.
[56] Tristan Harris, “The Slot Machine in Your Pocket”, Der Spiegel, 27 de julio de 2016.
[57] “Los usuarios apostaban cada vez que compartían una foto, un enlace o una actualización de estado”. Adam Alter, Irresistible: The Rise of Addictive Technology and the Business of Keeping Us Hooked, Penguin: Nueva York, 2017, p. 118; Schüll, citada en Mattha Busby, “Social media copies gambling methods ‘to create psychological cravings’”, Guardian, 8 de mayo de 2018.
[58] Natasha Dow Schüll, Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas, Princeton University Press: Princeton, NJ, 2014, pp. 18–32.
[59] Natasha Dow Schüll, Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas, Princeton University Press: Princeton, NJ, 2014, p. 33.
[60] Citado en Jim Orford, An Unsafe Bet?: The Dangerous Rise of Gambling and the Debate We Should Be Having, Wiley-Blackwell: Londres, 2010, p. 58.
[61] Natasha Dow Schüll, Addiction by Design: Machine Gambling in Las Vegas, Princeton University Press: Princeton, NJ, 2014, p. 34.
[62] Marc Lewis, Memoirs of an Addicted Brain: A Neuroscientist Examines His Former Life on Drugs, Public Affairs: Nueva York, 2011, p. 295.
[63] “Tal embriaguez depende de la peculiar capacidad del juego para provocar presencia de ánimo mediante el hecho de que, en rápida sucesión, hace surgir constelaciones que actúan… para suscitar en cada caso un tipo de reacción completamente nuevo en el jugador. Este hecho se refleja en la tendencia de los jugadores a colocar sus apuestas, siempre que sea posible, en el último momento: el momento, además, en que solo queda espacio para un movimiento puramente reflejo”. Walter Benjamin, The Arcades Project, Harvard University Press: Cambridge, MA, 1999, pp. 512–513.
[64] David Berry, Critical Theory and the Digital, Bloomsbury: Nueva York, 2014, p. 80.
[65] Jim Orford, An Unsafe Bet?: The Dangerous Rise of Gambling and the Debate We Should Be Having, Wiley-Blackwell: Londres, 2010, pp. 3–44.
[66] Bettina L. Knapp, Gambling, Game and Psyche, SUNY Press: Albany, NY, 2000. Referencias similares al juego como práctica divina o adivinatoria aparecen con frecuencia en el clásico de James George Frazer, The Golden Bough, Heritage Illustrated Publishing: Nueva York, 2014.
[67] Véanse, como ejemplos de este argumento tan extendido, G. F. Koob, “Negative reinforcement in drug addiction: the darkness within”, Current Opinion in Neurobiology, 23(4), agosto de 2013, pp. 559–563; Marc J. Lewis, “Alcohol: mechanisms of addiction and reinforcement”, Advances in Alcohol and Substance Abuse, 9(1–2), 1990, pp. 47–66.
[68] Phil Reed, Michela Romano, Federica Re, Alessandra Roaro, Lisa A. Osborne, Caterina Viganò y Roberto Truzoli, “Differential physiological changes following internet exposure in higher and lower problematic internet users”, PLOS ONE, 25 de mayo de 2017.
[69] Robert Sapolsky, “Dopamine Jackpot! Sapolsky on the Science of Pleasure”, 2 de marzo de 2011, conferencia disponible en <www.youtube.com>.
[70] Helen Fisher, Anatomy of Love: A Natural History of Mating, Marriage, and Why We Stray, W. W. Norton & Company: Nueva York y Londres, 2016, p. 95.
[71] Stanton Peele y Archie Brodsky, Love and Addiction, Broadrow Publications: Nueva York, 2014.
[72] Marc Lewis, The Biology of Desire: Why Addiction Is Not a Disease, Scribe: Londres, 2015, p. 59.
[73] Jeffrey A. Schaler, Addiction Is a Choice, Open Court: Chicago y La Salle, 2009, pp. xiii–xiv.
[74] Adam Greenfield, Radical Technologies, Verso: Londres y Nueva York, 2017, p. 36.
[75] Para un excelente análisis de la ideología del “cloud”, véase Tung-hui Hu, A Prehistory of the Cloud, MIT Press: Cambridge, MA, 2015.
[76] Greenfield escribió sobre esta tendencia mucho antes de la generalización de los smartphones y dispositivos similares. Adam Greenfield, Everyware: The Dawning Age of Ubiquitous Computing, New Riders: Berkeley, CA, 2006.
[77] Ava Kaufman, “Google’s ‘Smart City Of Surveillance’ Faces New Resistance In Toronto”, The Intercept, 13 de noviembre de 2018; Nancy Scola, “Google Is Building a City of the Future in Toronto. Would Anyone Want to Live There?”, Politico, julio/agosto de 2018.
[78] Gilles Deleuze, “Postscript on the Societies of Control”, October, vol. 59 (invierno de 1992), pp. 3–7.
[79] “¿Por qué habrían de terminar nuestros cuerpos en la piel, o incluir, como mucho, a otros seres encapsulados por la piel?” Donna Haraway, A Cyborg Manifesto: Science, Technology and Socialist-Feminism in the Late Twentieth Century, University of Minnesota Press: Minneapolis, MN, 2016, p. 61.
[80] Brian Rotman, Becoming Beside Ourselves: The Alphabet, Ghosts, and Distributed Human Being, Duke University Press: Raleigh, NC, 2008.
[81] Lydia H. Liu, The Freudian Robot: Digital Media and the Future of the Unconscious, University of Chicago Press: Chicago, MI, 2011, Kindle Loc. 227.
[82] Bruce Alexander, The Globalization of Addiction: A Study in Poverty of the Spirit, Oxford University Press: Oxford, 2011, Kindle Loc. 281.
[83] Rik Loose, The Subject of Addiction: Psychoanalysis and the Administration of Enjoyment, Karnac Books: Londres, 2002, p. 157.
[84] Patrick Garratt, “My Life as a Twitter Addict, and Why it’s More Difficult to Quit Than Drugs”, Huffington Post, 29 de abril de 2012.
[85] Jaron Lanier resume de manera sucinta esta investigación en el capítulo siete de Ten Arguments for Deleting Your Social Media Accounts Right Now, Penguin Random House: Londres, 2018.
Sobre la relación con el aumento de los suicidios adolescentes, véanse “Social media may play a role in the rise in teen suicides, study suggests”, CBS News, 14 de noviembre de 2017; y J. M. Twenge, T. E. Joiner, M. L. Rogers y G. N. Martin, “Increases in Depressive Symptoms, Suicide-Related Outcomes, and Suicide Rates Among U.S. Adolescents After 2010 and Links to Increased New Media Screen Time”, Clinical Psychological Science, 6(1), 2018, pp. 3–17.
Para la reacción de Facebook, véase Sam Levin, “Facebook admits it poses mental health risk – but says using site more can help”, Guardian, 15 de diciembre de 2017.
[86] Allen Carr, The Easy Way to Stop Gambling: Take Control of Your Life, Arcturus, 2013. Lamentablemente, los herederos de Allen Carr aún no nos han revelado el “camino fácil” para dejar la adicción a las redes sociales.
[87] Mary Beard, “Of course one can’t condone . . “., Twitter.com, 16 de febrero de 2018. Para una crítica de la postura de Beard, véase Sita Balani, “Virtue and Violence”, Verso.com, 23 de marzo de 2018.
[88] Roisin O’Connor, “Mary Beard posts tearful picture of herself after defence of Oxfam aid workers provokes backlash”, Independent, 18 de febrero de 2018.
[89] Jaron Lanier, Ten Arguments for Deleting Your Social Media Accounts Right Now, Penguin Random House: Londres, 2018, p. 9.
[90] Véase el capítulo doce de Hugh Crone, Paracelsus: The Man Who Defied Medicine, The Albarello Press: Melbourne, 2004.
[91] Rik Loose, The Subject of Addiction: Psychoanalysis and the Administration of Enjoyment, Karnac Books: Londres, 2002, p. 117.
[92] Virginia Heffernan lo describe de manera magistral en el primer capítulo de Magic and Loss: The Internet as Art, Simon & Schuster: Nueva York, 2017.
[93] Benjamin H. Bratton, The Stack: On Software and Sovereignty, Massachusetts Institute of Technology: Cambridge, MA, 2015, p. 47.
[94] Sigmund Freud, “Beyond the Pleasure Principle”, en Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 18, Vintage Classics: Londres, 2001.